Gestión pública y gestión privada de servicios sanitarios públicos

En el candente debate sobre la privatización de la gestión de los centros sanitarios públicos, los posicionamientos ideológicos han ocupado en numerosas ocasiones el lugar del análisis científico a la hora de identificar las ventajas e inconvenientes de las diferentes formas de gestión. Pese a llevar dos décadas experimentando con distintas fórmulas, en España carecemos de evaluaciones independientes de las mismas. Fuera de nuestras fronteras, los estudios realizados en varios países europeos no muestran evidencia de que la gestión privada sea más eficiente que la pública en el caso de los servicios sanitarios. La falta de información sobre los modelos de gestión experimentados en España demuestra que hay un largo camino sobre el que avanzar en las normas de buen gobierno dentro de nuestro sistema sanitario.[1]

(1) Introducción

Como muestran las encuestas del CIS, la sanidad es el servicio público sistemáticamente mejor valorado por los ciudadanos españoles (CIS, 2011). Dentro del discurso político de los últimos años se ha convertido en común la referencia a la calidad de nuestro sistema sanitario, aludiendo a sus buenos resultados en salud y a su bajo coste en comparación con el de otros sistemas de nuestro entorno, y el defender (aun cuando no se vislumbrara amenaza) sus principios de universalidad, solidaridad y equidad. Sin embargo, recientemente el mensaje ha mutado y se vienen arrojando oscuras sombras sobre ese mismo sistema, en el que parece que el despilfarro galopa sin freno, desmotivados profesionales persiguen más el interés propio que el bien general, las tradicionales fórmulas de gestión pública de centros y organizaciones son tachadas de ineficaces para ayudar a pilotar la nave sanitaria, los ciudadanos hacen un uso inadecuado de los recursos sanitarios y el propio sistema resulta, en suma, financieramente insostenible.

Comencemos señalando que, aunque son varios los informes y evaluaciones de los sistemas sanitarios y sus conclusiones sobre el sistema español difieren, cuando acudimos a indicadores cuantitativos relacionados con la actuación sanitaria de calidad, como la mortalidad innecesariamente prematura y sanitariamente evitable, España ocupa uno de los mejores puestos a nivel internacional (Nolte y McKee, 2008). Por tanto, muchos de los resultados de nuestro sistema sanitario son brillantes (no ocurre otro tanto en los procesos: participación de los ciudadanos en el medio sanitario, libertad de elección, etc.), si bien ello es compatible con la existencia de un amplio margen para la mejora de la eficiencia en muchas áreas concretas (ampliaciones desmedidas de infraestructuras sanitarias, prescripciones y consumo inadecuados de antibióticos y medicamentos anti-osteoporóticos, sobreutilización de pruebas diagnósticas, etc.). No obstante, aun siendo la asistencia sanitaria un pilar básico de nuestro Estado del Bienestar, la salud está determinada por múltiples factores, por lo cual no conviene olvidar la influencia de la renta, la educación o las decisiones individuales (hábitos) y colectivas (entornos y elementos institucionales), entre otras (Artacoz et al., 2010). Por otra parte, el discurso sobre el bajo coste de nuestro sistema es puesto en duda por expertos en el tema (López Casanovas, 2010). Es cierto que nuestro gasto, ajustado por renta, es inferior a la media de otros países europeos, pero lo que es correcto respecto a países con sistemas sanitarios de una forma de organización diferente (modelo Seguridad Social como Francia y Alemania), deja de serlo cuando nos comparamos con países con modelos de naturaleza similar al nuestro (tipo Sistema Nacional de Salud: Suecia, Reino Unido e Italia). Es decir, gastamos aproximadamente lo que corresponde a nuestro nivel de renta y tipo de organización. Las dos malas noticias son: (1) el gasto sanitario ha crecido a una gran velocidad, pues en 10 años, entre 1999 y 2009, el gasto público real por persona ha crecido algo más de un 49%, cuatro veces más deprisa que el PIB, pasando del 5,3% al 7% en 2009 (Puig-Junoy, 2011); y (2) la brusca caída de los ingresos tributarios totales (Agencia Tributaria, varios años) y la dificultad de acudir a los mercados internacionales para la financiación de la deuda española, debido a la elevada prima de riesgo exigida, están llevando a un fuerte ajuste de los presupuestos públicos, incluyendo los gastos sanitarios. Una última cuestión, con la que cerramos esta Introducción, es que, reconociendo la excelencia del capital humano que trabaja en el sector y la más que razonable dotación de medios físicos y técnicos e innovaciones en el mismo, desde hace tiempo han aparecido tensiones en nuestro sistema sanitario y muchas voces han abogado por abordar reformas sensatas. Estos cambios, largamente retrasados, no deberían haberse aplazado indefinidamente (AES, 2008), para poder realizarlos con calma, dado que la alternativa era afrontarlos con carácter de urgencia cuando la coyuntura económica fuera desfavorable (Bernal et al., 2011).

