Garzón y el honor de los Prizzi

El 13 de octubre de 1998, el abogado Joan Garcés me informó de que Amnistía Internacional le había comunicado que Augusto Pinochet Ugarte había viajado a Londres para someterse a una operación quirúrgica. No obstante, poco podía hacer, ya que el juez competente era Manuel García Castellón. Por eso recomendé a Garcés que hablara con mi colega. Pero desconfiaba de la diligencia de García Castellón. Así que, paralelamente llevé a cabo gestiones discretas a través de Interpol para que me concretaran al máximo la situación y de esta forma actuar sobre seguro. García Castellón aceptó tramitar una comisión rogatoria para interrogar en Londres al dictador chileno. Yo no podía hacer nada. Sin embargo, la historia o el destino, quién sabe, tenían sus propios planes. Mis gestiones con la Interpol dieron su fruto. Los acontecimientos se precipitaron. El viernes 16 de octubre yo había admitido, a primera hora de la mañana, una nueva querella contra el dictador chileno por genocidio, torturas y terrorismo, por su implicación en la llamada Operación Cóndor. Unas horas más tarde, la policía británica me informó de que Pinochet había pedido el alta voluntaria en el hospital en que estaba internado. O se cursaba una orden de detención o nadie podía impedir que volviera a su país».

La persona que escribe esto es, sin duda, el principal enemigo del juez Baltasar Garzón Real, es decir, el propio magistrado. Lo hace en su libro Un mundo sin miedo páginas 193 y 194. En la obra, el titular del Juzgado de Instrucción 5 de la Audiencia Nacional narra, con la precisión de un cirujano, como se produjo la caza del tirano Pinochet en Londres. El abogado Joan Garcés, parte en la causa, le cuenta al juez que Pinochet está en Londres. Le manda a hablar con García Castellón, el único juez competente, pero como «desconfiaba de su diligencia», supuestamente a sus espaldas se pone en contacto con Interpol «para actuar sobre seguro». Cuando sus gestiones con Interpol «dan su fruto», Garcés y otros presentan una querella en su juzgado por la Operación Cóndor. El titular del juzgado central 5, en lugar de trasladarla a García Castellón -al que le correspondía acumularla al sumario que instruía en virtud del «principio de antigüedad»-, sin practicar una sola diligencia redacta una orden de detención contra Pinochet, al que imputa los delitos de genocidio, torturas y terrorismo y salta al estrellato mundial.

Obviamente, estoy totalmente de acuerdo con que al genocida Pinochet y a todos los sátrapas del mundo hay que meterlos entre rejas. Pero no sólo a los de Latinoamérica, sino a Hassan II, a Teodoro Obiang y a otros muchos contra los que se han presentado denuncias en la Audiencia Nacional.

Y aquí no vale decir, como ha dictaminado el Constitucional, que los jefes de Estado y de Gobierno en ejercicio gozan de inmunidad por muy canallas que sean contra sus pueblos, amparándose en el principio de reciprocidad jurídica, ya que el Rey Juan Carlos es inviolable según nuestra Constitución. Todos sabemos que el Rey de España, campeón de los derechos humanos, no va a cometer nunca delitos de lesa humanidad. Entonces, ¿por qué esperar a detenerlos y juzgarlos cuando están viejos y chochos, a punto de irse para el otro mundo, en lugar de hacerlo cuando están cometiendo sus crímenes?

No estoy de acuerdo, en cambio, ni pienso que ser humano alguno que crea en la Justicia lo esté tampoco, con los métodos que el juez Garzón dice que empleó para atrapar al anciano genocida chileno. Por eso comparto la perplejidad del director de EL MUNDO cuando los jueces instructores de la Audiencia Nacional acuden en bloque a quejarse ante el Consejo General del Poder Judicial en defensa de la integridad profesional de don Baltasar Garzón Real por la reciente apertura de una «causa general» contra el franquismo por hechos ocurridos hace 70 años o más.

Los ciudadanos y, en mayor medida los periodistas, como creadores de opinión, tenemos la obligación de defender un sistema judicial que tenga como lema la independencia, la inamovilidad de jueces y magistrados en sus cargos, la unidad jurisdiccional y el recto ejercicio de la potestad jurisdiccional sin desviaciones que permitan a individuos como Emilio Rodríguez Menéndez escaparse de la acción de la Justicia.

