Geografías sagradas

Por Eduardo Madina, secretario de Estudios Políticos del PSE-EE (EL PAÍS, 01/10/06):

Recuerdo el preestreno del documental de Julio Medem La pelota vasca. En el edificio del Kursaal se congregó aquel día buena parte del plantel de la película. Entre ellos, Arnaldo Otegi que, en una de sus intervenciones más recordadas, decía que cuando en Euskadi todo el mundo deje de contemplar nuestros montes para funcionar con Internet ya no merecerá la pena vivir. Es decir, que la vida está condicionada, para el autor de esta magnífica frase, al misterioso e inexplicable disfrute que produce la contemplación de las montañas que nos rodean, de la tierra que pisamos y que nos vio nacer.

Entre la risa general de la sala, recuerdo mi escalofrío. Asistíamos a la exposición de un canon teológico de la tierra que indica que, cuando ésta deja de emocionar, la vida ya no merece la pena. Si concebimos el nacionalismo como un relato sacralizante del pasado, de la raza y de la tierra, podemos ver cómo se alcanzaba aquí el estadio más avanzado de una fe nacionalista que roza sus límites al condicionar la vida al hecho mismo de sentir las emociones que proporciona el propio relato. Cuando dejas de sentirlas, es mejor morir.

A pesar de estos extremismos religiosos, el nacionalismo ha tenido y tiene en Euskadi y en España otras caras más moderadas de fe que, aunque no condicionan la vida al relato, comparten inspiraciones. Existen en el campo de la mitología y de las emociones y ni se someten a los parámetros de la lógica racionalista ni lo pretenden. Reírse de esta fe, costumbre arraigada entre determinados sectores, algunos políticos y columnistas, significa reírse de una concepción emocional y teológica de la vida que, en último término, expresa sobre un suelo de pasiones verdades absolutas sobre la vida interior de quienes con ella viven.

El nacionalismo no pretende un análisis del pasado. Por ello, debatir con él sobre sus hilos conductores desde posiciones racionalistas no es sino un esfuerzo inútil que ya sabemos a lo que conduce. Su relato no es de la razón, es sólo pasión que germina con fuerza en el campo de la mitología. Y ésta, nunca fue concebida para describir acontecimientos y significados históricos científicamente verificables. Era y es una tentativa de expresión de la significación interior de individuos y colectivos humanos. Hay quien ha definido la mitología como una forma antigua de psicología con la que proyectar profundidades interiores, misterios de imposible explicación racional del yo y del nosotros.

Cuando un lugar -uno de los símbolos más antiguo de lo sagrado- es utilizado como marco de esas proyecciones interiores -Euskadi, España- queda convertida la tierra en una geografía sagrada a la que vincular la vida, en diferentes grados, a través de los lazos orgánicos que unen a los individuos y a los pueblos con ésta.

Para quienes no concebimos la tierra como un espacio de pasiones, se nos plantea desde hace tiempo un debate que ha consistido siempre en entrar en las emociones profundas y en los mecanismos de esa activación ideológico-teológica del nacionalismo para tratar de buscar sus contradicciones. Aceptando su campo de juego, intentar jugar desde dentro.

Por el contrario, y quizá en no mucho tiempo, se nos puede plantear la oportunidad perfecta para plantear nuevas perspectivas en las que cosechar tantos años de lucha de ciudadanía y tener así los mimbres de un nuevo relato que proponer. Se trata de trabajar en la activación política y la pedagogía social de un hilo conductor de nosotros mismos secularizado y racional, civil y ciudadano, que facilite la descarga del placebo de la identidad nacional, que recuerde la posibilidad de superación de las fronteras interiores del individuo, que invite al liberador ejercicio de búsqueda de nuevas geografías sobre un mismo espacio, que permita nuevas concepciones de nuestros marcos vitales. Que nos haga más libres, sin miedo al viaje.

En una variación sobre este tema, Imanol Zubero apuntó en estas mismas páginas, las patrias de tiempo de las que hablaba Joseph Roth: "Ninguna tierra da a sus hijos tantos rasgos comunes como una época a los suyos". Son sólo un ejemplo pero, sea como fuere, una sociedad tan sobrecargada de identidades obligatorias como la nuestra necesita de la puesta en valor de un relato liberado de tanta pasión, no excluyente, sino incluyente, racionalizado y democrático, científico y abierto al futuro. Un relato despegado de ese cuerpo de mitos sobre la tierra y la identidad que se construyó para mitigar el impacto de algún miedo o de algún dolor, de la pérdida, quizá, de algún tipo de paraíso perdido o de la necesidad de pertenecer a algo, de sentirse parte de algo, de, probablemente, un miedo profundo a la soledad o a la propia condición humana.

Se puede alcanzar un planteamiento capaz de expresar nuestras dimensiones en términos racionales y discursivos. Una concepción de la identidad planteada en términos abiertos que permita multitud de definiciones de lo que cada uno de nosotros quiera ser, que no caiga en la trampa de jugar desde dentro del universo del mito, sino que proponga y defienda una narrativa ciudadana y republicana de nosotros mismos que dé cabida, en su interior, a todos los sentimientos de pertenencia. Frente a una nación étnica en la que no hay, sino definiciones homogéneas, una nación cívica en la que quepa una nación étnica y la emoción de las cosas, sin que se olviden las razones de todo lo demás.

En los próximos años, se pueden presentar buenas oportunidades para defender un planteamiento que se termine convirtiendo en alternativa liberadora al relato de pasiones que nos ha hecho ser, hasta la fecha, todo lo que no somos. La oportunidad de alcanzar nuevas fronteras para nuestra libertad, situadas mucho más allá del fin del terrorismo.