Será útil tener presente lo anterior para prevenirnos de visiones extremas, bien complacientes, bien de tipo catastrofista, que de uno y otro tipo las hay.

En este contexto, uno de los debates que ha surgido con más fuerza gira en torno a las medidas de reforma sanitaria propuestas por el gobierno de la Comunidad de Madrid y, en concreto, su programa de privatizar la gestión de seis hospitales de titularidad pública. Tanto en la planificación de dichas medidas y en su comunicación, como en el desarrollo posterior de los acontecimientos, se han revelado algunos de los peores rasgos de nuestro sistema que subrayan la necesidad de avanzar en la tarea de dotarnos de normas de buen gobierno aplicadas a nuestro sistema sanitario (tema al que nos referiremos más adelante).

Dada la confusión existente en elementos básicos como la financiación, provisión y la gestión de los servicios y la mezcla de mensajes que responden a posicionamientos ideológicos, pero no al conocimiento científico-técnico, este escrito tiene como objetivos la clarificación de algunos conceptos esenciales aparecidos en este debate y la revisión de la literatura científica más relevante sobre la cuestión, con el objeto de identificar fortalezas y debilidades de las diferentes fórmulas de gestión –públicas y privadas– en el ámbito de los servicios sanitarios públicos.

(2) Conceptos básicos

La búsqueda de una mayor eficiencia y de un menor coste en la prestación de servicios públicos está detrás de buena parte de las reformas organizativas que se han aplicado y se proponen en el ámbito de los sistemas públicos de salud. La privatización de la gestión de los servicios sanitarios, en todas sus posibles acepciones, emerge como respuesta al intento de mantener los actuales estándares de provisión con un menor consumo de recursos públicos.

Si atendemos a una clásica distinción jurídica entre privatización formal, funcional y material (Menéndez, 2008), son las dos primeras modalidades las que se encuentran presentes en el debate actual sobre cambios en las formas organizativas y de gestión de la asistencia sanitaria, viniendo a asimilarse a la dualidad gestión directa frente a gestión indirecta. La opción de transferir al sector privado la competencia y responsabilidad de la actividad de prestación, mediante la puesta en manos de compañías privadas del aseguramiento y prestación de los servicios sanitarios (privatización material) queda fuera del debate sobre la reforma sanitaria porque desbordaría el marco jurídico-constitucional vigente, al margen de suscitar no pocos problemas desde el punto de vista de la eficiencia y de la equidad, como sería, por ejemplo, el aumento de los costes de transacción o la práctica conocida como “selección de riesgos” o “desnatado” del mercado[2] (Martín, 2003).

Las dos estrategias (compatibles entre sí) para mejorar la eficiencia del sistema público a través de modificaciones en su organización y gestión pasan, pues, por recurrir a mecanismos de gestión directa a través de entidades de titularidad pública sometidas a derecho privado (privatización formal), o bien por desarrollar iniciativas de gestión indirecta mediante entidades privadas –con o sin ánimo de lucro–, en virtud de contratos (privatización funcional). Ambas estrategias persiguen, acogiendo una gran variedad de fórmulas, superar las restricciones que impone la naturaleza burocrática de los sistemas de gestión directa “tradicional” mediante:

  • La puesta en práctica en el ámbito de los servicios sanitarios públicos de técnicas de gestión empresarial propias de la iniciativa privada (modelos “gerencialistas”), que enfatizan la importancia de elementos como la gestión profesional, la medición y evaluación de objetivos y resultados y la atribución de responsabilidades.
  • La separación efectiva (no meramente “virtual” como representan los tradicionales contratos-programa y contratos de gestión) de las funciones de financiación y compra de los servicios sanitarios de las de gestión y producción de estos, de modo que se generen dos efectos: la competencia entre los potenciales proveedores y la transferencia de los riesgos asociados a la gestión a estos.
  • El sometimiento al derecho privado en lo que respecta al régimen de contratación de bienes y servicios y al régimen jurídico aplicable al personal, con el abaratamiento consiguiente de los costes de aprovisionamiento y salariales.

