Ganar y perder

Probablemente es más difícil saber ganar que saber perder. El sentido común nos avisa constantemente de que "hay que saber perder" y nos recordamos a nosotros mismos ese imperativo beneficioso cuando algo nos hace sentirnos derrotados. Pero no hay consejas tan nítidas en la lengua que al mismo tiempo nos fuercen a dosificar con sabiduría las victorias personales. Por eso mismo, tendemos a pensar con naturalidad que ganar es fácil, que incluso es lo más fácil que nos puede pasar en la vida. Si apostamos por algo y nos sale bien, lo lógico es que nos invada una súbita alegría.

Y, sin embargo, no es osado imaginar que, tras las victorias, se esconden preocupantes y hasta peligrosas tentaciones, muy nocivas para la buena vida, es decir, para las dosis posibles de felicidad que nos debemos a nosotros mismos y a los que nos rodean. Quizás la más peligrosa tentación que amaga tras los triunfos sea el vertiginoso envanecimiento personal, por el cual su majestad el yo (así lo llamaba Freud) deja su vieja camisa más o menos menesterosa y pasa a enfundarse una especie de brocado principesco cuyo destino último es obligar a los demás a reparar en el nuevo rango con el fin de desencadenar obligatorias pleitesías.

El yo encumbrado de esa manera ha introducido una malsana jerarquía en su relación con el mundo humano y, por eso, ha inyectado en su economía un peligroso veneno. A partir del triunfo, ese yo descaminado mira por encima del hombro a todos los demás y exige que esos otros le miren con actitud reverente.

Por eso fue agradable oír al triunfante Zapatero, justo después de su clara victoria, que pensaba administrar con humildad el nuevo espaldarazo electoral. Sin duda ha debido de pensar que tras la victoria se oculta el más peligroso enemigo, ese aspirante a emperador al que nos referíamos antes, con la ebriedad añadida otra vez de percibir que el mundo se inclina a sus pies, con toda la mansedumbre aduladora de los que ven en el poder el máximo broche de la excelencia humana, y más si ese poder puede regalar alguna que otra bicoca.

Y ha debido de pensar también que no podía repetir algunos de los errores de la legislatura pasada y en cuya génesis se encontraba sin duda la percepción del otro derrotado desde las alturas del más elevado yo. Pero ahora, triunfante de nuevo, ha anunciado que tenderá la mano a sus adversarios políticos para buscar con ellos puntos de encuentro en los aspectos clave que nos atañen a todos.

Es decir, la derrota del yo victorioso que reclama superioridad y menosprecio es proporcional a la victoria del yo que comprende al otro derrotado y lo alza a la dignidad del interlocutor que también tiene razones que deben ser escuchadas, con la bonhomía suprema que enseñó Velázquez en La rendición de Breda, cuando el general victorioso parece casi el derrotado al recibir de su oponente las llaves de la ciudad conquistada.

Y en cuanto al derrotado, ¿en qué consistirá su saber perder? Sin duda, y en primera instancia, en reconocer con altavoces limpios la legitimidad de la victoria del adversario triunfante, y la representatividad legítima de los electores implicados en ella. No caben descalificaciones de esos votantes, por más que puede que no le gusten al derrotado porque, si lo hiciera así, querría, implícitamente, imaginar un país a la medida de sus intereses, y ese país no existe ni puede ni debe existir jamás. Ni caben tampoco interpretaciones absurdas e impúdicamente interesadas como, por ejemplo, la de suponer que todos los votantes del partido UPyD hubieran sido votantes porque sí del PP. Tonterías como esa, u otras parecidas, alegadas para aplacar la escocedura de la derrota, no deben ser proferidas por ningún representante del partido derrotado: no son ciertas y suenan más a cataplasma paliativo que a agudeza hermenéutica.

Sólo cabe la aceptación clara y diáfana de la legitimidad de la victoria del partido triunfador y, eso sí, la legítima reflexión para imaginar estrategias valiosas, limpias y transparentes encaminadas a ganar las elecciones en su día. Cabe también la aceptación de una actitud conciliadora para llegar a acuerdos clave en asuntos fundamentales -terrorismo, autonomías- tal como parece ser el deseo del nuevo gobierno que se avecina. Cabe, en fin, un cambio de estrategia que considere al ganador como un adversario que no siempre se equivoca y al presidente del Gobierno como un hombre al que le guía un afán reformista que hasta ellos mismos -los dirigentes del PP- podrían compartir en algunos aspectos.

¿Por qué el centro-derecha no va a hacer suyos también ciertos anhelos de reforma y cambio si entre sus posibles votantes los habría que saludarían con alborozo ese anhelo de modernidad? El radicalismo derechista no será la mejor brújula para los tiempos que se avecinan, si el PP no quiere ser un eterno perdedor.

Sólo si se producen esos cambios en la relación entre los ganadores y perdedores de las últimas elecciones nuestro país saldrá reforzado y nuestra democracia habrá dado un paso de gigante para afianzar hábitos sanos y fuertes de intercambio y generosidad, muy alejados tanto del ruido alocado de la victoria ensoberbecida como del enfurecido estruendo de la derrota instigadora, insidiosa y destructiva.

Ángel Rupérez, autor de Antología esencial de la poesía inglesa y de Lírica inglesa del siglo XIX.