Gdansk, alto al odio

El asesinato de Pawel Adamowicz, alcalde de Gdansk, el pasado 13 de enero, es algo más que un suceso banal o un lamentable atentado en un rincón de Polonia. Es más bien, creo yo, una señal preocupante del aumento general de la violencia política en Europa. Adamowicz no era un político corriente. El alcalde de Gdansk, un hombre cercano a Lech Walesa, fundador de Solidaridad y vencedor de la ocupación soviética, y próximo también a Donald Tusk, actual jefe del Gobierno europeo, había sido elegido recientemente con dos tercios de los votos, un triunfo raro en democracia. A sus 53 años, encarnaba la continuidad del liberalismo polaco y europeo, una antiquísima tradición nacional. Por otra parte, sabemos que su asesino es partidario del cuasifascismo católico que actualmente está en el poder en Varsovia. Sería precipitado llegar a la conclusión de que se trata de un sanguinario ajuste de cuentas entre dos partidos (el asesino actuó solo), entre dos visiones de Polonia y Europa, pero de cualquier manera, aunque sea de forma simbólica, lo parece.

Gdansk, alto al odioMientras que en toda Europa y en Estados Unidos algunos analistas superficiales y demagogos, y diversos intelectuales miopes, nos repiten incansablemente que el liberalismo está agonizando, que su momento ha pasado, resulta que este alcalde de Gdansk, igual que el alcalde de Varsovia, recientemente elegido, y también los alcaldes de Londres y Berlín, se acoge al liberalismo clásico: la alianza de las libertades individuales y la economía de mercado bajo la mirada benevolente de la fuerza pública, que prohíbe los excesos. Esta es, sin duda, la definición más sencilla. En cambio, el denominado populismo representa el desprecio por las instituciones, el desconocimiento de la Ilustración y, peor aún, el odio hacia el otro. Este populismo no es necesariamente el futuro de nuestras democracias. El populismo, como hemos comprobado, prospera ante todo entre aquellos a los que el progreso ha abandonado, lo que para los liberales supone, indudablemente, un desafío inmediato, pero no su sentencia de muerte. Desgraciadamente, este desafío real, este empobrecimiento real, económico y espiritual, de algunas de nuestras sociedades, se expresa en un lenguaje cada día más violento. Los debates políticos, que en Europa se mantenían tradicionalmente en el marco institucional de los Parlamentos, en debates respetuosos con las normas y en medios de comunicación civilizados, han salido de este marco institucional. Al debate le han sucedido el boxeo, los golpes, los insultos, la violencia verbal y física. Los medios sociales animan esta tendencia, pues su contenido escapa a cualquier control y hay que gritar para destacar. Y tanto los populistas de derechas como los de izquierdas gritan más fuerte cuantas menos cosas tienen que decir. Quizá su indignación esté fundada, pero sus soluciones son inexistentes. Prisioneros de su propia vacuidad, solo les queda la última salida de cualquier demagogia: acusar al otro de todos sus reveses. El otro es el inmigrante, el judío, el homosexual, el experto que sabe demasiado, el desarraigado, el cosmopolita. Esta colección de culpables es conocida, pues se utiliza desde hace siglos y se renueva muy poco. En el partido autoritario en el poder en Polonia, el PiS, y en Hungría, el Fidesz, asistimos inevitablemente a un retorno del judío, George Soros, en concreto, que además de tener la desgracia de ser judío y estadounidense, es filántropo. La filantropía, menudo horror, ¿no? Porque no hay nada como el odio hacia el otro para reunir e inflamar a las multitudes. La violencia verbal es ya de por sí una herida infligida al otro y una llamada apenas velada a pasar a la acción, como en Gdansk. Por lo tanto, hay que temer otros asesinatos, que no serán perpetrados por terroristas llegados de fuera, sino por los terroristas que hay en nosotros. Creo, por lo tanto, que es hora de imponer por ley algunas normas a los medios de comunicación social, de sancionar por ley las llamadas al crimen, aunque no sean más que bravuconadas. Es hora también, para los liberales en sentido amplio, de derechas y de izquierdas, creyentes y no creyentes, de expresar con algo más de fuerza su rechazo absoluto al odio y la violencia. Empezando por el odio verbal, obsceno, que debe ser desterrado. Para empezar, ha llegado el momento de que los liberales de cualquier índole se unan en lugar de despedazarse unos a otros, y propongan con más fuerza soluciones bien concretas, que las hay (pienso en la Renta mínima universal, a menudo defendida en esta página), y que responden a las inquietudes auténticas, pero responden de una forma civilizada.

Al alcalde de Gdansk, del que fui amigo, se le debe no solamente el respeto debido a las víctimas de un atentado, sino también el haber emprendido una revolución política, el haber manifestado una valentía intelectual que, de momento, ha abandonado en cierta medida a las élites liberales en Europa. No es el momento de desilusionarse. Pawel Adamowicz ha muerto de una cuchillada, pero también lo ha matado nuestro silencio ante el aumento del odio.

Guy Sorman

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *