Geografía de España

La vida es un espectáculo, solo hasta cierto punto. Más allá de las imágenes que nos llegan de los devastadores efectos de las inundaciones causadas por la gota fría (decir que es culpa de DANA remite a la tradición totalitaria, inaugurada por Stalin, de ponerle acrónimos a todo para que nadie se entere de nada), existen realidades que no son tan evidentes. La primera es mediática. Acontece en España, asolada por los elementos de una naturaleza descontrolada. Los esfuerzos patéticos de algunos medios de comunicación por designar pueblos y ciudades de Valencia o Murcia como si se tratara de una isla en las antípodas -está pasando, lo estás viendo-, o con un nombre en lenguaje autonómico, en el que no nos entendemos como comunidad política mas que de modo parcial, denotan la vaciedad moral de quienes producen y consumen, a todas horas, esa pornomiseria televisiva que está en la raíz de la decadencia de Occidente. Había también en algunas imágenes y testimonios elegidos una pretensión de mostrar la llamada «veta brava» española, el trazo gordo, la banalidad o estupidez, de explotar la tragedia «antes del paso a comerciales».

El foco obsesivo en un coche blanco, una y otra vez, adelante y atrás, con un desafortunado compatriota atrapado en el interior, en vez de la dignidad enorme de una voluntad colectiva formada por españoles comunes y corrientes, arremangados ante la fuerza de la corriente. El rompecabezas institucional, el dominó formado por poderes locales, autonómicos, diputaciones, confederaciones y gobierno, todos en competencia por un segundo de atención, se diluyó ante la acción concertada de las fuerzas armadas y de seguridad. Al final, siempre aparecen los mismos. Con la ayuda inestimable de la sociedad civil, de la que forman parte y cuya fortaleza expresan, vemos desfilar (apenas unos segundos, no vaya a notarse mucho que los que se mojan de verdad son ellos) bomberos, policías, guardias civiles -siempre-, o los miembros de la Unidad militar de emergencia, es decir, el Ejército español. «¿Qué es lo que necesitan ahora?», pregunta un sagaz reportero a un damnificado de edad intermedia, que parece demasiado tranquilo para que su reacción resulte normal. «Que se acuerden de nosotros», responde. El torrente de nombres que han desfilado, en esos diez minutos mal contados de imágenes televisivas, Alicante, Murcia, Valencia, Orihuela, Cieza, Almería, Onteniente, Los Alcázares, San Javier, los aprendimos en el bachillerato. Esa es la segunda realidad que nos atropella. Los niños de las islas Canarias, según informe reciente, ya no aprenden los nombres de los ríos de España, así que no hubieran podido saber cuál era el escenario de los acontecimientos, ni entender lo que ocurría como parte de su biografía. La pirámide demográfica envejecida (algo bueno tenía que tener) retrasa los efectos lisérgicos del analfabetismo educativo autonómico. Aún nos queda un residuo de cultura y educación común, un feliz sustrato multigeneracional, gracias al cual un porcentaje nada desdeñable de españoles es capaz todavía de distinguir en un idioma común, el español, segunda lengua global, el Ebro del Tajo y el Llobregat del Nervión. Una tercera cuestión: ¿Era evitable lo acontecido?

En los medios de comunicación de Estados Unidos, donde existen canales dedicados de manera íntegra a la meteorología, tornados, huracanes y nevadas extremas forman parte de las acometidas periódicas de la «madre naturaleza». Resulta llamativa la familiaridad con la que hablan de ella, como si se tratara de una pariente indeseada, una tía enfadada o un fallo inesperado del sistema informático que obliga a reiniciar. Esa actitud denota una pervivencia del providencialismo religioso que recuerda también el castigo al pecador en nuestra cultura católica. De acuerdo con la economía moral cristiana que subyace en ambos planteamientos, cabría pensar que si el pecador arrepentido retorna al recto camino y el sujeto puesto a prueba por la privación fortalece su espíritu, el mal resulta evitable. Como Dios no juega a los dados, o ha susurrado por largo tiempo a través de voces de geógrafos e ingenieros, es preciso señalar que ni vidas perdidas, ni cosechas arrasadas, ni hogares inundados, o pueblos y ciudades con metro y medio de agua sobre las paredes, constituyen «accidentes». La geografía no es un destino. En los tiempos fundacionales de la ingeniería española, como ha mostrado el gran maestro y geógrafo Horacio Capel, el cometido de los ingenieros consistía en «remediar con el arte los defectos de la naturaleza». Formamos parte de ella e interactuamos enredados en sus designios. Excepto buenistas incontaminados y ecologistas delirantes, somos conscientes de que lo humano se define por un grado de artificialidad.

No sirve sin más pretender que impondremos al planeta nuestras condiciones. Para ponderarlas de modo adecuado y encontrar un balance, recordaba de manera magistral Rosana B. Crespo en las páginas de este diario centenario, es preciso planificar el territorio, ordenar los usos de los suelos, prever contingencias extremas y entender que la sostenibilidad no es una palabra, sino un seguro de vida. Nos enseñaron nuestros maestros: «España, segundo país más montañoso de Europa tras Suiza, tiene clima mediterráneo. La meseta central experimenta un clima continental». Calor en verano, frío suave en las costas, lluvias irregulares, sequías prolongadas. Las gotas frías no son excepcionales, así que las famosas ramblas costeras por las que estos días bajan aguas enfurecidas arrasándolo todo no constituyen caprichos del paisaje. Desde luego, no son estupendos solares edificables que «están ahí», para que ayuntamientos, promotores y constructores edifiquen lo que les parezca, sino verdaderos «cinturones de seguridad» del territorio. ¿Qué pasó con el plan hidrológico nacional? ¿Dónde están los planes de reforestación de autonomías y ciudades, de cualquier color político, ejecutados en los últimos treinta años? ¿Algún alcalde ha plantado un árbol? ¿Y la limpieza periódica, obligatoria, de cauces y albarradas? La moda infame e importada de las plazas duras en nuestras urbes, cuya consigna ha sido eliminar el ecosistema mediterráneo que las ha mantenido vigentes y habitables durante milenios, expone la fatal ignorancia de los responsables.

Preguntado Jorge Olcina, presidente de la Asociación española de geografía, si estamos preparados ante gotas frías, señala: «Vamos haciendo cosas a golpe de desastre, pero se pueden producir en cualquier momento del año y sigue aumentando la intensidad de las lluvias». En especial si, en vez de planear el futuro que deseamos y merecemos, nos dedicamos a verlas venir y despreciamos el conocimiento experto. Uno de los grandes ingenieros de montes españoles, Luis Ceballos y Fernández de Córdoba (1896-1967), recordado en una modesta y preciosa exposición en la Universidad politécnica de Madrid, por el cincuentenario de su fallecimiento, trabajaba una vez concluida la guerra civil en el plan general de repoblación de España, junto a otro gran ingeniero forestal, el aragonés Joaquín Ximénez de Embún. Cuatro meses antes de morir, Ceballos presentó el ambicioso «Mapa Forestal de España», obra fundamental en su género. En la exposición mostraban que ¡en 1956! los ingenieros de montes españoles acometían un plan de reforestación vigente por un siglo, hasta 2056. El ejemplo es extraordinario. Retomemos su testigo.

Manuel Lucena Giraldo es correspondiente de la Real Academia de la Historia y miembro de la Academia Europea.

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