Gandhi en la sastrería

El presidente de la Comunidad Valenciana parece empeñado en ponerme deberes en esa zona intersticial de la fantasía en la que entremezcla su propia peripecia con las vidas de los grandes personajes del siglo XX. Hace dos semanas me obligó a escribirle un Churchill, al identificarse con el premier británico ante las Cortes Valencianas; y ahora me lanza el guante para que le haga un Gandhi, al proponer al PP regional que siga la senda del líder hindú.

Para ello no hubiera sido necesario incluirme entre «los miles de enemigos que hay ahí fuera» -total, por haberle abanicado un rato con unas cuantas citas de Sir Winston- porque aunque él haya emprendido una escalada de suspicacias y recelos debe creerme si, tomando las palabras que el Mahatma dedicó el 8 de agosto de 1942 en Bombay a Lord Linlithgow, le digo por delante que para mí «resulta una tarea horrible tener que ofrecer resistencia a un virrey con el que he disfrutado de una relación tan amistosa».

Pero ocurre que, como escribió el propio Gandhi, «la devoción a la verdad es la única justificación de nuestra existencia» porque «sin la verdad es imposible respetar ningún principio o regla en la vida». Y también ocurre -es otra de sus enseñanzas- que «la felicidad consiste en que lo que pienses, lo que digas y lo que hagas estén en armonía».

No puedo evitar, pues, hablarle con la misma franqueza con que he venido haciéndolo desde que el contenido del informe policial sobre el funcionamiento de la trama Gürtel en Valencia nos llevó a plantear la disyuntiva de «o tendrá que marcharse Camps [si es cierto] o tendrá que marcharse Rubalcaba [si es falso]». Reconozco que con lo que no contábamos es con que se tuviera que marchar Ricardo Costa porque nunca imaginamos que Camps fuera a aceptar la propuesta de Rajoy de dejarse fusilar por poderes; y menos aún que ambos estuvieran dispuestos a convertir al secretario general valenciano en una especie de cadáver suplente, igual que hizo el último Consejo de Guerra del franquismo cuando, ya que no podía fusilar a un etarra afectado en sus condiciones mentales por una herida de bala, decidió fusilar a otro que tenía igualmente a mano.

Yo sólo veía hasta ahora una vía de escape para tan rotunda disyuntiva: una comparecencia pública de Camps a pecho descubierto, del estilo de la que tanta simpatía ha suscitado en torno a Costa y que muy bien podía haber comenzado con una de las frases de Gandhi más apreciadas por el director de la película sobre su vida, Richard Attenborough: «El hombre capitula fácilmente cuando el pecado se presenta bajo la apariencia de la virtud». Camps podía haber explicado que Álvaro Pérez había ejercido una influencia tan dañina sobre él como la que ejerció un amigo musulmán llamado Cheikh Methab sobre el joven Gandhi cuando le convenció de que sólo si abandonaba su frugal dieta vegetariana y empezaba a comer carne, sería tan fuerte como los ingleses.

Sí, se había dejado arrastrar por El Bigotes porque el muy ladino tocaba algunas teclas y dominaba ciertos resortes -la elegancia en el atuendo, el savoir faire, las relaciones internacionales- que para alguien humilde y enjuto como él resultaban arcanos. Algo parecido a lo que le pasó a Gandhi, que no tuvo empacho en reconocer que le daban miedo los ladrones, los fantasmas y las serpientes. «Mi amigo conocía mis debilidades. Me decía que él podía coger serpientes vivas con la mano, que podía hacer frente a los ladrones y que no creía en los fantasmas. Y que todo eso era, por supuesto, el resultado de comer carne».

