Gestionar España como una empresa

Desde que la crisis económica y financiera en España se ha agudizado, a veces me pregunto qué pasaría si España, la nación, se gestionara como si fuera una empresa mercantil, si se aplicaran las mismas recetas, las mismas ideas, las mismas soluciones que se emplean en las empresas que están en crisis. No quiero significar con ello que crea que ese enfoque fuera mejor que el actual o que nos sacara de la crisis, pero sí creo que es útil contemplar dicho escenario e intentar obtener alguna conclusión. Después de todo, los países cada vez se parecen más a empresas y la política se parece más a estrategia económica. Hay bastantes diferencias entre lo que el Gobierno está haciendo y lo que haríamos caso de ser una empresa, pero voy a centrarme en tres temas que son, a mi juicio, fundamentales.

Primero, en una empresa en situación crítica, siempre diseñaríamos dos paquetes de medidas: uno a corto plazo y otro a largo. Las medidas a corto buscan salvar la empresa de la bancarrota inmediata. Las medidas a largo persiguen dar viabilidad a la empresa, típicamente a base de hacerla más eficiente en todo para que sea competitiva. España gestionada como una empresa debería tener un paquete de medidas a corto que aseguraran no caer en la bancarrota. No es mi intención juzgar si las medidas a corto aprobadas son las acertadas, pero obviando dicho juicio, es cierto que se ha diseñado una serie de iniciativas que persiguen el equilibrio financiero, aunque no parece que estén alcanzando el éxito deseado. Pero como empresa, también deberíamos tener un paquete de medidas a largo plazo que, salvo alguna excepción como es la reforma laboral, sin juzgar tampoco si es suficiente, no se ha diseñado.

Una empresa en situación crítica que salvara su tesorería a corto pero no presentara un plan de viabilidad a largo plazo no sobreviviría: sus clientes, empleados y accionistas la abandonarían. Y España, como empresa, no ha diseñado todavía una estrategia, unas acciones específicas que apunten a dar competitividad a nuestra economía, en suma a hacer la economía sostenible. Tal vez reside aquí el contrasentido de ser un Estado menos endeudado que otros países y sin embargo no generar confianza en los mercados financieros. No estamos demostrando viabilidad a largo plazo.

El segundo tema a comentar es la gestión del cambio. Este es un término acuñado para definir todo el proceso necesario para conseguir que empleados, clientes, accionistas y en general todas las personas que tienen relación con la empresa, conozcan, entiendan, acepten, colaboren y empujen hacia un cambio estratégico, cambio típicamente diseñado para recuperar la competitividad. El éxito de la estrategia depende del comportamiento de las personas y la gestión del cambio constituye muchas veces el componente al cual se dedica más esfuerzo. Parece evidente que España se enfrenta, ya hace algún tiempo, a una transformación importante que afecta y afectará a sus ciudadanos, a sus ciudadanos funcionarios, a los acreedores, y sin embargo no se está gestionando el cambio adecuadamente.

España como empresa tiene ante sí la gran oportunidad de transformarse nuevamente para afrontar los retos de los próximos 20 años en una economía totalmente globalizada. Esta transformación implica recuperar competitividad y recuperar la credibilidad de los mercados. Cualquier empresa aprovecharía esta oportunidad para infundir optimismo a sus empleados y clientes. Hay sacrificio a corto plazo para mejorar después. Renunciamos a gastos ahora para poder invertir en nuestro futuro. La gestión del cambio en la empresa comunica, ilusiona, explica, compromete, informa de la transformación que se pretende, de los objetivos perseguidos, del esfuerzo necesario, de la nueva estrategia, de la importancia de la participación individual. Me temo que la gestión del cambio que se está haciendo de España como país se aleja mucho de lo que haría una empresa.

Las empresas están formadas por personas y son éstas las que adecuadamente dirigidas consiguen los resultados. Los países también están formados por personas y también son éstas las que consiguen los resultados. España tiene unos ciudadanos capaces, trabajadores, sacrificados si hace falta, que ya hemos abandonado la fase de la negación de la realidad, pero a los que todavía no se nos ha mostrado cómo será nuestro nuevo futuro y el camino para alcanzarlo. Para aceptar el nivel de sacrificio que se está exigiendo a todos es necesario entender hacia dónde vamos.

El tercer tema tiene que ver con la eficiencia de la función pública. En esta ocasión, los funcionarios públicos -Estado, autonomías, ayuntamientos- son los empleados de la hipotética empresa y el resto de ciudadanos somos los clientes. Pues bien, los clientes tenemos la percepción -fundada en comparaciones con otros países- de que la empresa no es eficiente, de que estamos pagando un coste excesivo por los servicios y productos que nos proporcionan, e incluso de que se están produciendo algunos servicios y productos totalmente innecesarios que no nos aportan nada y que se superponen además por una distribución competencial que ha quedado anticuada.

Mientras las empresas, en todos los sectores, están reduciendo sus plantillas dedicadas a la administración e incrementando de esta forma su productividad y competitividad, las Administraciones en su conjunto han crecido de forma considerable en el número de personas, disminuyendo su productividad y encareciendo el servicio que prestan al ciudadano. Ninguna empresa habría podido resistir este error, los competidores la habrían eliminado.

Por otra parte, errores de gestión de los últimos años han conducido en demasiadas ocasiones a ofertas de servicios sin demanda pero caras de mantener: aeropuertos vacíos o casi vacíos, bibliotecas públicas sin lectores, trenes con pocos pasajeros, etcétera. Las buenas prácticas de gestión de una empresa nos obligarían a cancelar inmediatamente la oferta no rentable o apenas utilizada. Es cierto que la nación no es una empresa y a veces servicios no rentables se continúan dando por razones sociales, pero hay que buscar un término medio entre la rigidez de una política de empresa que exige rentabilidad en cada oferta y el total desprecio del coste de los servicios proporcionados.

Queda el tema de la redundancia de la Administración en sus tres escalones: Estado, autonomía y ayuntamiento. Y no quiero examinar la cuestión de competencias, sino estrictamente la función administrativa ligada a cada competencia. Actualmente la casi totalidad de las empresas que operan en múltiples territorios y países tienen el mismo esquema de funcionamiento: las decisiones se toman descentralizadamente, cerca de los clientes, y la ejecución de los procesos se efectúa centralizadamente para conseguir las economías de escala y especialización. Es decir, una compañía multinacional que opere en toda Europa tendrá típicamente centros de decisión en cada país y centros de proceso de facturación, contabilidad, nóminas, etcétera, centralizados. España, como nación, no sigue estas reglas, y sin embargo se puede descentralizar la estrategia, la capacidad de decisión y al mismo tiempo posicionar en un solo punto el proceso. Como ejemplo, la cuantía del IBI (decisión) se podría determinar a nivel de cada ayuntamiento y, no obstante, su facturación y gestión de cobro (proceso) se llevaría a cabo centralizadamente en un ubicación cualesquiera. De la misma forma, el sueldo de los funcionarios de las autonomías se podría determinar en cada autonomía, pero la administración de la nómina se llevaría a cabo centralizadamente desde un único punto de España. Por cierto, también serviría para llevar puestos de trabajo a zonas más necesitadas y de menor coste.

En resumen, si España fuera una empresa tendría un plan a medio y largo plazo que asegurase su viabilidad, unos funcionarios y ciudadanos informados e ilusionados con el cambio estratégico que se estaba poniendo en marcha y una obsesión por la eficiencia.

Pedro Navarro es vicepresidente del Patronato de la Fundación ESADE.

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