Gato por liebre

La muerte de Adolfo Suárez ha dado pábulo a toda clase de reacciones en el circo de la política. Como era de esperar, muchos de quienes le apuñalaron en vida lloran ahora públicamente su marcha con lágrimas de plañideras. Y cada cual da rienda suelta al particular mercadeo de los diversos productos que quieren vender a los españoles. De modo que el gato por liebre está a la orden del día.

El domingo pasado, por ejemplo, el mismo periódico que durante años ha tratado de convencer a sus lectores de que Aznar tenía razón y fue ETA, no Al Qaeda, la responsable de los actos terroristas de Atocha, anunciaba a toda página que en el caso del 23-F (el Ejército español contra la democracia) en realidad el golpe de Estado no fue abortado por el Rey, sino más bien inducido. Se sugería, eso sí, que al írseles la mano a sus chapuceros ejecutores, el Monarca habría rectificado sobre la marcha. En consecuencia, el actual conductor de Izquierda Unida, que sin duda no ha leído a su predecesor Santiago Carrillo, se rasgó las vestiduras ante las cámaras de televisión, especialmente las que son propiedad del editor del libro en que se propagan dichas conjeturas. Una obra, por cierto, tan voluminosa en páginas como endeble en revelaciones, pues la mayoría de lo que en ella se dice ha sido publicado repetidas veces a lo largo de los años, como por otra parte ponen de relieve las numerosas notas a pie de página que incluye. El señor Cayo Lara dijo dar por buena la interpretación del diario si no había una rectificación inmediata de la Zarzuela (“el que calla otorga”, aseveró), llegando a insinuar que el del 23-F pudo ser un autogolpe. Por si fuera poco, la misma televisión que organizaba acalorados debates sobre idéntico tema había programado semanas antes un falso reportaje, una auténtica invención dolosa, que venía a defender tesis más o menos parecidas: el golpe habría sido algo simulado para tratar de reconducir a partir de él la caótica situación del país. En mi opinión la permisividad, que diría Carrillo, ante tantas vulneraciones de los más elementales principios profesionales y deontológicos del periodismo puede derivar, de hecho lo ha conseguido en parte, en que algunos sectores duden del papel del Rey en el golpe de Estado. Ahora precisamente que su imagen parecía comenzar a recuperarse.

No me gustan las teorías de la conspiración y prefiero suponer que todo esto emana de la necedad de las gentes, de su falta de criterio o sus deseos de notoriedad, lo que no evita el daño que produce en un momento de graves dificultades para la convivencia de los españoles. Durante años se ha hecho correr la especie de que no sabemos toda la verdad de lo sucedido aquel mes de febrero de 1981. Es una aseveración acertada si se refiere a que nunca se han narrado con claridad suficiente las implicaciones civiles del golpe. Pero que no sepamos toda la verdad no significa que no sea verdad todo lo que sabemos. Quienes vivimos el 23-F y, por unos motivos u otros, estuvimos en contacto aquella noche con el palacio de La Zarzuela y con los responsables políticos y policiales que no se encontraban secuestrados en el Congreso, fuimos testigos de dos hechos a mi juicio irrefutables: el primero, que el golpe triunfó en una primera instancia, avalado por un considerable número de generales con mando en plaza; el segundo, que la actitud del Rey fue decisiva, definitoria, para que los rebeldes depusieran las armas y fueran posteriormente juzgados y condenados.

En la primavera de 1980 asistí con varios intelectuales y políticos a un congreso sobre la Transición en la universidad de Vanderbilt, Nashville. Estaban allí, entre otros, Manuel Fraga, Pilar Miró y Juan Goytisolo, ante los que protagonicé una discusión con el historiador Raymond Carr cuando avisé del peligro de un golpe militar en España. No lo hice porque tuviera información privilegiada de ningún tipo: aquella era la comidilla en los círculos políticos y periodísticos de Madrid. El caldo de cultivo en el que crecía semejante amenaza era una situación más que azarosa del Gobierno presidido por Suárez, víctima este de sus propios compañeros de partido que querían su dimisión a toda costa, acosado por la jerarquía católica que se oponía frontalmente a la ley del divorcio, y vilipendiado por los militares que pedían más mano dura contra el terrorismo y menos cesiones a las autonomías. Los socialistas presentaron una moción de censura a principios del verano que, aunque perdieran por la mayoría aritmética de los votos, erosionó enormemente el prestigio del presidente. La situación económica era alarmante, crecían las cifras del paro, y la oligarquía financiera consideraba que Suárez no era la persona adecuada para gobernar.

