Gary Cooper que estás en los cielos

Por Pedro González-Trevijano, rector de la Universidad Rey Juan Carlos (ABC, 06/01/06):

HACE unos días saltaba a las páginas de los periódicos, y además con profusión, la noticia de la muerte de un pasajero sospechoso de terrorismo en el Aeropuerto de Miami. Un agente federal norteamericano disparaba y ponía fin a la vida de un viajero de la línea American Airlines, procedente de Medellín, que iba a tomar un avión con destino a Orlando, ante la sospecha de que pudiera portar una bomba en su equipaje de mano y el peligro de hacerla estallar. Según parece, el hombre intentó huir, cuando dos agentes federales le dieron el alto. Más tarde se sabría, no obstante, que se trataba de una persona con un cuadro agudo maniaco-depresivo, y que sus convulsos ademanes se debían, simplemente, a que no había tomado la pertinente medicación. Y para que nada faltara en el trágico suceso descrito, su esposa intentó advertir a los agentes de la enfermedad de su marido. Pero, tristemente, no fue posible, y éste fallecía a las pocas horas en un cercano hospital, víctima de los disparos sufridos.

Pues bien, en la actualidad existen -se nos dice- más de seis mil agentes de seguridad, conocidos popularmente como air marshals, camuflados entre el pasaje en los vuelos de entrada a los Estados Unidos, después de los atentados del 11-S. Una medida -con antecedentes en los años setenta y durante la Administración del presidente Reagan en 1985- que, si ya fue controvertida en el momento de su establecimiento en los propios Estados Unidos, y rechazada de plano por los gobiernos europeos, ha vuelto a abrir el debate sobre su conveniencia. No hay duda, la «regla de enfrentamiento», reguladora de tales actuaciones, es extraordinariamente expeditiva, y en la práctica irreversible: «La amenaza debe ser inmediatamente neutralizada».

Aunque, en realidad, detrás del mentado proceder nos retrotraemos a la ya tradicional y enfrentada dialéctica entre el inexcusable aseguramiento de la seguridad y el paralelo respeto a la libertad y la proporcionalidad de las medidas que haya que adoptar. Seguridad y libertad, libertad y seguridad, como ya acontecía desde los primeros tiempos de la filosofía empírica inglesa, vuelven expresamente a situarse en el punto de mira de la reflexión. Pero en este caso, no sólo en las prestigiosas aulas británicas, sino en los cielos de sus antiguas colonias americanas y hoy dominantes Estados del siglo XXI. Hobbes y Locke, Locke y Hobbes, siguen siendo pues los dos pensadores -ambos asimismo anglosajones- referentes en tan inveterada y enconada disputa argumental.

De un lado, nos hallaríamos con Thomas Hobbes, el estudiante de Oxford e impenitente viajero por Inglaterra y Francia, imbuido del individualismo de los antiguos sofistas, deudor del pensamiento de Tucídides y heredero de un nominalismo voluntarista refugiado en la capital londinense; y de otro, John Locke, padre de la Ilustración británica y teórico de la Revolución inglesa, al tiempo que oráculo máximo del liberalismo individualista. Ellos continúan presidiendo las disquisiciones filosóficas y políticas sobre seguridad y libertad trescientos años después de sus fallecimientos.

Efectivamente, para Hobbes, en el estado primitivo de naturaleza (status naturalis), donde priman los instintos naturales, los hombres se conducen como animales: «La naturaleza ha dado a cada uno derecho a todo, es decir, en el puro estado natural... le era a cada cual permitido hacer cuanto quisiera y tomar en posesión, usar y gozar de lo que quiera y pudiera... La naturaleza les ha dado todo a todos (ius omnium in omnia)». Una situación, sin embargo, a la larga, de imposible convivencia, ya que la vida del hombre equivalía en la práctica a la guerra de todos contra todos (bellum omnium contra omnes). Un problema que se resolverá con la suscripción del llamado contrato social (status civiles). En él, y ésta es la idea principal de la construcción materialista y mecanicista de Hobbes, el individuo se despoja de su libertad y realiza una cesión íntegra de sus derechos en el Estado con la finalidad de asegurarse el orden, la paz y la seguridad. O, expresado en sus propias palabras, «el hombre no es social por naturaleza, sino por necesidad» (ad societatem homo aptus non natura, sed disciplina factus est). Había nacido el Estado omnipotente y absoluto, el Leviatán, la única fuente de cualquier moral y derecho. La voluntad del Estado aparece por tanto como la exclusiva razón de la ética y la justicia; esto es, «la autoridad, y no la verdad, hace la ley» (auctoritas, non veritas facit legem). La razón es bien simple. Solamente el Estado pone coto a la inseguridad, el desorden y la lucha entre los hombres, considerado, según el conocido adagio, como «un lobo para el hombre» (homo homini lupus).

Para Locke -también estudiante en Oxford e inquieto trotamundos por tierras de Inglaterra, Francia, y hasta refugiado en Holanda-, por el contrario, el estado natural primitivo conoce ya una ley natural que preceptúa el carácter libre e independiente de todo hombre, mientras proscribe cualquier molestia contra su vida, salud, libertad y propiedad. El contrato social (original compact) se explica, ahora, desde la debida preservación de los derechos personales, entendidos como naturales, inalienables e imprescriptibles. Y es que, si bien en el estado de la naturaleza los hombres disfrutan de sus derechos más sagrados, éstos carecen de su necesaria garantía y de una eficaz sanción. Es decir, se echan en falta la ley positiva, una organización judicial y una policía pública. Pero no existe, en ningún caso, enajenación de derechos en el Estado, cabiendo, incluso, un derecho de resistencia frente a éste. El poder estatal se ostenta, en consecuencia, en depósito (political trusteeship), teniendo por principal objetivo la salvaguardia de los derechos, mientras se vela por el común bienestar, y de manera particular por la propiedad (property). Un poder que, en evitación de un ejercicio ilimitado y arbitrario, habrá que fraccionar -aquí se encuentra ya el germen moderno de la teoría del principio de separación de poderes que elaboraría más tarde Montesquieu-: el poder legislativo, el más relevante, el poder ejecutivo y el poder exterior o federativo.

Desde dichos planteamientos, ¿cuál es la caracterización de una seguridad pública en un orden constitucional asentado en un Estado de Derecho?; ¿dónde se encuentran los límites al orden público en una sociedad democrática?; ¿hasta dónde puede llegar el Estado en la adopción de ciertas medidas?; ¿son aceptables conductas de control sobre acciones de peligro abstracto como la examinada?; ¿dónde se halla el límite al ejercicio de las acciones restrictivas de derechos?; y, por fin, ¿son políticamente asumibles por la ciudadanía errores graves e irreparables como el referenciado?

La discusión se encuentra, y además desde hace tiempo, dada la grave y explícita amenaza terrorista -recordemos el abatimiento a tiros de un ciudadano brasileño en el metro de Londres-, encima de la mesa. Por más que la imagen de sheriff ejemplar la tenga irreversiblemente fijada en mi memoria a la silueta enjuta y noble de Gary Cooper y su papel de marshal Will Kane en la magnífica película de Fred Zinnemann -por la que ganaría su segundo Oscar-, Solo ante el peligro. Entiendo por ello la añoranza de la fallecida Pilar Miró por el llorado actor norteamericano en su autobiográfica película Gary Cooper que estás en los cielos. Éste, y no estos sheriffs aéreos, aunque surquen los cielos, es el que a mí, al menos, continúa acompañándome.