Con sus muchos aspectos positivos, el progreso suele tener, como contrapartida, algunos aspectos negativos. Véase un notable ejemplo del final de la prehistoria. Si nos remontamos en el pasado, hace unos 10.000 años los seres humanos empezaron a registrar cambios fundamentales en su forma de vivir, con unos avances que en unos milenios acabaron extendiéndose por todo el orbe. Fue la llamada revolución neolítica, uno de los grandes hitos de la historia de la humanidad, cuyo nombre, que hace referencia a una nueva Edad de Piedra, no es nada apropiado. Lo que en realidad supuso el neolítico fue la aparición, con la agricultura y la ganadería, de lo que cabe denominar el excedente económico, es decir, la posibilidad de disponer por primera vez de un sobrante de alimentos y otros bienes, que cabía acopiar para el mañana. Un progreso enorme, radical, pues hasta entonces, durante millones de años y desde la hominización misma, nuestros antepasados solo contaban, al igual que las demás especies, con lo estrictamente necesario para sobrevivir, esto es, con lo que brindaba la naturaleza, sin actuar sobre ella. Depender de la caza y la recolección de frutos silvestres suponía una búsqueda incesante y casi siempre precaria de recursos.
Con el gran cambio de la revolución neolítica se puso en marcha la civilización, con el sedentarismo, la expansión demográfica, las ciudades, la escritura, el comercio, las religiones monoteístas. Pero aquel cambio también acarreó grandes costes, con la aparición de la guerra (cuando los habitantes del planeta eran pocos y estaban muy dispersos no había pretexto o razón alguna para enfrentarse unos con otros) y de la esclavitud (que con anterioridad no era posible, ya que cada persona producía solo lo que requería su alimentación y como mucho la de sus hijos de corta edad). También surgió entonces el machismo o preponderancia del varón. Antes del neolítico, la lógica indica que la mujer no podía estar infravalorada, pues los grupos humanos corrían un riesgo permanente de extinción, al ser la mortalidad muy elevada y la natalidad, en cambio, por las duras condiciones de la existencia, muy baja. Por ello la mujer, al ser la que traía nuevas vidas y la que garantizaba así la supervivencia del grupo, tendría mucha importancia social. Además, dicen los prehistoriadores que con la probable división del trabajo, reservada la caza, por su mayor esfuerzo físico para el varón, la recolección de plantas y frutos, que correría a cargo de la mujer, aseguraba unos recursos menos aleatorios que la caza. Vivir solo de esta no sería posible. En suma, no habría machismo y sí, en cambio, diosas de la fecundidad y de otros dones de la naturaleza, que luego desaparecerían con los monoteísmos siempre masculinos. Incluso es posible que en el paleolítico más de una vez hubiera matriarcados, con preponderancia de la mujer respecto del varón.
Todo ello cambió con las contradicciones de la civilización y solo en los últimos decenios ha empezado a corregirse un machismo que ha durado milenios. La discriminación de la mujer todavía subsiste en muchos lugares. La practican religiones como el catolicismo y no digamos el islamismo. Antaño podía ser brutal, como cuando desde el nacimiento se cuidaba peor a las niñas que a los niños, lo que arrojaba una mortalidad infantil femenina superior a la masculina. Hoy todavía, en países atrasados y en casos de hambruna, hay indicaciones de que una niña recibe menos alimentos que un niño. Es de esperar que tan bárbara costumbre desaparezca totalmente, al igual que los infanticidios tan presentes lo largo de la historia y que al parecer subsisten en algún que otro país. Lo que sí hay actualmente son abortos inducidos selectivos, ya que con las técnicas ecográficas se puede saber el sexo del feto.
La discriminación de género en la mortalidad infantil y en la prenatal queda demostrada cuando se examinan algunos datos y cifras. Aunque no se sepa a ciencia cierta el porqué, nacen más niños que niñas, en una proporción aproximada de 105 a 108 de los primeros por cada 100 de las segundas. Eso hace que en una población no discriminada (y sin migración que puede ser distinta para cada sexo) haya más hombres que mujeres hasta más o menos los 30 años de edad. Luego sucede lo contrario, siendo conocido que hay más viudas que viudos, más ancianas que ancianos.
Una posible explicación de estos hechos estribaría en el par cromosomático sexual de la mujer, XX, frente al XY masculino, lo que haría que en la concepción esta última combinación, por el mayor tamaño del cromosoma Y, gozara de una ligera ventaja. Luego, sin embargo, a lo largo de la vida la mujer, gracias a su cromosoma sexual repetido, tendría como una suerte de repuesto biológico, lo que le conferiría, por ejemplo, una mayor resistencia a las enfermedades cardiovasculares. En suma, en un país sin discriminación en los abortos inducidos o en la mortalidad infantil, hay más mujeres que varones en el conjunto de la población. En España, según datos recientes del Instituto Nacional de Estadística, hay 1.030 mujeres por cada 1.000 hombres. En otro país, mucho más poblado y menos desarrollado, India, esa proporción se invierte, con 915 mujeres por cada 1.000 varones. ¿Por qué? Seguramente, porque en el caso de España solo interviene lo que podríamos llamar la mortalidad biológica, mientras que en India hay una sobremortalidad femenina que cabe denominar social y que se traduce en dos hechos. El primero, que parece estar desapareciendo rápidamente con el progreso, es la mayor mortalidad de las niñas de corta edad respecto de los niños, cuyos efectos, sin embargo, todavía se dejan sentir en un menor número de mujeres en la población total. El segundo, que también está disminuyendo, aunque mucho más lentamente, es la sobremortalidad femenina prenatal, con la discriminación por razón del género de los abortos inducidos. Así, en India, según los últimos datos, nacen 111 niños por cada 100 niñas, cuando la proporción biológica tendría que ser del orden de 105 a 108. En China la situación aún es peor, con una relación al nacer de 118 a 100.
Calzado con las botas de las siete leguas propias de su oficio, el historiador puede afirmar a raíz de todo lo anterior que el progreso de la humanidad es lento, con mucha tarea todavía por delante. Un hecho tan injustificado como el machismo ha perdurado tiempo y tiempo y aún colea. Ojalá que llegue el momento en que en ningún país del mundo haya más varones que mujeres en sus censos de población, porque si los hay será prueba inequívoca de que hay o ha habido generocidio. La desaparición definitiva de este último, incompatible con una civilización digna de ese nombre, y con él de toda discriminación de la mujer, será un momento estelar de la historia.
De los tres aspectos negativos que trajo la civilización surgida en el neolítico, la esclavitud se erradicó en el siglo XIX. En cuanto al machismo, está disminuyendo y podrá desaparecer definitivamente en este siglo XXI. ¿Y la guerra? ¿También acabará algún día? ¿Pero cuándo? Y es que todavía resta mucho quehacer para seguir progresando.
Francisco Bustelo, catedrático emérito de Historia Económica y rector honorario de la Universidad Complutense.