O sea que la dimisión de Suárez quizás cogió a muchos de improviso por el momento en que se llevó a cabo, pero no sorprendió a casi nadie. La querían los miembros de su partido, incluidos algunos de sus ministros, los militares, los obispos, la oposición y hasta el Rey. Pero como el propio Suárez se encargó de explicar durante años y tuvimos ocasión de oírle decenas de veces, nadie le destituyó (nadie, salvo el Parlamento, podía hacerlo), se marchó por propia decisión una vez que comprendió que era lo mejor que podía hacer por sí mismo y por España. Aunque sus colaboradores le habían informado sobre la Operación Armada y conocía las presiones de los militares a los que se había enfrentado personalmente, nunca supuso que se estuviera fraguando un golpe de aquellas características. “Si no, no me hubiera ido”, confesaría años más tarde a numerosas personas, entre las que me encuentro. Y estoy seguro de ello, porque no era ningún cobarde. También comentó repetidas veces que tras el golpe le dijo al Rey que estaba dispuesto a retirar su dimisión, lo que pone de relieve su integridad moral y su espíritu de servicio, amén de la absoluta incapacidad que tenía para interpretar la verdadera situación del país y el poco aprecio de su figura por la opinión pública. Al fin y al cabo, había sido incapaz de prever, descubrir y abortar el golpe, del que la Operación Galaxia había sido un prólogo meses antes.

Nada de esto, que ahora se comenta con exclamaciones de asombro y atribución de exclusivas periodísticas de primer orden, es nuevo. Se ha publicado cientos de veces, está en las memorias de muchos de los protagonistas de aquellos hechos, y el libro de Pilar Urbano, una meritoria colección de anécdotas que lleva a su autora a defender tesis tan fantasiosas y creíbles como las revelaciones de los sabios de Sión, hubiera sido solo uno más de los muchos que se han difundido sobre la materia si los medios a los que me he referido no buscaran la tirada y la audiencia a cualquier precio; aunque sea el de fomentar aún más la desconfianza ante nuestro actual sistema democrático, ya muy castigado por sus propios y considerables defectos sin necesidad de que se le inventen otros. Es probable por otra parte que la acumulación de datos que el libro ofrece haya llegado a marear a su propia recopiladora, como sin duda sucederá a muchos de los lectores. En ningún lado está escrito que más cantidad de información equivalga necesariamente a mejor información, e Internet es por cierto un buen ejemplo de ello. O sea que las falsedades que de ese empacho de datos y confidencias se derivan pueden deberse no tanto a una manipulación como a una notoria incapacidad de análisis. En cualquier caso siguen siendo falsedades.

Por lo demás hay tantas pruebas y testimonios de la decisión del Rey de instaurar la democracia en España que sonroja ahora tener que llamar la atención al respecto. Pocos días antes de la renuncia de Suárez, don Juan Carlos dio una entrevista a la BBC en la que declaró textualmente: “Cuando me convertí en Rey la gente en general y el pueblo español querían caminar hacia la democracia, y mi punto de vista coincidía con ellos. Lo único que hice fueron, digamos, los primeros movimientos. Todo el resto fue hecho por el Gobierno”. Para terminar contestando a una pregunta del periodista sobre si el palacio de La Zarzuela es un lugar de poder: “Ciertamente lo fue. Ahora es difícil decirlo”. Por su parte, el Corriere della Sera, el día después del golpe publicaba una crónica de Jorge Semprún en la que se incluía una entrevista hecha con el Rey poco antes de la asonada. “En la conversación —señala Semprún— le encuentro preocupado por el deterioro de la situación política, pero decidido a afrontarla en el marco de la Constitución democrática”. Sobre las Fuerzas Armadas el monarca declara que “deben garantizar el libre juego de las instituciones democráticas”, para añadir luego: “Es fácil hacer salir a los soldados de los cuarteles, pero es mucho más difícil hacerles volver a ellos”. “Mientras todos esperaban la noche pasada la decisión de don Juan Carlos —concluye Semprún—, nunca dudé sobre cual sería la actitud que adoptaría el Rey… estaba claro que las Fuerzas Armadas no podían contar con él para desmantelar las instituciones parlamentarias”.

Tan claro estaba que cuando, la noche de autos, la Junta de Jefes de Estado Mayor le presentó un escrito declarando que sus integrantes se harían cargo formalmente del mando mientras Gobierno y diputados siguieran bajo secuestro, para evitar vacíos de poder, el Rey se negó a ello y decidió crear, de forma atípica, el Gobierno de subsecretarios que garantizaba la supremacía del poder civil.

Quienes vivimos y supimos esto hace ya más de treinta años no podemos dejar de asombrarnos ante el ruido y la furia que algunos quieren desatar ahora, al hilo del homenaje a Adolfo Suárez. No merece su memoria tanta fabulación interesada. No la merecen tampoco los españoles de hoy. Todas las instituciones de este país, a comenzar por la propia Corona, los partidos políticos, los sindicatos, los medios de comunicación, los tribunales, la banca, etc… se hallan bajo sospecha: se discute su utilidad y su capacidad para enfrentarse a la actual crisis. En este periódico venimos reclamando desde hace años una reforma constitucional, imprescindible a nuestro juicio para rescatar el sistema democrático del actual marasmo de opinión y ofrecer un proyecto común de convivencia a las nuevas generaciones que les permita ser protagonistas de su propio futuro. La condición indispensable para ello es establecer un debate racional y honesto, con toda la pasión y brillantez de la controversia política, con las inevitables convulsiones de la calle, pero con la honestidad y altura de miras de que dio prueba el propio presidente Suárez el día de su dimisión. Y con el coraje, también, que mostró ante los golpistas. Todavía estamos a tiempo.

Juan Luis Cebrián

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