Gastos e ingresos para la reconstrucción

La crisis actual ha obligado a nuestro Gobierno a crear una Comisión parlamentaria para la reconstrucción económica, como lo han hecho otros países. He comparecido ante esa Comisión, a petición de sus miembros, para expresar mis opiniones al respecto y entregarlas además por escrito. Dadas las limitaciones de espacio de esta Tribuna, aquí expondré solamente mis ideas sobre gastos e ingresos públicos.

En mi opinión, el gasto público debería gestionarse aplicando tres importantes reglas de conducta. La primera, revisar a fondo todas sus partidas para eliminar las repetidas o las desencajadas de la realidad actual. La segunda, la exclusión mientras dure la crisis de todo nuevo gasto público de consumo, salvo los necesarios para el funcionamiento de las nuevas inversiones. La tercera, que solo se permitan nuevos gastos públicos si se destinan a la formación de capital físico o humano o a transferencias temporales a personas sin recursos.

Como se necesitarán importantes cantidades de gasto para reconstruir nuestra economía y como en los meses anteriores a la crisis una política imprudente hizo que los gastos y el déficit crecieran en exceso, la primera tarea que habría que acometer sería la de revisar todos los gastos siguiendo criterios de base cero para comprobar si responden realmente a auténticas necesidades públicas o si se encuentran repetidos en los distintos niveles de la Administración. Así podrían ahorrarse recursos para emplearlos en las actividades que ahora resultan auténticamente necesarias. Esa revisión debería ser complementada con una disciplina estricta que evitase nuevos gastos públicos de consumo, con la excepción indicada, y para redirigir recursos hacia la formación de capital físico o humano y hacia transferencias temporales a personas sin recursos para garantizar su supervivencia, con normas que impidan que los beneficiarios olviden la búsqueda de empleo.

La formación pública de capital debería concretarse en inversiones que impulsen la producción privada o reduzcan sus costes. Las infraestructuras en redes –carreteras, ferrocarriles, puertos, distribución de energía, agua y saneamiento, telecomunicaciones y otras similares– deberían ser especialmente atendidas, de modo que terminemos contando con servicios de alto nivel y bien distribuidos geográficamente. Se debería prestar especial atención a las inversiones en sanidad y en las reservas estratégicas de material de esa naturaleza, para que no nos vuelva a sorprender otra pandemia con deficiencias importantes de personal sanitario, instalaciones y recursos. La formación pública de capital debería dirigirse también a la enseñanza e investigación. Hay que renovar a fondo las Universidades españolas para que se adapten a nuestras necesidades, además de crear en su seno instituciones de investigación que dispongan de recursos bajo estrictos criterios de competencia. También resultará necesario promover las enseñanzas profesionales, contando con las empresas como centros de formación.

El último bloque de especial atención sería el de las transferencias temporales a personas sin recursos. Deberíamos ser generosos en esta tarea para coadyuvar a la superación rápida de la crisis. Sin embargo, esas acciones tendrían que evitar dos riesgos importantes. Uno, el de la trampa de la pobreza, porque muchos de los que reciban los subsidios podrían acomodarse a su cuantía y no buscar trabajo. Dos, el de cómo terminar con el subsidio cuando la crisis se haya superado. Las experiencias de otros países podrían servirnos de guía en el diseño de las medidas oportunas. El reciente Ingreso Mínimo Vital parece que no cumple adecuadamente esos elementales requisitos.

Las cifras de gasto que pueden generarse con esas políticas serán muy importantes y puede que, sin contar con los posibles ahorros, terminen alcanzando valores relativos situados en el 50-55% del PIB en este año, frente al 41,9% sobre el PIB de nuestro gasto público en 2019. Tendrán que ser muy elevadas las capacidades humanas necesarias para diseñar grandes proyectos de gasto y ponerlos en marcha eficientemente.

