Gane quien gane

Saturados como estamos por una campaña que dura ya demasiado tiempo, en realidad toda la legislatura, que ha sido como un intento de repetir las elecciones de hace cuatro años, no estará de más dedicar unas pocas reflexiones a lo que pudiera y debiera ser la próxima legislatura. Porque la pasada legislatura, independientemente de la lectura que de ella haga cada uno de los grandes partidos, habrá sido una legislatura perdida si de ella no se extraen algunas lecciones, especialmente acerca de lo que no se puede repetir.

Democracia es básicamente disenso. Democracia es el debate organizado. Democracia es pluralidad de ideas y de proyectos políticos, debate público, libertad de conciencia: elementos todos ellos que implican diferencia de opiniones, discusión, discrepancia, lucha de ideas.

Pero todo ello es posible, a su vez, porque existe un marco que lo canaliza, que lo sustenta, un marco consensuado, un marco aceptado por todos, un conjunto de normas que regulan el debate, la discusión, la discrepancia, la competencia de ideas y de proyectos. No hay disenso sin consenso, no hay debate sin reglas, no hay pluralidad sin referencia a un marco que una. En caso contrario la pluralidad se convierte en yuxtaposición de muchas unidades cerradas y homogéneas en sí mismas. Entonces el Estado inicia su desintegración.

Es una de las características principales de la democracia, y al mismo tiempo uno de sus principales problemas, que la definición de lo que une, lo que constituye el consenso que soporta y hace posible el disenso y la discrepancia, está sujeta a posibles interpretaciones distintas. Todas las democracias estables se caracterizan por su capacidad de mantener los consensos básicos, sin negar la posibilidad de interpretaciones distintas, bien limitándolas a unos mínimos más asequibles, a acuerdos duraderos, bien estableciendo unos límites a las discrepancias posibles en torno a ellos.

Dos términos han caracterizado en profundidad la pasada legislatura: ruptura de consensos, y deslealtad en temas de Estado. La oposición del PP ha repetido hasta la saciedad que el Gobierno de Zapatero se ha caracterizado por poner en entredicho o romper directamente los consensos de la transición. Y el Gobierno, a su vez, ha recurrido permanentemente a la afirmación de que la oposición ha sido desleal con ellos en temas de Estado, en los temas que se supone deben implicar un cierre de filas con el Gobierno de turno. Es decir: la relación entre los consensos básicos que hacen posible la democracia como discrepancia, incluso radical, ha estado alterada y puesta en duda en la percepción de dos actores políticos fundamentales del sistema: el Gobierno y la oposición.

Esta ha tratado de coartar al Gobierno la libertad de movimientos necesaria para poder actuar por medio de la exigencia de consensos en todo lo habido y por haber, elevando el listón de lo necesario de consenso y ampliando los temas que lo requieren. El Gobierno ha tildado toda crítica a su actuación bien de crispación, bien de deslealtad.

Ha sido, pues, la legislatura pasada una en la que el sistema mismo del Estado ha estado sometido a unas tensiones que puede soportar sin mayor problema, siempre que estas tensiones no se eternicen, no se conviertan en permanentes y no terminen socavando los fundamentos mismos del sistema. Si el resultado electoral vuelve a ser ajustado, existe el peligro de que se repita lo sucedido en la última legislatura, con lo que el riesgo de poner en peligro los pilares del Estado como sistema podría volver a sufrir un tensionamiento innecesario y peligroso.

El Gobierno, sea del partido que sea, no puede pretender que su primer y mayor cometido radique en conformar la oposición a su gusto. No puede dedicarse día sí y día también a querer moldear la oposición a su gusto para así neutralizarla y esterilizarla. Quedaría dañada seriamente la democracia. Esta necesita de una oposición viva, que plantee con claridad alternativas y las visualice, incluso de forma radical. Porque democracia consiste en que la mayoría que gobierna no esté en posesión de la verdad, sino que cuenta con el permiso de la sociedad para decidir las reglas que regulan la actividad pública y privada durante un tiempo limitado. El respeto de la minoría que se encuentra en la oposición no es debido a la tolerancia que merece, sino al reconocimiento de que la verdad está, quizá, en sus planteamientos.

La oposición, a su vez, no puede llevar la crítica a la actuación del Gobierno al límite de ver en cada una de las actuaciones del mismo la puesta en peligro de los fundamentos del sistema. El sistema democrático se caracteriza por su flexibilidad, por su capacidad de amoldarse a nuevas propuestas, a reformas, incluso a experimentos que pueden parecer radicales. Aceptar una derrota electoral implica asumir la responsabilidad de gobernar que recae en los vencedores de la contienda electoral.

La democracia española no puede verse sometida otra legislatura a la tensión a la que la han sometido los dos grandes partidos a lo largo de la que acaba de terminar. Es preciso que se vuelva, incluso sin acuerdos formales -mejor sin ellos-, a un sobreentendido de lo que es preciso respetar para que el Estado funcione. No todo está a disposición. La victoria electoral no es un encargo para reinventar el Estado, sino para administrarlo desde la perspectiva de un partido -por ende partidista-, pero sin poner en peligro el conjunto. Y la labor de la oposición no es una bula para gritar que viene el lobo cada vez que el Gobierno pone en marcha algo que no le gusta a la oposición.

La democracia vive de una virtud republicana olvidada demasiadas veces: la autolimitación. El presidente del Gobierno no es el Gobierno, el Gobierno no es el Estado. La oposición no es la sociedad, ni está en posesión de la verdad, ni del derecho exclusivo a la crítica. Ni la oposición se puede pasar el día gritando que se rompe España o la familia. Ni el Gobierno puede pretender que las consecuencias de una reforma de los estatutos o la reforma de una institución básica de toda la sociedad como la familia se ponga de manifiesto en el plazo de unos días, unas pocas semanas o de unos meses: esas consecuencias dependen de muchas condiciones colaterales y se ponen de manifiesto a lo largo de años, y no siempre en la dirección querida por quienes han puesto en marcha la reforma.

Lo primero que sería necesario es que los dos partidos, PP y PSOE, se reconozcan mutuamente legitimidad democrática. Es una condición necesaria, aunque no suficiente, y que ha estado ausente en la pasada legislatura. En segundo lugar, es preciso definir, probablemente a la baja, las cuestiones en las que es preciso el consenso: la independencia del poder judicial y de las agencias reguladoras, los mecanismos institucionales o instituciones que garanticen la representación del Estado como conjunto respetando y haciendo valer la pluralidad territorial, y probablemente la lucha contra el terrorismo, explicitando el significado del término negociación o diálogo dentro del discurso de la derrota de ETA, y no fuera e independientemente de él.

Poco más será necesario, pero lo dicho es imprescindible. Gane quien gane las elecciones, no se puede repetir la legislatura anterior en las cuestiones citadas.

Joseba Arregi, ex diputado y ex militante del PNV, y autor de numerosos ensayos sobre la realidad social y política del País Vasco, como Ser nacionalista y La nación vasca posible.