Defendiendo estos principios, inherentes a la carrera judicial, nos estamos defendiendo a nosotros mismos. Pero, al mismo tiempo, debemos reclamar la igualdad ante la ley, la tutela judicial efectiva, la libertad y la seguridad jurídicas, la igualdad de armas entre las partes en el proceso penal (y no asistir al bochornoso espectáculo de ver a algún magistrado querellado o demandado por un periodista salir del despacho del juez penal antes de celebrarse la vista oral) y la neutralidad e imparcialidad del juez en sus actuaciones.

Muchas de esas garantías, exigibles a todos los órganos judiciales, no parecen ser las más habituales en la persona de don Baltasar Garzón. Basta leer algunos de los libros publicados sobre sus actuaciones, y no desmentidas nunca por el instructor, para enterarse de que ha prefabricado pruebas, ha ido a la Moncloa a entrevistarse con Felipe González con el sumario de los GAL en un maletín, ha coaccionado a algunos testigos y ha rehecho supuestamente algunos sumarios, como el de Monzer Al Kassar (otro personaje no recomendable pero que tiene derecho a una Justicia justa), mandando cambiar informes policiales, autos, etcétera. Pese a ello, resultó absuelto.

El colmo de las presuntas arbitrariedades presuntamente perpetradas por este magistrado ocurrieron en 1998, cuando la Asociación de Familiares y Amigos de Víctimas del Genocidio de Paracuellos del Jarama pidió que se procesara a Santiago Carrillo, en aplicación de la nueva doctrina sentada por la Audiencia Nacional en el caso Pinochet y los dictadores sudamericanos, que conllevaba la aplicación retroactiva del delito de genocidio, incorporado a nuestro derecho positivo en 1995.

Garzón inadmitió la querella ad limine (de plano) por supuesta falta de legitimidad de los denunciantes, sin llamarles siquiera a ratificarse ni pedirles que acreditaran su personalidad jurídica (error habitualmente subsanable por otros instructores). Además, les acusó de «falta de rigor jurídico, mala fe procesal, abuso de derecho y fraude le ley». Para rematar la faena, sólo le faltó imputarles, como hizo con los denunciantes del asunto del ácido bórico.

Cuando los querellantes le recusan, el juez, sin encomendarse a nadie, resuelve por sí solo y a su favor el incidente procesal por «falta de legitimación». Un recurso de reforma se pierde en los juzgados de Plaza de Castilla y otro lo falla a su favor. En definitiva, él se lo guisa y él se lo come.

En el último de sus autos, de fecha 6 de marzo de 2000, haciendo suyas las palabras del fiscal, dice: las leyes de amnistía de 25 de noviembre de 1975 y de 14 de marzo de 1977 «vedan de forma total y absoluta cualquier posibilidad de reiniciar la persecución penal por los actos realizados en nuestra Guerra Civil».

El principio de que ningún juez u órgano jurisdiccional debe ir en contra de sus propios actos, sin embargo, no parece alcanzar a Garzón, a la vista de sus últimas actuaciones sobre Batasuna y el caso que nos ocupa. A comienzos de semana se supo que desestimando los mismos argumentos del Ministerio Público, el juez abría un macrosumario sobre las víctimas del franquismo, atendiendo a las aspiraciones de varias asociaciones de perjudicados por el llamado bando nacional, que de ser justas deberían hallar su cauce en la justicia ordinaria, y no en escandalosos macroprocesos que, al final, se quedan en nada.

Y es que tras algunas de estas asociaciones hay elementos de la extrema izquierda irredenta sudamericana (los autos y providencias de Garzón están todos en la web del grupo Nizkor, por ejemplo), ex fiscales anticorrupción mezclados con juristas de Izquierda Unida (los mismos que han intentado procesar a José María Aznar por la guerra de Irak), intentando abrirse un hueco político a costa de desenterrar los muertos del bando contrario durante la Guerra Civil y echarle, de paso, una mano al Gobierno echando tierra sobre la profunda crisis económica que vive el país.

Porque lo que nadie se cree es que Garzón, un juez criminal con competencias de ámbito nacional en determinadas materias se vaya a dedicar a contar las víctimas de uno de los bandos de la Guerra Civil. ¿O alguien se imagina al juez más popular de España y de parte del extranjero haciéndole el trabajo al Instituto Nacional de Estadística? Algo que sus compañeros de instrucción deberían tener en cuenta antes de calificar de «injustas y arbitrarias» las críticas de la prensa, y de este periódico en especial, a su trabajo. Ni el corporativismo ni el honor de los Prizzi ayudan precisamente a la Justicia.

José Díaz Herrera, periodista y escritor. Entre sus obras se encuentra el libro Garzón: juez o parte, La Esfera de los Libros.