Geografía de la neutralidad

En los portales del gueto judío de muchas ciudades europeas hay pequeñas placas en el suelo con algunos nombres y algunas fechas. En total, más de 45.000 repartidas por toda Europa. Su diseñador, Gunter Demnig, decidió colocarlas levemente por encima del nivel de la acera para que no sea difícil tropezar con ellas cuando se camina sin mirar.

Son pequeños ejercicios de memoria, placas de 10 centímetros por lado que rinden tributo a personas que vivían en cada uno de esos edificios. Al verlas, no es difícil imaginar la escena completa. Por cada uno de esos portales salieron esos nombres, arrancados de sus casas por la fuerza a manos de agentes de la Gestapo o de las SS para ser deportados en un tren hacia los campos de exterminio. Auschwitz, Sobibor o Treblinka son palabras que se repiten en casi todas las placas. Palabras que hielan la sangre.

No puedo evitar el recuerdo de esas imágenes mientras leo que el Gobierno vasco ha puesto en práctica un programa educativo de respeto a los derechos humanos denominado Etikasi —aprender ética—. Gracias a él, jóvenes estudiantes vascos viajarán a Auschwitz para comprender sobre el terreno los niveles de deshumanización que puede llegar a alcanzar el ser humano. Visitarán un campo icónico, convertido desde su origen mismo en el gran exponente del totalitarismo y de los crímenes contra la humanidad.

Tiene un enorme valor la comprensión de espacios como ese. Son los lugares de las causas y las consecuencias de aquel inmenso hundimiento europeo del siglo XX y, en muchos casos, son todavía visitables.

Se podría comenzar por las cerveceras de Múnich, donde los mayores asesinos de la historia pronunciaron las primeras palabras que construyeron Auschwitz. Viajar después a Berlín para visitar los restos de los edificios de las SS en un espacio que la propia ciudad denomina “geografía del terror”. Tras ello, partir hacia Cracovia y tomar un tren con destino al campo, donde los sueños de purificación terminaron por desarrollar toda una dinámica industrial. Al terminar, iniciar un viaje hacia los cementerios del norte de Europa, cerca de las costas de Normandía, donde miles de tumbas describen alineadas la tensa relación de Europa con su propia memoria. Cruces y más cruces que se pierden en el horizonte, que describen algo que nos interpela, algo entre la incomodidad y la sospecha que nace de nuestro propio retrato de Dorian Grey, siempre dispuesto a recordarnos todo aquello de lo que un día fuimos capaces.

Múnich-Berlín-Polonia-Normandía. Por orden cronológico, podría ser seguramente uno de los principales itinerarios de Europa por su ángulo más oscuro. Una ruta de la memoria que tiene, a su vez, la forma de un enorme aviso que nos llega desde el pasado.

Ojalá un programa como este que ahora inicia el Gobierno vasco se hubiera puesto en práctica en Euskadi hace ya algunas décadas, cuando estaba activo el diseño de una tentativa totalitaria por parte de ETA implementada con el asesinato de más de 800 personas. Ojalá las generaciones anteriores, entre ellas la mía, hubieran tenido la oportunidad de acceder, en el sistema educativo vasco, a una mejor comprensión de lo que sucedía en nuestro entorno inmediato. Y ojalá hubieran podido hacerlo a través de los espejos aumentados de las realidades nítidas e indiscutibles del exterminio nazi.

No consigo recordar, sin embargo, ni una sola vez en la que un profesor del colegio en el que estudié nos explicara qué era ETA y por qué no podía ser admitido el asesinato de seres humanos. Sé bien que no era solo una cuestión escolar, que sucedía igual en muchos otros entornos sociales. Entornos que vivían como si aquello no sucediera, que miraban para otro lado, que, de forma consciente o inconsciente, contribuyeron en la producción de un silencio que desempeñó un papel determinante para la continuidad en el tiempo de una organización terrorista cuya vida duró cinco largas décadas.

Cuenta la autora croata Daša Drndic, en su inmensa obra titulada Trieste, que, durante la II Guerra Mundial, trenes llenos de deportados salían desde el norte de Italia para atravesar los Alpes suizos en dirección a los campos de exterminio. Cuenta que lo hacían siempre de noche, a través del túnel alpino de San Gotardo. Quince kilómetros de túnel en una zona de tránsito estratégico que quedó abierta para el paso de aquellos trenes gracias a un acuerdo de Suiza con la Alemania nazi.

Desde el año 1943, más de 40.000 italianos salieron de Trieste en dirección a los campos polacos. Unos 9.000 eran judíos; el resto, partisanos y militantes antifascistas. Lo hacían atravesando las líneas ferroviarias cedidas para su uso por Suiza, país neutral.

Neutralidad viene del latín neuter —ni uno ni otro— y en los dilemas entre el bien y el mal, siempre desempeña un papel cómplice. Así fue en la Europa de la II Guerra Mundial. Y así fue también en la Euskadi en la que ETA mataba.

Es por eso que la razón invita a preguntarse por todos los túneles de San Gotardo, por todas las geografías de la neutralidad. ¿Cómo visitar los lugares simbólicos de quienes no encontraron diferencias entre los constructores de Auschwitz y quienes eran asesinados en sus cámaras de gas? ¿Dónde se localizan esos espacios cómplices? ¿Es posible una exposición sobre el silencio? ¿Puede levantarse un museo de la neutralidad?

Viene todo esto a mi memoria cuando pienso que el programa del Gobierno vasco es positivo en lo que busca, enseñar la maldad máxima que el ser humano ha alcanzado para alertar con ello de lo que son capaces las ideas totalitarias y educar en valores humanistas. Pero podría completarse con una enseñanza sobre el silencio ejercido, durante muchos años, por no pocos ciudadanos neutrales en Euskadi. Cinco largas décadas de violencia terrorista que solo fueron posibles gracias a que en nuestras ciudades y nuestros pueblos también había túneles de San Gotardo; vascos que nunca vieron nada, que miraron para otro lado, que nunca plantaron cara a ETA.

Aunque aquel silencio cómplice sea difícil de explicar, quizá llegue ya la hora de mirarlo de frente y reconocer que hubo un tiempo en que la ética no operaba en amplios sectores de la sociedad vasca. Sería de una enorme utilidad cívica con vistas al futuro.

Contribuiría, por ejemplo, a facilitar que las siguientes generaciones de vascos pudieran responder mejor ante nuevos dilemas que puedan plantearse en el futuro.

Todo un aprendizaje ético y cívico. Una sociedad consciente de las sombras de su pasado que actúa en consecuencia: nunca más el silencio cómplice de nadie cuando el mal aparece en cualquiera de sus formas.

Eduardo Madina es director de KREAB Research Unit, unidad de análisis y estudios de la consultora KREAB en su división en España.

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