Durante las dos últimas décadas se ha experimentado en España con todo tipo de fórmulas de gestión y cambios de formas organizativas, representativas de las dos estrategias mencionadas. Así, puede constatarse cómo en el campo de la gestión directa, modelos basados en enfoques de gestión tradicionales (“gestión desde servicios centrales”) han convivido con modelos gerencialistas aplicados en institutos y unidades de gestión clínica, al tiempo que se desplegaba una pléyade de nuevas formas públicas dotadas de personalidad jurídica diferenciada (entes públicos, consorcios, fundaciones, sociedades mercantiles públicas, organismos autónomos y entidades públicas empresariales), cuyo objeto era la búsqueda de una mayor flexibilidad en la gestión. Junto a ello, han proliferado fórmulas de gestión indirecta en las cuales la producción del servicio es realizada por una entidad privada, bajo la supervisión del financiador público, articulándose mediante acuerdos contractuales de diferente duración que pueden revestir una notable variedad (conciertos, convenios, concesiones de obra pública y concesiones administrativas). Dentro de las fórmulas de gestión indirecta cabe distinguir la experiencia de: (1) las Entidades de Base Asociativa (conocidas como EBAS), entidades privadas participadas mayoritariamente por los propios profesionales sanitarios que prestan los servicios asistenciales, y que pueden tener o no ánimo de lucro; (2) los consorcios sanitarios, entidades regidas por el derecho privado aunque sin ánimo de lucro y que, al igual que las EBAS, poseen una honda raigambre en Cataluña; y (3) las sociedades mercantiles, entidades con ánimo de lucro y de titularidad privada. Dentro de estas últimas, cabe diferenciar entre los conciertos y convenios efectuados para la prestación de servicios sanitarios (un tipo de contratación externa de servicios, de larga tradición en el medio sanitario español) y las más novedosas modalidades de contratación englobadas bajo la denominación genérica de “colaboración público-privada” (CPP), materializadas en el modelo de concesión de obra pública (Private Finance Initiatives-PFIs en su acepción anglosajona) y el modelo de concesión administrativa para la gestión integral del servicios público (el llamado “modelo Alzira”). La diferencia entre los dos últimos modelos radica en que el primero se concreta en la construcción de una infraestructura sanitaria por parte del ente concesionario a cambio de la gestión de los servicios no asistenciales (como limpieza, lavandería, aparcamiento o centralita), mientras que en el segundo caso, la entidad privada no sólo construye y gestiona la infraestructura (el hospital) y gestiona los servicios complementarios, sino que además asume la prestación de los servicios sanitarios a una población (para una explicación en detalle véase CESRM, 2012).

Figura 1. Innovaciones en la gestión de los servicios sanitarios: gestión directa y gestión indirecta
Figura 1. Innovaciones en la gestión de los servicios sanitarios: gestión directa y gestión indirecta

(3) Experiencias nacionales e internacionales

Resulta desalentador comprobar cómo, pese al tiempo transcurrido desde que se iniciaran los primeros ensayos de las nuevas y variadas formas de gestión mencionadas en el apartado anterior –tiempo durante el cual algunas de ellas se han ido perdiendo por el camino, mientras que otras han mantenido o incluso ampliado su presencia en el sistema sanitario español–, no se disponga de evaluaciones sistemáticas de los resultados de las mismas que resulten útiles a los responsables políticos a la hora de diseñar las estrategias de organización y gestión futuras. Apenas existe evidencia para el caso español acerca del grado en que las estrategias gerencialistas y de privatización formal (en el ámbito de la gestión directa) y las diversas modalidades de privatización funcional (gestión indirecta) han alcanzado los objetivos que motivaron su puesta en práctica.

En relación con las innovaciones en gestión directa, las experiencias inspiradas en el gerencialismo parecen encontrar, al menos parcialmente, un aval en las evaluaciones basadas en las opiniones de usuarios y profesionales. Estos últimos, así como los gestores de hospitales públicos, consideran que los institutos clínicos incrementan el valor en conceptos como la delegación de funciones, la incentivación, la continuidad asistencial y la orientación al cliente, entre otros (Llano et al., 2001). El modelo de gestión clínica implantado en Asturias fue, por su parte, evaluado como eficaz y eficiente sobre la base de encuestas de satisfacción de los ciudadanos y de liderazgo y trabajo en equipo. En el ámbito de la gestión indirecta también existe evidencia favorable a las EBA catalanas, tanto en términos de satisfacción de los profesionales y de los pacientes (SEDAP, 2010) como por lo que atañe a una mayor eficiencia en costes, debida a la menor utilización de pruebas diagnósticas y un consumo farmacéutico menor (Institut d’Estudis de la Salut, 2006). En todo caso, conviene matizar al respecto que la evidencia no es concluyente y, en gran medida, se basa en encuestas de opinión más que en evaluaciones sólidas.

