Garci en su territorio

Esta realidad distópica en la que vivimos, al obligarnos a recomponer una normalidad en el distanciamiento, pone aún más de relieve lo que ya, antes de la pandemia, era el principal objeto de reflexión social, económica, urbanística o política, esto es, la convivencia entre dos mundos paralelos y simultáneos: el físico –el de la conexión material y corpórea– y el virtual, el de la conexión inmaterial y no menos corpórea de las redes, que constituyen la circunstancia orteguiana que completa la naturaleza ontológica del ser humano… hoy.

Pero no es nuevo esto de vivir a horcajadas entre dos mundos paralelos. Desde que se inventó el cine, no como artilugio óptico para animación de ferias ambulantes, sino como un arte nuevo en el que la narración se ponía en movimiento ante unos ojos hechizados por la pantalla, ya estábamos viviendo inmersos en un mundo bifronte: el de las experiencias y emociones del mundo terrenal y el de esas mismas experiencias y emociones en el mundo del cine, donde adquirían una dimensión arquetípica y primordial, como esos fundamentos épicos de la existencia humana que Savater veía en la infancia. Son las e-motions pictures con las que José Luis Garci acierta a definir lo hiperreal agazapado en lo real cuando se ve reflejado en esa moderna caverna platónica que es la pantalla: por eso hay un morir, beber, latir, querer y mirar… de cine, como ha dejado escrito en libros seductores y certeros. Y pues que hablamos de infancia podríamos decir que el cine también es una patria, quizás la única que va quedando en este disparatado derribo de los territorios de la memoria en que todos nos reconocemos. Con su último libro, Películas malas e infravaloradas (Notorious) –creo que el vigésimo tercero con el que abre las compuertas de su pasión cinéfila– ,Garci transita por el país del cine como un flâneur, como un situacionista que tuviera el privilegio de encontrar la magia que encierran los lugares más aparentemente anodinos de una ciudad. Hoy diríamos, con el amable permiso de Irene Vallejo, que Garci es de esas personas capaces de ver el universo en un junco; de esas personas que, de niño, se trabajó más los poros que los músculos, lo que le permitió vibrar como un diapasón a la música, la arquitectura, la literatura, las artes plásticas y a toda esa cultura infravalorada pero incontenible con que las masas desbordaron los museos para tomar las calles. Garci sintoniza con el Bauhaus, pero sabe que es en el cine donde verdaderamente se materializó la integración de las artes, el sueño de Gropius, Meyer y Van der Rohe.

El libro trata de esas películas que, sin haber sido sancionadas como obras maestras, han ido poco a poco amasando la materia de ese mundo que, como decía Vittorio Cottafavi, el público habría de sentirlo como un sueño al verlo en la pantalla. Su estructura es deliberadamente desordenada y azarosa, como propia de las anotaciones de un paseante, andando un camino pautado con senderos digresivos por los que apetece desviarse, aunque nunca abandones el mismo paisaje. En este paseo el autor aviva el fuego de un cine casi apagado cuyos rescoldos permanecían dormidos en la memoria de muchos de nosotros, y en la propia memoria del cine, cuyo territorio se agranda al iluminar su mapa. Parafraseando el título del programa de televisión con el que José Luis creó tanta afición, ahora sí podemos decir ¡Qué grande es el cine!... en todos los sentidos. El cine ya era grande en sus obras pequeñas, pero la historiografía es un oficio que filtra el pasado por la notoriedad de sus hitos y no por la solidez de lo cotidiano en que aquellos se cimentan. Y eso cotidiano eran amigos con los que de vez en cuando nos citábamos en la oscuridad de la sala para pasar un rato maravilloso con ellos; hacía tiempo que no les veíamos y nos los hemos vuelto a encontrar en perfecto estado de forma: a Ray Milland, al que Hitchcock, en Crimen Perfecto, consiguió hacer perversa su prestancia, a la entrañablemente mala Jan Sterling de El gran carnaval, a la fascinante Suzy Parker de 10 calle Frederic después de haber herido a todos los hombres maduros del mundo representados en Gary Cooper, a nuestra tía Thelma Ritter, que siempre se portó tan bien con nosotros cuando éramos niños, al buenazo de Joel MacCrea, ese primo de Zumosol incapaz de pegarle a nadie, a la Mirna Loy de Ella, él y Asta, al prodigioso Edward G. Robinson, el hombre de las mil y una caras que fundió su muerte con la del planeta en la sobrecogedora Soylent Green, a John Cazale, el único triunfador de El Padrino que no subió al podio… todos ellos actores amigos que, de alguna manera, se nos metieron en casa como la Julia Roberts de Notting Hill. Y los directores llamados de serie B, esos a los que se les valoraba el oficio, sin saber que aquí el oficio, como en el periodismo, en la arquitectura o en la medicina, no es una condición previa a la maestría, sino que es en sí misma la maestría, la que obra el milagro de contar lo real, de construir moradas, de salvar vidas; y los western, y los pistoleros, y los espías que vuelven del frío, y los héroes, y las bandas sonoras, y los péplum, …y Ava.

Garci concibe el cine como una ciudad de los prodigios, pero estos no refulgen sólo en sus hitos monumentales sino en el secreto escondido de los rincones, las aceras, los ángulos, los encuadres entre los índices y pulgares de las dos manos, las miradas, la manera de ser de quienes se nos cruzan, de quienes beben a nuestro lado y, a veces, si hay suerte, descubrimos el glamur en alguien que baja una escalera.

La crítica de cine es imprescindible pero envejece mal, y suele pasar a la historia por las pifias que se cometieron a pie de estreno. El tiempo trabaja y aclimata las cosas como los edificios en las ciudades. Garci, pudiendo ser un crítico excepcional, ha preferido en este libro –como en todos los demás– ser un guía de su ciudad, de la ciudad del cine por la que nos lleva en volandas de su entusiasmo, sin un solo comentario agrio o despectivo con el que perder el tiempo; todo está orientado para transmitir ese entusiasmo, para mirar lo que la primera vez no vimos, para crear afición, para amar el cine… miento, para amar todas las cosas del mundo, buenas y malas, que el cine aúna, redime y pone a salvo en ese mundo eterno de los sueños, como reclamaban Cottafavi y el retruécano que Aute y Calderón fabricaron a dúo: «que toda la vida es cine, y los sueños cine son».

Con ese libro escrito a mano y con máquina de escribir, confinado en un islote en medio de un mundo emponzoñado y sin más asistencia que la pasión y la memoria, Garci nos confirma la posibilidad de que todavía puedan existir territorios limpios en los que, como él dice, no exista otra ideología que la de la bondad.

Salvador Moreno Peralta es arquitecto.

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