Sí, efectivamente, a resultas de esa relación, él había cometido errores, había depositado su confianza en quien no la merecía y había defraudado a quienes más le habían apoyado al participar en «media docena de banquetes carnívoros». Pero era consciente de que «la libertad no merece la pena si no incluye la libertad de equivocarse». Y en todo caso en el pecado había encontrado la penitencia porque «apenas me quedaba dormido sentía balar en el interior de mi cuerpo una cabra y me despertaba lleno de remordimientos». De hecho los trajes no le quedaban bien, hubo que devolverlos, el precio era abusivo y el sastre resultó ser un sinvergüenza. Al final Gandhi se dio cuenta de que «sólo entre naturalezas similares puede una amistad durar y merecer la pena». Es decir, que no basta decirle a alguien «lo nuestro es muy bonito» para que en realidad lo sea.

En cuanto a los ataques y críticas a su secretario general, Camps debería haber contestado a Rajoy y transmitido al público lo mismo que dijo Gandhi el 4 de febrero de 1916 en su discurso de la Universidad Hindú de Benarés a propósito de los funcionarios británicos que llegaban cargados de ideales a la India y terminaban comportándose de forma prepotente: «Si un hombre que ayer era bueno se ha convertido en malo después de haberse relacionado conmigo, ¿el responsable de haberse deteriorado es él o soy yo?».

Durante tres semanas consecutivas le he sugerido a Camps que hiciera algo parecido a lo que hizo Costa: dar explicaciones, aclarar cada acusación, deslindar lo que es verdad de lo que no lo es, mostrar arrepentimiento, demostrar capacidad de autocrítica y pedir perdón a los ciudadanos. Le hubiera salido bien porque en su gestión hay mucho más que el caso Gürtel -y casi todo es bueno-, porque puede demostrar que no se ha enriquecido en el cargo y porque es indiscutible que la Fiscalía no está jugando limpio con él. Puse este periódico a su disposición, invoqué ejemplos históricos en público y en privado… sólo me faltó escribirle el guión. En lugar de ello, Camps se ha atrincherado en el regazo de Rajoy, concertándose con él para guillotinar a quien ha dado la cara -convirtiendo su franqueza en agravante-, dejando en cambio tras de sí un reguero de patéticas falsedades y culminando el esperpento con esa invocación del nombre de Gandhi en vano para pedir al partido que guarde «silencio».

El problema de Camps es que a día de hoy el único Gandhi al que puede asimilarse es el caprichoso estudiante de Derecho que recién llegado a Londres frecuentaba una sastrería de Bond Street para hacerse los más costosos trajes a medida. Su biógrafo Louis Fischer recuerda el testimonio de su contemporáneo, el doctor Sinha: «Gandhi llevaba por entonces una alta chistera de seda, con un lustre deslumbrante, cuello duro almidonado, corbata más bien ostentosa desplegando todos los colores del arco iris y debajo, una camisa de seda con sutiles rayas. Vestía como terno de calle una chaqueta de mañana, un chaleco cruzado y pantalones oscuros rayados, así como zapatos de charol con botines de paño. También usaba guantes de piel y bastón montado en plata». Cuando le preguntaron qué le había llevado hasta tan lejos de su país, qué le movía en la vida, Gandhi contestó: «En una sola palabra, la ambición».

Es cierto que después de ese Gandhi frívolo e inmaduro aparece, primero en Sudáfrica y luego a su regreso a la India, el Gandhi político que es obviamente al que con más motivo debería referirse un gobernante en activo como Camps. Pero después de dar la callada por respuesta a las acusaciones sobre la trama montada por su «amiguito del alma» y de inmolar a su chivo expiatorio, lo tiene doblemente difícil: «La corrupción y la hipocresía no deben ser productos inevitables de la democracia», advertía una y otra vez Gandhi.

De hecho, una de las principales preocupaciones del Mahatma durante el tiempo que ocupó la presidencia del Partido del Congreso fue la lucha contra el llamado goondaísmo o infiltración de los pícaros que buscan provecho económico mediante el clientelismo político. ¿Quién podía imaginar que íbamos a encontrar -y esto debemos agradecérselo a Camps- alusiones tan concretas a Correa y El Bigotes en los textos del padre de la India? «No hay institución humana sin peligros», escribió Gandhi. «El Congreso se ha convertido en un vasto cuerpo democrático. Sin estar realmente afiliados, millones de personas lo tomaron como suyo engrandeciéndolo… El resultado ha sido que en muchas partes el goondaísmo se ha hecho sentir. Algunos congresistas han sido amenazados con desgracias si no entregaban el dinero que se les demandaba. Por supuesto, los goondas profesionales pueden sacar partido del momento y poner en marcha su negocio».