Del resto de experiencias en el ámbito de la gestión y la organización de los servicios sanitarios, la evidencia empírica en forma de evaluaciones de sus resultados brilla por su ausencia, con contadas excepciones. Una de éstas la constituyen los informes de la Central de Resultados del Observatorio del Sistema de Salud de Cataluña (Departament de Salut, 2012), que ofrecen una batería de indicadores de diferente naturaleza (atención centrada en el paciente, efectividad clínica, eficiencia, sostenibilidad, investigación y docencia) para cada uno de los hospitales del sistema de salud autonómico. No obstante, la multiplicidad de formas jurídicas que adoptan los proveedores de asistencia hospitalaria en Cataluña y las diferencias en los modelos de hospital (de alta tecnología, de referencia, comarcales, etc.) hacen complicado extraer conclusiones relativas a la eficiencia diferencial entre formas de gestión.

Desde el ámbito de la consultoría privada, el informe de Iasist (2012) comparó, con datos de 2010, la estructura, actividad y resultados de un grupo de 41 hospitales del SNS de gestión directa y personal estatutario (“hospitales de gestión directa administrativa” o GDA) con los de un segundo grupo de 37 hospitales, con distintas fórmulas organizativas y personal laboral, que el informe denomina genéricamente “hospitales con otras formas de gestión” (OFG). En este grupo se incluyen fundaciones, empresas públicas y hospitales en régimen de concesión. El estudio concluye que los hospitales OFG gestionan mejor las camas y son más intensivos en el uso de tratamientos ambulatorios, al tiempo que sus costes por unidad de producción hospitalaria son un 30% inferiores a los de los hospitales GDA. Las diferencias más claras entre los dos grupos de hospitales tienen que ver con la productividad de los recursos humanos, lo que no sorprende, pues es el régimen laboral (estatutario frente a laboral) el criterio de clasificación escogido. Subrayemos, pese a todo, que algunos de los hospitales de gestión directa se sitúan entre los más eficientes según los resultados obtenidos. El estudio tiene, no obstante, varias limitaciones. En primer lugar, la muestra no es aleatoria (solo incluye centros que participan voluntariamente en Hospitales TOP 20-2011, algo más de la mitad de los del SNS), está territorialmente sesgada (dos tercios de los hospitales OFG se ubican en Cataluña) y no es representativa de los distintos modelos de hospital (el ámbito de análisis se restringe a hospitales generales de tamaño pequeño o medio, quedando fuera, por ejemplo, los hospitales con especialidades de referencia regional). Además, la perspectiva relevante para juzgar la superioridad de un modelo de gestión u otro habría de ser la social, para lo cual resultaría preciso disponer de indicadores de resultados en salud y no meramente indicadores de actividad hospitalaria (estancias), ni tan siquiera de calidad asistencial específicos de dicha actividad (reingresos, complicaciones o incluso mortalidad ajustada por riesgo). Por último, basar el juicio acerca de la eficiencia relativa de distintos modelos de gestión sobre la evidencia de unos menores costes unitarios en la producción de servicios hospitalarios resulta temerario, pues unos costes por ingreso más bajos pueden ser compatibles con un gasto por paciente más alto si el número de hospitalizaciones es mayor.

Esta última conclusión, precisamente, es la que se obtiene en una reciente comparación (Peiró y Meneu, 2012) del gasto hospitalario por habitante en áreas de gestión directa y en áreas de gestión privada por concesión en la Comunidad Valenciana. La conclusión del análisis es que no existen diferencias significativas en el gasto hospitalario por habitante, relacionándose los menores costes por persona ingresada de las concesiones con una mayor tasa de ingresos hospitalarios (los que permite dividir los costes fijos entre un número mayor de unidades). El corolario del ejercicio es que ambos modelos (gestión directa y concesión) tienen amplios márgenes de mejora de la eficiencia.

