Garrotazos y nuevas intenciones

Del piadoso maltrato al eccehomo del santuario de Borja importa menos el desaguisado pictórico que el potencial alegórico; la explotación mediática, e incluso los peregrinos peregrinajes posmodernos, que el énfasis puesto en las «buenas intenciones» de la restauradora amateur. Salvando las distancias, también hubo desaguisado —y tampoco hubo dolo— en la más conocida restauración de Salvador Martínez Cubells, el experto que arrancó de las paredes de la Quinta del Sordo las Pinturas Negras de Goya por encargo de un banquero francés y filantrópico, trasladándolas a lienzo y repintándolas.

Sólo ahora, casi un siglo y medio después, gracias a la digitalización de los viejos negativos tomados por el fotógrafo Jean Laurent en la villa del Manzanares, hemos sabido de la falsedad de algunas premisas sobre las que se habían ido levantando interpretaciones y edificando simbolismos que ya no valen nada. Porque las Pinturas Negras no sólo plasmaron las visiones de un genio arrebatado y aquejado de saturnismo; también contribuyeron a modelar una idea de España.

En estas páginas se ha ocupado Jesús García Calero del estudio de Carlos Foradada, responsable de las primeras conclusiones expertas tras la digitalización de las placas de cristal de Laurent. Vendrán más. Estamos obligados a contemplar con nueva mirada las catorce obras vulneradas. Los ojos de Saturno devorando a un hijo no dicen lo que decían; el Perro semi hundido exhibía lomo, no era una cabeza inserta en el primer cuadro abstracto de la historia, sino un can que miraba a los pájaros volar sobre las rocas.

Tras el asombro pictórico, y dado el ascendiente de Goya y de su obra, será necesario revisar asimismo los malentendidos culturales e históricos desencadenados por las buenas intenciones de Martínez Cubells. Y, en este punto, creo que la leyenda más afectada será la del Duelo a garrotazos. Observa Carlos Foradada: «La capa de tierra aportada por Cubells en el proceso de restauración enterró las piernas de los contendientes prácticamente hasta sus rodillas, de tal modo que modificó ampliamente la naturaleza de la obra, pero de manera muy especial el alcance del suceso representado en ella». ( La observación recíproca. Nueva interpretación de Duelo a garrotazos).

Alto. Si los personajes no tenían originalmente las piernas enterradas, la buena fe intelectual nos obliga a revisar los efectos culturales del que ha sido punto focal favorito de los pensadores con aflicción española crónica. ¿O sería mejor decir antiespañola? Una desmitificadora nota a pie de página tendría que lastrar por siempre, inutilizándolas, tantas reflexiones como vieron en la magistral pintura del aragonés la exhibición desnuda y sobrecogedora del cainismo español, inveteradas tradiciones fratricidas de crueldad sin parangón, «las dos Españas» avant lalettre, ciegas de ira, condenadas a matar o morir, sin escape posible. Goya habría intuido que, a diferencia del resto de animales racionales e irracionales, el hombre español, amenazado, no puede escoger entre la lucha y la huida; sólo puede pelear. Ahora y a muerte.

Bien, todo era humo, licencias literarias, afectación, prejuicio. Daños colaterales de las buenas intenciones de un señor con bastantes más nociones que Cecilia Giménez, la espontánea del santuario de Borja. Martínez Cubells era el más renombrado especialista del país si se trataba de acometer la empresa encargada por el nuevo propietario de la Quinta del Sordo. No en balde fue principal restaurador del Museo del Prado. Y un pintor no desdeñable.

Su decisión de hacer desaparecer las piernas tendrá con el tiempo imprevisibles consecuencias, puramente estéticas, en el teatro y en el cine, desde la alusión surrealista en la escena final de El perro andaluz, de Buñuel y Dalí, al guiño de la pelea de Jamón,jamón, de Bigas Luna, pasando por Llanto por un bandido, de Saura. El problema es que la decisión también habrá alimentando como ningún otro icono la leyenda negra, atrapado a la Generación del 98 y poblado con recurrente metáfora escritos y discursos de los años treinta, los del efectivo fratricidio.

Aunque Martínez Cubells actuara de acuerdo con los estándares técnicos de su época, la tecnología ha desmontado el símbolo principal con que se han flagelado varias generaciones. Aun aceptando la posibilidad de que el Duelo a garrotazos sí aludiera al conflicto político de la época, las piernas estaban libres, y eso derrumba la semiosis. Es de justicia poética que el responsable se torne, a su vez, símbolo. S in necesidad de acudir al refranero y su infernal empedrado, tan genérico, las buenas intenciones han sido y siguen siendo patente de corso de aprendices de brujo cuya frivolidad ha propiciado guerras, ruina y desolación. Pienso en la izquierda burguesa de la Segunda República; pienso, ay, en el bueno de Azaña. Las buenas intenciones excusan al político iluminado, eximen al indignado que busca justicia material, exculpan a cuantos ingenieros sociales experimentan sobre las vidas ajenas para acercarlas a su concepto de felicidad o de igualdad.

Merece la pena recordar el modo distinto en que enfocaron el asunto Ingmar Bergman y Jean François Revel; el artista sueco y el pensador francés, que murieron octogenarios en la primera década del siglo XXI, ilustran una bifurcación insalvable de la intelectualidad occidental. Sus horizontes son distintos, como lo son los problemas que plantean. Cuando Bergman escribió para el cine la historia de sus padres, escogió como título

Las mejores intenciones. La acción transcurre a principios del siglo XX y recrea un conflicto en dos escalas: una familia de clase alta no acepta la relación de su hija con un pobre estudiante; al fondo, el contexto de una huelga general. Con las mejores intenciones se amarga la vida a los seres queridos.

Qué no sucederá con los desconocidos cuando se invoca el grandioso concepto de Humanidad para sacrificar vidas, patrimonios e intereses reales en el altar de una abstracción. Si Bergman puso el foco en lo que amamos, enmarcándolo en la lucha de clases, el liberal Revel se dio cuenta del rol hemipléjico que las buenas intenciones juegan en la política contemporánea: a la izquierda se la juzga por ellas; a la derecha, por sus peores actos.

Por Juan Carlos Girauta, periodista.

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