Más adecuados que las comparaciones metafóricas con la caída del muro de Berlín o el 11-S para caracterizar la crisis son los antecedentes de similar naturaleza que analizó J. K. Galbraith en su Breve historia de la euforia financiera. Desde la tulipamanía en Holanda durante la década de los treinta del siglo XVII hasta la de los bonos basura de finales de los ochenta del XX que llegó a incluir en su trabajo, la historia de las crisis financieras provocadas por la especulación a base de inflar artificiosamente el precio de bienes tangibles presenta un inductor común: el genio financiero (que siempre precede a la caída) activando un inducido en latente disposición: la codicia humana. Y tras cada episodio especulativo "se hablará de reformas y de reglamentos, pero lo que no se discutirá será la especulación en sí ni el aberrante optimismo que subyace en ella; al día siguiente, la realidad será ignorada casi por completo… tras haber acudido en jet privado a Washington a coger dinero público".
En resumen, sermones, propósitos de la enmienda y vuelta a empezar con recursos de los contribuyentes. Es lo que ya descubrió J. P.
Morgan durante el pánico de Wall Street en 1907, cuando llamó a los pastores de todas las iglesias de Nueva York para que infundiesen confianza entre los inversores desde los púlpitos y arrebañó los fondos públicos y privados suficientes para salvar a la Trust Company of America. Ahora, Bush, que también invoca a Dios para justificar cuanto hace, ha obtenido el plácet parlamentario a un plan de rescate bancario que puede terminar alcanzando el billón de dólares. Esta socialización de pérdidas tras una abusiva acumulación de beneficios privados es el recurrente final del cuento doctrinario sobre el presunto círculo virtuoso que empezaba estimulando a los ricos con más riqueza (bajándoles los impuestos) y a los pobres con más pobreza (recortando gasto social) y se cerraba con la hipotética mayor contribución derivada de las nuevas inversiones que supuestamente harían los primeros y esforzándose los segundos en ser más laboriosos y productivos. Mientras tanto, dado que por los caminos de la globalización transitan los flujos financieros sin apenas controles y cincuenta veces más que las mercancías (y estas, con el permiso proteccionista de las grandes potencias), se fueron diseminando por todo el mundo las contaminantes hipotecas y otros derivados financieros más complejos y tal vez más tóxicos que aquellas.
Ninguno de los bancos europeos contaminados puede dárselas de víctima inocente; si acaso, han sido incautos sin escrúpulos fascinados por, otra vez más, los elfos de Wall Street. En Europa, como no contamos ni con supervisor común ni asoma la voluntad política de tenerlo, cada banco hizo lo que le vino en gana y, después, cada gobierno ha tomado decisiones para tapar agujeros sin tener en cuenta el perjuicio que pudiera ocasionar al resto de los socios comunitarios.
El Ecofin acuerda elevar a 50.000 euros la garantía de los depósitos y, conscientes de estar tomando una decisión a toro pasado, la mayoría de los ministros de Finanzas anuncia que la subirán al doble antes de levantarse la reunión. Menos mal que los banqueros españoles fueron, al parecer, más cautelosos y no siguieron los pasos de sus colegas de Inglaterra, Irlanda, Benelux o Alemania, ateniéndose a la más estricta regulación que impuso Luis Ángel Rojo al frente del Banco de España; así, el fondo constituido por el Gobierno solamente inyectará liquidez a cambio de productos financieros de calidad verificable.
Cuando no se ha querido prevenir, no queda más remedio que curar, sabiendo que las inyecciones sanadoras se están cargando, así en Estados Unidos como en Europa, con el dinero de todos. Mal que nos pese, la peculiaridad que distingue al sector bancario es que su hundimiento arrastra en picado y generalizadamente al resto de los sectores de la economía real. Y esta es la parte de la historia que ni puede ni debe repetirse, porque "el cuanto peor, mejor" siempre fue una estupidez que a los peor situados social y económicamente jamás les brindó palanca de liberación alguna sino una pronunciada rampa hacia más calamidades y, si acaso, a soportar mayores oprobios.
Seguramente, las nuevas regulaciones que se prometen se quedarán en tímidas reformas que, como ocurre con la delincuencia, siempre más audaz que las leyes encargadas de atajarla, pronto se verán desbordadas por la astucia de los prestidigitadores financieros. En todo caso será un paso a fin de cuentas necesario, que sería más útil si fuese incardinado políticamente hacia un nuevo equilibrio entre democracia y mercado en el ámbito en el que este último campa por sus respetos desde hace tiempo, esto es, a escala planetaria.
Tal vez ese proceso podría conjugarse con la necesaria refundación de los organismos internacionales (ONU, OIT, FMI, BM, OMC), para que, además de adecuar sus respectivas funciones a los retos de nuestro tiempo, coordinen sus actuaciones sin la hipocresía que antepone el libre comercio al respeto de los derechos básicos de los trabajadores o que ampara al mundo de los negocios cuando se desentiende de los derechos humanos. Una refundación corolario de un nuevo rumbo globalizador que para ser realmente eficiente debe universalizar también la libertad, la justicia y la equidad.
Antonio Gutiérrez Vegara, diputado del PSOE por Madrid; preside la Comisión de Economía y Hacienda.