El ámbito internacional es más rico en la evaluación de experiencias de este tipo (Barlow et al., 2013). Así, ya existe una cierta evidencia acerca del recurso a fórmulas PFI para la construcción de hospitales y explotación de sus servicios no clínicos. En el caso del Reino Unido (Inglaterra y Escocia, en particular), una primera conclusión es que estas formas de CPP suponen un coste total superior al que resultaría de recurrir al endeudamiento público directo para construir la nueva infraestructura sanitaria, debido, principalmente, a los mayores costes financieros a los que se enfrentan los concesionarios privados (un factor que quizá no sea aplicable a la actual coyuntura de las administraciones públicas en España) y al margen de beneficio de estos. La magnitud de tales costes ha supuesto, de hecho, la aparición de problemas financieros en los trusts hospitalarios británicos y se ha puesto de manifiesto la existencia de una clara relación entre la existencia de acuerdos PFI de gran magnitud y la incidencia de déficit en los trusts (Hellowell y Pollock, 2007 y 2009). Los mayores costes se asocian, en ocasiones, a una menor calidad y flexibilidad (McKee et al., 2006).

Otro problema importante identificado en la literatura, es la ausencia real de transferencia de riesgos al sector privado, lo que distorsiona los incentivos del acuerdo contractual (Froud, 2003; Broadbent et al., 2005). Prueba de ello es que no ha sido infrecuente en el Reino Unido que se recurra a extender las concesiones cuando en el plazo pactado no se han obtenido beneficios, así como renegociar las condiciones de financiación (Pollock et al., 2002). Estas prácticas de “rescate” de las concesiones también ha tenido lugar en España, no solo en el caso de hospitales modelo PFI (en 2010 en la Comunidad de Madrid), sino también en el primer experimento de gestión integral mediante concesión realizado en Alzira (en 2003 se canceló el contrato de concesión, con compensación por “lucro cesante” incluida, y se adjudicó un nuevo contrato con condiciones más favorables a la entidad concesionaria). En todo caso, se debe señalar que en los centros sanitarios públicos en España el ajuste del gasto al presupuesto tampoco ha sido precisamente una norma de obligado cumplimiento, como lo demuestra las abultadas deudas que recurrentemente se contraen con las empresas farmacéuticas y del campo de las tecnologías sanitarias.

Fuera del ámbito británico, otros países europeos han acumulado evidencia contraria a las ventajas de la estrategia PFI. En Italia, donde esta fórmula ha adquirido una cierta pujanza, los resultados son poco alentadores, hallándose pruebas (Vecchi et al., 2010) de que las tasas de retorno de la inversión asociadas a estas fórmulas son significativamente superiores a las que cabría hallar en un mercado competitivo que funcionase de modo apropiado, lo que suscita a su vez la cuestión de cuáles son los efectos distributivos de esta fórmula de gestión (Shaoul, 2005), pues el sector privado se estaría apropiando de unas rentas que, en ausencia de las fórmulas PFI serían objeto de “socialización”. En Alemania, un estudio centrado en la eficiencia hospitalaria (Herr et al., 2009), concluye que los hospitales privados (con y sin ánimo de lucro) son menos eficientes en costes que los de titularidad pública. Por su parte, un reciente análisis comparado en Francia (Dormont y Milcent, 2012) encuentra que la menor productividad de los hospitales públicos se explica por su sobre-dimensionamiento y las características de sus pacientes y de su actividad productiva, y no por razones de ineficiencia técnica. Una vez se ajusta por las características de pacientes y producción, los hospitales públicos de tamaño mediano y grande parecen ser más eficientes que los privados.

(5) Conclusiones y propuestas

La escasa información disponible en España y las experiencias observadas en otros países señalan que por más interesante que sea desde un punto de vista académico el debate entre gestión pública y gestión privada de servicios públicos sanitarios, sin duda hay otras reformas a abordar de mucho mayor calado para garantizar la solvencia de nuestro SNS (Bernal et al., 2011; Cabasés y Oliva, 2011; CES Murcia 2012). El excesivo empeño en apuntar que la privatización de la gestión de centros sanitarios públicos es la pieza clave sobre la que asentar la eficiencia del sistema sanitario no sólo no está avalada por datos nacionales y experiencias internacionales, sino que desenfoca la necesidad de abordar otros debates largamente retrasados.

