Gato por liebre

Por Plinio Apuleyo Mendoza, escritor, periodista colombiano y embajador de Colombia en Portugal (EL PAIS, 03/05/04):

En México, Venezuela y otros países de Hispanoamérica, los etarras suelen cubrir sus acciones con una piel de oveja. Definen la suya como una patriótica lucha por la independencia del País Vasco o se hacen llamar con toda inocencia movimiento separatista, y hay quienes en ese lado del Atlántico, tan lejano a sus sangrientas acciones, se tragan el cuento. Lo sé de sobra, pues alguna vez que escribí en varios diarios latinoamericanos un informe titulado España frente al terrorismo de ETA, no faltaron lectores extraviados que enviaron cartas de protesta. Apoyándose en las simpatías que en ellos suscitan los movimientos independentistas, ETA a veces logra venderles gato por liebre, escamoteando con astucia su carácter de movimiento terrorista.

Algo parecido buscan de su lado las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). En días pasados, le enviaron una misiva al presidente José Luis Rodríguez Zapatero, en la cual, además de felicitarlo por su triunfo, le dicen que también ellos luchan contra la guerra, la pobreza, las desigualdades y los privilegios. Lo que naturalmente omiten recordar es que una cosa es buscar esos objetivos con votos y otra, muy distinta, con atentados y explosivos.

Estoy seguro de que tanto los militantes del PSOE como los del PP, unidos en un pacto por la libertad y contra el terrorismo abierto ahora a otros grupos políticos, sabrán ver, tras la engañosa piel de oveja de semejante carta, las orejas del lobo. No en vano españoles y colombianos tienen el mismo problema dentro de casa. Y si alguna comunidad sintió como propio el drama del 11 de marzo, ésa fue la colonia colombiana de Madrid.

Sin embargo, no estoy seguro de que la misma percepción la tengan otras naciones de Europa, pese a que la Unión Europea declaró terroristas a las FARC, al Ejército de Liberación Nacional (ELN) y a las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia). En los países escandinavos, por ejemplo, predomina aún la visión romántica del guerrillero latinoamericano como un rebelde, heredero del Che Guevara, que lucha al lado de los pobres contra gobiernos autoritarios. Por obra de esa idea descarriada, el Sendero Luminoso de Perú no fue nunca considerado oficialmente como una organización terrorista, desvío escandaloso de la realidad si se tiene en cuenta que en ese país la Comisión de la Verdad pudo establecer que los senderistas produjeron no 35.000 muertos, como se ha dicho, sino 70.000, en su inmensa mayoría pobres y desvalidos campesinos.

Estragos aún peores los están ocasionando las FARC en Colombia. Su persistencia no se debe a apoyo popular alguno, sino a dos factores muy distintos: al narcotráfico, que las provee de recursos millonarios y, por otro lado, a la hasta hace poco debilidad o ausencia del Estado en muchas regiones. De esa relación pecaminosa y de sus vínculos con el IRA y ETA hablan hoy personajes tan irreprochables y bien informados como el juez Baltasar Garzón, el ex presidente uruguayo Julio María Sanguinetti y escritores como Mario Vargas Llosa, Jean-François Revel, Guy Sorman o Bernard-Henry Levy.

Por su parte, personalidades españolas que han visitado Colombia, sean de derecha o de izquierda, han podido comprobar 1a pasmosa similitud de lo que ocurre allí con lo que se vive en el País Vasco. Dirigentes políticos, catedráticos o periodistas viven bajo la misma amenaza terrorista. Los procedimientos de las FARC y de ETA son los mismos. Así, el atentado sufrido en Barranquilla el 14 de abril de 2002 por Uribe Vélez, cuando era candidato, resultó idéntico al perpetrado contra Aznar e1 19 de abril de 1995, entonces también aspirante a la presidencia del gobierno de su país: un coche bomba colocado en su trayecto. De igual modo, el paquete bomba que el 15 de mayo de 2001 le amputó el dedo pulgar de su mano derecha al periodista Gorka Landaburu y lo dejó ciego del ojo izquierdo, era igual al que el 14 de diciembre de 2002 le estalló en las manos al presidente del Senado colombiano, Germán Vargas Lleras, y al que me fue enviado a mí el 24 de marzo de 1999, y del cual me salvé por milagro. También en Colombia, como ocurrió en España el 11 de marzo, de los atentados selectivos se ha pasado a los ataques contra la población civil.

Recordemos dos ejemplos atroces. El 7 de febrero de 2003, un coche bomba convirtió en un infierno de fuego y sangre al club El Nogal de Bogotá, un centro social y cultural cuyos socios son empresarios grandes o pequeños, dejando un saldo de 36 muertos y 140 heridos. Las FARC lograron disfrazar de fabricante de invernaderos para flores a un modesto entrenador de squash, introducirlo como socio a fin de ganarse la confianza de contertulios y porteros, para que cuatro meses después pudiese perpetrar el atentado colocando en los garajes del club su propio coche cargado de explosivos. Obedeciendo a una escalofriante enseñanza del IRA -la llamada bomba humana de que habla Rogelio Alonso-, las FARC no vacilaron en liquidar a su propio agente, accionando la carga a control remoto antes de que él pudiese abandonar el club.

No son los privilegiados las únicas víctimas del terrorismo en Colombia. Si no, que lo digan los habitantes de Bojayá, un misérrimo puerto de pescadores en el departamento del Chocó, cuando el 2 de mayo de 2002 un cilindro repleto de explosivos, disparado por las FARC, pulverizó la iglesia donde se habían refugiado 40 niños con sus madres y abuelos. Todos ellos murieron.

Bicicletas bomba, caballos bomba, minas antipersonales, atentados y secuestros son los métodos usuales de las FARC o del ELN. ¿Qué nombre tiene eso? Uno muy simple: terrorismo. El filósofo francés André Glucksmann lo llama también nihilismo y sostiene, en su último libro, que es un fenómeno que amenaza hoy a toda Europa. Es el derecho de matar en nombre de Alá, de una causa nacionalista o de un supuesto proyecto revolucionario. Los objetivos pueden ser distintos, pero los métodos usados son los mismos.

Invitada a Bogotá el pasado noviembre para intervenir en un foro sobre terrorismo, la admirable Edurne Uriarte sostuvo allí que a este flagelo sólo se le derrota con firmeza del Estado y con movilización ciudadana. Las dos cosas las propicia en Colombia el presidente Uribe Vélez. Con resultados, por cierto: los asaltos a poblaciones han disminuido en un 80% en el último año, los secuestros en un 34% y los homicidios en una proporción similar. La réplica de las FARC ha sido el terrorismo urbano en sitios tales como bares y discotecas.

Claro, no faltan quienes se olvidan del terrorismo para denunciar como peligrosa la política de seguridad del presidente Uribe. La realidad es que un cáncer no se combate con aspirinas. Y lo cierto, además, es que las medidas antiterroristas tomadas en Colombia son pálidas al lado de las adoptadas en España, el Reino Unido o en Francia. Autoridad es una cosa y autoritarismo, otra. Sólo que los apóstoles de un marxismo petrificado o los sacerdotes que hacen una mala interpretación de la Teología de la Liberación suelen confundir los dos conceptos. A nadie se le ocurre en España hacer lo mismo. Gobierno y oposición entienden que con el terrorismo no cabe diálogo. Ni ETA ni las FARC les pasan gato por liebre. Por fortuna.