Giacometti: un ejemplo de integridad que trasciende al Arte

Alberto Giacometti es uno de los más destacados artistas del siglo XX. Nacido en 1901, en la localidad suiza de Borgonovo, se matricula en la École des Beaux-Arts y en Écoledes Arts Industriels en Ginebra, aunque en seguida arriba a París –la meca de las Vanguardias–, para incorporarse a las clases de Émile-Antoine Bourdelle en la Académie dela Grande Chaumiére. A partir de entonces iniciará un viaje que le llevará a acercarse al omnipresente cubismo y al todo poderoso Picasso, con su geometrización y simplificación de volúmenes y formas, y más tarde al movimiento surrealista. Giacometti arrumba enseguida el realismo para aproximarse al arte primitivo de África, Méjico y Oceanía, y a la abstracción, y abordar la creación desde el más vivido recuerdo. ¡Ya no hay, como cuando Hernán Cortés quema quinientos años antes sus naves para adentrarse en las tierras del Imperio Azteca, vuelta atrás! La prueba es su difícil abandono del surrealismo y el comienzo de una experimentación marcada por la incesante búsqueda de lo auténtico. Giacometti hace así suyas las palabras del dramaturgo Samuel Beckett, con quien gustaba de dar paseos por Montparnasse: «Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor». Poco queda ya de las ingenuas figuras en plastilina de su infancia, pero el alumbramiento del mejor arte era una realidad.

Del silencioso artista y de su quehacer deseo destacar dos rasgos:

a) La sencillez. Una sencillez que inspira todo: su vida, ni siquiera en sus años de reconocimiento modificó sus hábitos –sólo poseía dos chaquetas y unos pantalones gastados, mientras guardaba el dinero en una caja de zapatos–, y su obra. Instalado en un estudio de dieciocho metros cuadrados en el 46 de la Rue Hyppolite, con poco más que una silla de mimbre y una escalerilla, construye una obra gigantesca, no por tamaño, sino por entidad: la propia de la veracidad. Allí irá situando el aposento físico de sus esculturas. La casi ingrávida obra Tête qui regarde da fe de ello. Pronto sus esculturas se extenderán horizontalmente, dando lugar a espacios que recuerdan los tableros de ajedrez, donde el espectador y su obra son sujetos activos que, en cuanto parte de la vida, interactúan. Tenía razón el maestro Emanuel Lasker: «Cuando veas una buena jugada, trata de encontrar otra mejor».

Ya no habrá parada, ni sosiego: a veces volviendo a esculpir de «manera real»; otras, minimizando y menguando el tamaño de las figuras, pero agrandando sus bases; en ocasiones, incrementando su volumen, pero hiperestilizándolas al infinito. En unos casos, serán inertes y frontales, y en casi todas, además, como las de su compañera Annette Arm, femeninas. Otras veces, las últimas, aparece la representación genuina del hombre que deja el reposo y camina. Y cuando todo parece terminar, le llega el encargo del arquitecto Gordon Bunshaft para proyectar en 1958 un tríptico – Lacabezagrande, El hombre que camina y La mujer grande de pie– para la plaza del Chase Manhattan Bank en Nueva York. «Siempre he querido saber –apostilló– cómo de grande podían llegar a ser». Las esculturas escapan de sus peanas, y se erigen, relacionándose con el mundo, en una realidad física más allá de la mirada pasiva de un espectador que reclama su activa participación. Las fotografías, siempre con sus obras, de Man Ray, Cartier-Bresson, Robert Doisneau y Dora Maar, nos recuerdan su meticuloso, pero gigantesco paso.

b) El esfuerzo. Un esfuerzo que recuerda un sacerdocio laico, pero sagrado. Incesantes horas de exigente trabajo, de angustias y frustraciones, en el que no importa hacer y deshacer, tras la anhelada veracidad. El libro de James Lord, Retratode -Giacometti, y su interminable retrato, o mejor dicho retratos a lo largo de dieciocho intensos días de 1964, igual que el librito de Sachiko Natsume-Dubé, Giacomettiy-Yanaihara, profesor japonés de filosofía que haría de impasible modelo durante doscientos veintiocho días de 1956 a 1961, testimonian su dedicación e inconformismo. Como en el poema de Constantino Kavafis – «cuando emprendas tu viaje a Ítaca, pide que el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias. No temas a los lestrigones, ni a los cíclopes, ni al colérico Poseidón, seres tales jamás hallarás en tu camino, si tu pensar es elevado, si selecta es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo»–, Giacometti hace de su viaje, en el que se ve como una insignificante mosca que no descansa nunca, su posada. Los que han visitado la reciente exposición «Terrenos de Juego» en la Fundación Mapfre pueden atestiguarlo.

El hombre que camina, una de sus obras emblemáticas, puede interpretarse de esta suerte como una alegoría sobre la vida humana, siempre en búsqueda permanente: «La gente confluye y se separa, después se aproxima para cercarse unos a otros. De este modo se forman y se transforman sin cesar composiciones vivas de una complejidad increíble. Es la totalidad de la vida lo que me gustaría representar en todo lo que emprendo». Tenía razón Sartre, cuando lo calificó como «un artista en búsqueda de lo absoluto». Un ejemplo del ideal de un creador, pero predicable de cualquier hombre. Entre tanto, la alargada y liviana, en ocasiones hasta ingrávida, pero tupida sombra de nuestro artista, explicita la mejor de las caras humanas: la de la integridad y la verdad.

Pedro González-Trevijano, magistrado del Tribunal Constitucional.

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