Hablemos de política española como gusta hoy, con profusión de rimas y de nombres propios. Transformada en campaña permanente, la política ha abandonado la prosa y las matemáticas para volcarse en la poesía. Cantemos, pues, según la ley de la selva. Pero sean selvas dignas de un concejal. Mucho se aclararían los pactos que todos evocan y nadie sabe cómo abordar si nos diéramos cuenta de que en España coexisten garcilasos y castillejos. Los adjetivos rotundos enardecen a los propios y sonrojan al rival, pero luego no los podemos retirar sin traicionarnos. Probemos ahora estos dos, que marcan muy claras diferencias y a la vez permiten salvarlas sin avergonzarse.
Garcilaso es la estampa viva de la España floreciente de la primera mitad del XVI: ¡qué buen caballero era! ¿Quién no querría ser su escudero? Todos hemos estudiado sus inmortales sonetos que adoptaron la métrica italiana en castellano. Tampoco su antagonista es menor: Cristóbal de Castillejo era muy buen poeta, agudo y cultivado, que viajó por toda Europa como secretario del archiduque Fernando de Austria. Es autor de un panfleto irónico que la tradición ha tomado demasiado en serio, 'Reprensión contra los poetas españoles que escriben en verso italiano', y que conviene evocar ahora.
Frente a los nuevos endecasílabos, Castillejo alza la bandera del octosílabo tradicional, que para él representa la esencia de la poesía castellana, envenenada por ese nuevo estilo que asimila a una condenable herejía: «Bien se pueden castigar / a cuenta de anabaptistas / pues por ley particular / se tornan a bautizar / y se llaman petrarquistas». Luego imagina un encuentro de los nuevos poetas con los castellanos de toda la vida, encabezados por Jorge Manrique: «Garcilaso y Boscán, siendo llegados / al lugar donde están los trovadores / que en esta nuestra lengua y sus primores / fueron en este siglo señalados…». Los poetas castellanos al principio los reciben con estupor tomándolos por espías. Pues al principio, dice el primer terceto: «Y juzgando primero por el traje / pareciéronles ser, como debía / gentiles españoles caballeros». Pero por otro lado, dice el segundo: «Y oyéndoles hablar nuevo lenguaje / mezclado de extranjera poesía / con ojos los miraban de extranjeros».
Y es que, continúa Castillejo, la opinión de los antiguos poetas es unánime: los nuevos son retóricos, blandos y su ritmo es extraño a nuestro oído, acostumbrado al recio octosílabo de los romances. Pese a que todo el poema es divertidísimo, el nombre de Castillejo ha quedado asociado a la resistencia más rocosa a la innovación extranjera de la Agenda 1530. Injusto retrato de un poeta que fue cosmopolita, irónico y versátil, pero aquí nos sirve por el momento para generalizar sin complejos: que hablamos de política.
Es cierto que es imposible combinar en una buena estrofa versos de once y ocho sílabas, porque el ritmo y el tono son totalmente distintos. Compárense dos pares archiconocidos de tema similar: «Que por mayo era por mayo / cuando hace la calor», y «recoged de vuestra alegre primavera / el dulce fruto antes que el tiempo airado». Octosílabo y endecasílabo mezclan como agua y aceite y se dan patadas entre sí, por mucho que tratemos de rimarlos.
Así que lógicamente, al oír el nuevo ritmo, los poetas de Castillejo toman por extranjeros nada menos que a Boscán y Garcilaso. Ante esa actitud, quizá se preguntarían estos, ¿se puede pactar con el castillejismo? ¿O hay que cancelarlo, incluso derogarlo? (admitamos la dudosa sintaxis al uso). Boscán polemizó en una famosa epístola. Sin embargo, Garcilaso no respondió con igual moneda a la hostilidad declarada y nunca perdió tiempo en condenar los octosílabos. De hecho, sabía componer típicas coplas cortesanas, pero prefirió dedicarse a sus nuevas estrofas, y así entró por derecho propio en el Parnaso.
No caben fusiones contra natura. En vez de chocar con el octosílabo, a Garcilaso se le ocurrió coaligar los versos de once con los de siete, que combinan perfectamente. Se alió con el heptasílabo, ese caballo de Troya, ese tránsfuga, quintacolumnista y botifler en las filas de los versos de arte menor, que robando una sílaba adecua su ritmo al de once, y permite construir las silvas que tan armónicas suenan: «Si de mi baja lira / tanto pudiese el son que en un momento…». Desde esa lira, jamás se ha roto su alianza.
Pero el triunfo de Garcilaso no fue acabar con los romances, sino dar entrada a un nuevo ritmo. El endecasílabo es lo mejor que le ha llegado a España desde Escipión, pero no supuso la muerte del octosílabo patrio. Antes bien, lo sacó del amaneramiento cortesano que lo anquilosaba entre moquetas palaciegas, y así lo hizo revivir como fuente inagotable tanto de narrativa poética como de lírica popular. El verso de once renovó al de ocho.
Es más, el propio Castillejo acabó pactando con los nuevos poetas. Y no sólo cuando al final de la 'Reprensión', pese a encontrar sus versos blandos e insípidos, admite a regañadientes su valía: «Al cabo la conclusión / fue que por buena crianza / y por honrar la nación / de parte de la invención / sean dignas de alabanza». El pacto, bienhumorado y generoso, se nota sobre todo en que el propio poema de Castillejo, con series octosilábicas trufadas de sonetos, deja bien claro que ambos ritmos pueden coexistir de maravilla en una distribución ordenada de cada estrofa.
De este pacto entre diferentes surgió lo mejor de nuestra literatura: menos de un siglo después, Lope y Calderón saltan de parrafadas en romance a arias en endecasílabos, y en su teatro cada estrofa contribuye, con su cambio de ritmo, a caracterizar personajes, y transmitir distintos estados de ánimo a un público que adoptó los dos ritmos como propios. Los grandes poetas de España e Hispanoamérica, de Sor Juana al 27, llevan más de cuatro siglos utilizando ambos ritmos por igual. Y es que ya en el 'Viaje del Parnaso' cervantino, provistos de buenos versos de arte mayor y menor, derrotaban unidos en la batalla final a los poetastros de confusos alaridos.
Por suerte, el afán de nuestra política por enfocar su quehacer en rimas y teatro, más que en aburrida lógica y enfadosos números, nos permite ser optimistas: porque la historia poética de España, esa sí, siempre termina bien. ¡Garcilasos! ¡Castillejos! ¡Uníos! La España endecasilábica y la octosilábica pueden pactar y, antes o después, pactarán. Quizá incluso aparezca un manuscrito de Castillejo en que el soneto antes citado continúe con un estrambote de versos añadidos, donde los antiguos poetas adecuan su oído a la nueva métrica y admiten en su Parnaso a Garcilaso y Boscán. Algo como:
Pero al cabo el sentido a su mensaje
se ajusta y ya contentos de armonía,
por poetas los tienen verdaderos.
Que el de once para el de ocho no es azote,
sino el modo en que se hace rica y plena
una España más grande y más serena:
una España que vote este estrambote.
Miguel Herrero de Jáuregui es catedrático de Filología Griega en la Universidad Complutense de Madrid.