Los impuestos deberían ser suficientes para financiar el gasto público sin afectar a las condiciones que hacen que los ciudadanos trabajen, ahorren e inviertan porque, en caso contrario, pondrían en grave riesgo la reconstrucción. Los impuestos actuales no podrán financiar los cuantiosos gastos necesarios y pronto surgirá la tentación de subir las tarifas impositivas o buscar nuevas y sorprendentes figuras que reduzcan la brecha entre gastos e ingresos, con gran satisfacción para los ideólogos del alza en los impuestos hasta límites confiscatorios. Frente a esas actitudes existe, sin embargo, la defensa de votar con los pies, lo que deja sin sentido ese tipo de acciones en países que protejan la libertad y el respeto a los legítimos intereses de los individuos, familias y empresas. Pero esa posibilidad no importa demasiado a tales ideólogos, porque conocen que la opción de votar con los pies no está al alcance de todos. Las grandes empresas y las personas de altos niveles de ingresos tendrán pocos problemas para huir, pero las clases medias difícilmente podrán seguir ese camino. Expulsar a las clases altas y empobrecer a las clases medias ha sido siempre un importante objetivo para esas ideologías.

Por otra parte, el camino de inventar nuevas y sorprendentes figuras tributarias suele acabar también en fracaso porque los cuadros tributarios de los países más avanzados son hoy casi iguales y fruto de una evolución histórica de siglos. Poco puede esperarse, pues, de esas búsquedas urgentes de nuevos impuestos porque, además, las nuevas figuras pueden acabar espantando a los inversores internacionales. No se piense, sin embargo, que nada puede hacerse en materia de impuestos, pues quedan muchas tareas pendientes en el ámbito tributario. La primera de ellas, como recomendaba el Informe para la reforma fiscal de 2014, la de revisar a fondo el complejo mundo de las exenciones, deducciones, bonificaciones y regímenes especiales, incluyendo los tipos reducidos del IVA, pues casi todas esas excepciones fiscales suelen ser instrumentos inútiles para alcanzar las finalidades que aparentemente pretenden. Podrían suprimirse mejorando notablemente la recaudación, aunque quizá no en esto momentos, como más adelante se comenta.

Otra tarea que debería emprenderse es la de revisar a fondo el impuesto sobre sociedades. Éste no debería ser superior al de otros países de la Unión Europea, pero tampoco inferior, pues en ambos casos distorsionaría la competencia y podría producir desplazamientos de entidades hacia entornos menos gravosos. Con ese criterio a la vista, en otros países ya se está corrigiendo la discriminación que este impuesto introduce en favor de la financiación mediante endeudamiento y contra la financiación mediante capital. Corregir ese problema resultaría de gran importancia. Igualmente lo sería la adopción de similares criterios en el tratamiento de los beneficios obtenidos por inversiones y establecimientos en el extranjero.

Finalmente, no cabe duda de que el gravamen de las empresas transnacionales, especialmente de las de base tecnológica avanzada, constituye un problema no solo para España sino también para la mayoría de nuestros socios en la Unión Europea. Por eso su gravamen debería ser objeto de soluciones conjuntas en el seno de la UE pero no de acciones españolas independientes porque nuestros socios europeos podrían competir contra nosotros y, además, correríamos el riesgo de sanciones o represalias por parte de los países que son sedes centrales de esas empresas, lo que resultaría difícilmente eludible.

Nuestros déficits públicos han solido tener un fuerte componente estructural. Por eso, incluso en situaciones de fuerte expansión económica, las Administraciones Públicas españolas han incurrido en déficits, en lugar de alcanzar el equilibrio o el superávit en sus cuentas. Pero ahora soportamos una crisis como ninguna otra, y deberíamos, con exquisita prudencia, mantenernos en déficit hasta que la superemos, corrigiendo sus componentes estructurales mediante la reforma del gasto público. Probablemente sea esa la mejor decisión por ahora y ello conduciría a posponer algunos prudentes aumentos impositivos hasta que nuestra economía haya superado la crisis. Reconstruyamos nuestra economía incluso, si fuera posible, con medidas de reducción de impuestos, como las adoptadas por Alemania (con un superávit del +1,4% del PIB), Reino Unido (déficit de -2,1%), Francia (-3,0%) e Italia (-1,6%) si nos lo permitiesen los financiadores europeos, que no van a estar muy proclives hacia políticas demasiado expansivas con Gobiernos que históricamente se han saltado casi todas las reglas y compromisos comunitarios. Después puede llegar el momento de reformar sensatamente la imposición. De ahí que la política inmediata ahora sea la de reformar a fondo nuestros gastos públicos, reduciendo incluso sus niveles actuales para que los déficits y el endeudamiento originados por la reconstrucción no se disparen.

Manuel Lagares es catedrático de Hacienda Pública.

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