Las pruebas acumuladas de experiencias internacionales señalan que la gestión privada de los servicios sanitarios no es necesariamente mejor que la gestión pública… ni al contrario. Factores tales como el entorno administrativo e institucional, la cultura de los centros, las condiciones de los contratos y la adecuada supervisión por parte del financiador de la calidad del servicio prestado, son los elementos a tener en cuenta cuando se analizan estos casos. En cambio, el fomentar la competencia entre centros (con independencia de la forma jurídica de gestión) sí podría ofrecer mejoras en sus resultados, bajo determinadas circunstancias (Coopers et al., 2012).

En cualquier caso, a la hora de planificar el esfuerzo primero, y evaluarlo después, éste debe dirigirse a gestionar áreas, no exclusivamente centros, dado que ello ayuda a visualizar el coste integral de la atención a una población, refuerza los incentivos a mejorar la coordinación asistencial e incluso a potenciar programas de salud pública de promoción de la salud de la población, educación para la salud, etc.

En este marco, la financiación debería ser capitativa, ajustada por el riesgo de la población cubierta inicialmente (edad, sexo, cronicidad y otros elementos como serían la densidad de la población, la renta per cápita media o índices de privación o pobreza), considerando si los centros desarrollan trabajos de investigación y si son centros docentes o no, y controlando las derivaciones de pacientes a otros centros de otras áreas y las compensaciones presupuestarias correspondientes.

Ello debe realizarse bajo la premisa general de que la financiación no debe estar sometida a la actividad realizada, sino a los resultados en salud obtenidos. Es decir, los presupuestos deben orientarse a pagar por aquello que deseamos obtener. Y no queremos tener más pacientes crónicos hospitalizados por descompensaciones o más reingresos por complicaciones después de una intervención quirúrgica, sino tener una población más sana. Por tanto, se debe orientar los recursos a la resolución de los problemas de salud y ello remite a incluir indicadores de salud poblacional y de calidad de la asistencia prestada que permitan recompensar a aquellas organizaciones que mejores resultados obtengan.

Lógicamente, todo esto exige un diseño inteligente de la financiación basada en la información que genera el sistema y que el mismo sea mucho más transparente y conocido por parte de la ciudadanía y los profesionales sanitarios. Ello debe acompañarse en una mayor libertad de elección por parte del usuario y en una mayor autonomía profesional, con un adecuado sistema de incentivos que premie la calidad asistencial y su traducción en buenos resultados en salud. También supone que los responsables que gestionan los centros y las áreas rindan cuentas a quien financia sus actividades (servicios y consejerías de salud) y, por supuesto, que los responsables de mayor nivel fijen criterios claros de actuación basados en indicadores de calidad y eficiencia y rindan cuentas a la ciudadanía de su labor.

La cuestión de fondo reside en que los principios rectores tradicionales del sistema sanitario –universalidad, solidaridad y equidad– necesitan ser complementados por otras normas de buen gobierno como son la transparencia y la rendición de cuentas a la ciudadanía, la participación de los agentes en las decisiones, la promoción y la defensa de una cultura de integridad, buenas prácticas y ética profesional a todos los niveles, amén de la consideración de criterios explícitos de eficiencia y calidad en la toma de decisiones.

Un gobierno sanitario que no avance en estos aspectos no podrá involucrar al resto de profesionales y sociedad civil en la compleja tarea de avanzar en la solvencia del sistema sanitario. Políticas no justificadas y mal comunicadas arriesgan el desapego de los profesionales y la desafección del ciudadano hacia el sistema sanitario público y hacia sus representantes. Un lema repetido hasta la saciedad en los últimos tiempos es que hay que tomar decisiones valientes. No lo negamos. Ni envidiamos la posición de personas que han de tomar tan complejas decisiones. Pero por encima de todo deben primar decisiones inteligentes, informadas previamente por el conocimiento científico y técnico disponible, y que cuenten con la participación de los profesionales y los ciudadanos en su proceso de elaboración y discusión.

Fernando I. Sánchez, Grupo de Trabajo en Economía de la Salud (GTES) de la Universidad de Murcia. José María Abellán, Grupo de Trabajo en Economía de la Salud (GTES) de la Universidad de Murcia. Juan Oliva, miembro del Seminario de Investigación en Economía y Salud (SIES), Universidad de Castilla La Mancha

Referencias

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[1] Agradecimientos: los autores agradecen a Carlos Campillo los comentarios recibidos a un borrador previo de este artículo.

[2] Mediante la cual personas con enfermedades crónicas o congénitas pagarían una prima ajustada por riesgo o bien las compañías intentarían evitar su cobertura. En un caso o en otro ello conllevaría un peor acceso a los servicios sanitarios para estas personas.

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