De ahí que Gandhi denunciara que «el reglamento vigente para la selección [de los colaboradores del Partido del Congreso] fue prácticamente ignorado». Igualito que en el PP de Valencia donde, según los testimonios de varios empresarios y de Costa, los vicepresidentes de la Generalitat transmitían la consigna de que al protegido del jefe «no le faltara trabajo» y donde continúan apareciendo todo tipo de indicios de que se recurría a retorcidos vericuetos para que el dinero público terminara en las arcas de los goondas.

Pero Camps no ha invocado -claro- ni al Gandhi de la sastrería de Bond Street ni al de la cruzada política contra la corrupción, sino al Gandhi del «silencio». Es decir, al del ayuno, la purificación por la abstinencia sexual o brahmacharya y el goce del trabajo manual en la rueca. ¿La rueca? Sí, sí el Gandhi del «silencio» es ante todo el de la rueca y, efectivamente, esa podría ser una salida honorable para Camps y algunos de sus colaboradores.

También para llegar ahí se precisa, en todo caso, la autocrítica. «Reconozco que hay en mí la voluntad suficiente para confesar mis errores y volver sobre mis pasos», escribió Gandhi en su obra de 1924 Young India. «Fue nuestra fascinación por la vestimenta extranjera la que desplazó a la rueca de su posición de dignidad», precisó en su autobiografía. De ahí que en Amritsar -escenario de la masacre de manifestantes sijs en 1919- lanzara su campaña de boicot a las telas inglesas. No más Milano, no más Forever Young, no más trajes a medida. Otro de sus biógrafos, Stanley Wolpert, explica cuál fue la condición que Gandhi puso para seguir al frente del partido: «Que todos los miembros del Congreso accedieran a llevar prendas de vestir hiladas en casa y a producir como mínimo 1.800 metros de hilo todos los meses». Hasta Nehru pasó por el aro y sustituyó para siempre sus trajes de Savile Row por los pantalones y casacas de khadi indio que le ayudarían a seducir a Lady Edwina Mountbatten.

A partir de ese momento, Gandhi sólo se exhibirá en público con su túnica blanca de algodón -el tradicional doti de los que nada tienen- anudada en un costado. Por eso Churchill, que lo detestaba, lo tildará de «cínico faquir semidesnudo». Por eso Hitler, que se burlaba de la pusilanimidad de los ingleses, le dijo a Lord Halifax que lo que había que hacer con un pacifista como Gandhi era liquidarlo a tiros. Pero él llegó a tener su mensaje tan claro como se lo explicó a una estadounidense que visitó su humilde ashram o comunidad autosuficiente dedicada a la meditación, el estudio y el diálogo: «Mi mensaje a Norteamérica es sencillamente el zumbido de esta rueca».

Yo comprendo que 1.800 metros todos los meses son muchos metros especialmente para manos tan poco avezadas en el trabajo artesano como las de Camps, Rambla, Cotino o Fabra. Pero todo es cuestión de ponerse y, oye, a lo mejor, hila que te hila, este equipo es capaz de autopurificarse, purgar sus culpas y volver algún día a la palestra. Y escribo lo de «volver» porque aunque el Mahatma decía que el ashram es algo que cada uno llevamos dentro, lo que es un imposible metafísico es invocar al Gandhi del «silencio» y continuar instalado en el palacio del virrey.

¡Ah!, y yo que Rajoy tampoco dejaría caer en saco roto lo de la rueca por lo que pudiera ocurrir el día de mañana. Pues si bien Gandhi ya advertía que «la fuerza de los números es el placer de los tímidos», no quiero ni imaginarme la que se le vendría encima a un tímido de campeonato como él si tampoco la próxima vez volvieran a sustentarle los números.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.