Gibraltar: reflexiones de un embajador

A comienzos de 1982, en pleno proceso de adhesión de España a la Alianza Atlántica, Leopoldo Calvo-Sotelo viajó a Londres para reunirse con Margaret Thatcher, que le ofreció un almuerzo en su residencia de Downing Street. Fue una entrevista cordial, sosegada y constructiva, en la que se trataron varios asuntos, especialmente la cuestión de Gibraltar. Sobre este punto, en un Canje de Notas, se convino celebrar una reunión entre los dos ministros de Asuntos Exteriores, Lord Carrington y Pérez-Llorca, encaminada a desbloquear el contencioso y avanzar hacia su solución final.

El uno de febrero fui nombrado director general de Política Exterior para Europa y Asuntos Atlánticos. Y me ocupé del tema. Esa misma semana me puse a trabajar con el embajador británico, Richard Parsons, a fin de acordar un documento que habría de suponer la puesta en marcha de un proceso encaminado a la devolución de la colonia. Era el momento de cumplir con lo que el presidente del Gobierno había declarado en el Congreso de los Diputados: que la integración en la OTAN crearía condiciones favorables para que España y el Reino Unido solventaran sus diferencias sobre un agrio enfrentamiento que, con ambos países como miembros de la Alianza Atlántica, ya no tendría sentido. Porque la Roca era, y siempre ha sido, una base militar.

Parsons se reunió conmigo en varias ocasiones, con vistas a determinar dos puntos: ir dando forma al contenido de la futura Declaración formal, y decidir la fecha y el lugar del encuentro entre los dos ministros, que sería antes de nuestra prevista entrada en la OTAN. A comienzos de marzo, el documento había sido ya finalizado, y contenía los dos elementos sustanciales exigidos por las Naciones Unidas: se abrirían negociaciones (no meras «conversaciones») entre España y el Reino Unido, y ambas partes tratarían todos los aspectos del problema, incluyendo la soberanía. La fecha y el lugar también fueron fijados: la entrevista se celebraría en Sintra (Portugal), el sábado 3 de abril. Era el banderazo de salida a un proceso que concluiría –aunque no se precisaba fecha alguna– con la retrocesión del territorio a España. Era, en fin, un desbloqueo histórico, que nos abría las puertas de una situación enteramente nueva.

Sin embargo, algo impidió su firma. Fue un hecho imprevisto, que echó por tierra nuestras bien fundadas esperanzas: la invasión de las Malvinas. A media mañana del 2 de abril, viernes, recibí una llamada telefónica de Jaime de Piniés, nuestro embajador en la ONU, para informarme que comandos argentinos se habían apoderado de las islas. Inmediatamente pedí que me pusieran con Moncloa, donde se celebraba el Consejo de Ministros. Pérez-Llorca salió alarmado de la sala, en vista de la urgencia y dramatismo con que lo reclamé. Y convino conmigo en que nos encontrábamos ante una gran calamidad: la reunión del día siguiente estaba muerta. Los esfuerzos de varios años, muy a pesar nuestro, habían naufragado.

Temíamos no solo un parón, sino un rotundo retroceso. Como en efecto sucedió. Lord Carrington fue fulminantemente destituido (en Londres se dijo, de manera piadosa, que «presentó su dimisión»), ocupando su puesto un rígido y escéptico Francis Pym. Naturalmente, la entrevista no tuvo lugar. Y Parsons y yo nos reunimos para certificar la defunción de un ilusionante acuerdo que no llegó a cuajar, por causas que ninguno de los dos podíamos haber imaginado. Así fue cómo la nonata Declaración de Sintra quedó archivada en el cajón de los papeles olvidados.

Debo añadir que nunca fuimos tan ingenuos como para imaginar que la Dama de Hierro se proponía entregarnos la colonia en la primavera de 1982. Sabíamos que tal cesión no era entonces posible. Y que no cabía esperar que fuera a salir el Gobernador de la Plaza para ofrecernos la llave del Peñón, como Boabdil hiciera a las puertas de Granada. Pero también sabíamos que, de haberse celebrado la reunión del 3 de abril, se habría puesto en marcha una dinámica destinada a culminar –la fecha era lo de menos– con la retrocesión del territorio a España. De eso sí que estoy totalmente seguro.

Dos años más tarde, cuando ya cerrábamos las largas y difíciles negociaciones para la entrada en las Comunidades Europeas, surgió otra oportunidad. Fue el encuentro entre Fernando Morán y Geoffrey Howe, que culminó con la Declaración de 27 de noviembre de 1984, y dio origen al llamado espíritu de Bruselas. Tanto Morán como Sir Geoffrey, ministros ambos de Asuntos Exteriores, declararían en sus memorias respectivas estar convencidos de que, en ese día, colocaron el problema en vías de solución. Pero la iniciativa no fructificó. Como tampoco lo hizo la interesante idea de compartir temporalmente la soberanía con el Reino Unido, mantenida por Abel Matutes, Josep Piqué y José Manuel García Margallo, en propuestas inteligentes y bien articuladas que no lograron su objetivo.

Hoy, las cosas han cambiado. Y con España como miembro de la Unión Europea y el Reino Unido debilitado por el Brexit, se nos presenta una oportunidad de oro para encauzar de nuevo el tema, de manera irreversible, en la buena dirección. A tal fin, me permito señalar, entre los múltiples elementos que se están tomando en consideración, los siguientes cinco puntos. Porque constituyen la base de nuestra justa reivindicación.

1º.- El Tratado de Utrecht, y los instrumentos aprobados por las Naciones Unidas, no son una antigualla superada ni vestigios del pasado. Forman un acervo político vital, con plena validez, apoyado en instrumentos jurídicos y resoluciones de la Asamblea General que siguen en vigor. Lo saben los británicos. Y los gibraltareños.

2º.- EN LA ROCA no existe, ni puede existir, una frontera. No es, ni será nunca, un país independiente. La tesis de un Gibraltar gibraltareño no ha sido aceptada ni por Londres ni, mucho menos, por Madrid. Así lo reconoció incluso Sir Joshua Hassan, entonces ministro principal de Gibraltar, ante la ONU. Por tanto, cuidado con el uso del término frontera.

3º.- En la Carta Otorgada de 1969, mal llamada Constitución de Gibraltar, el Reino Unido reconocía el derecho de los gibraltareños a decidir su propio futuro, pero no el futuro del Peñón, que Londres considera competencia exclusiva del Parlamento británico. Y así se recogía en el texto citado de forma perfectamente clara.

4º.- Estoy muy de acuerdo con la supresión de la verja, que los ingleses calificaron, en los años sesenta, como «otro vergonzoso Muro de Berlín». Olvidaban, según costumbre, que habían sido ellos quienes la levantaron en 1909, en contra de las reiteradas protestas de Madrid. Por tanto, aunque tarde, bienvenida sea la decisión de derribarla.

5º.- No es verdad que el Reino Unido se niegue, por una cuestión de principio, a negociar el punto de la soberanía. Como acabo de indicar, Londres lo ha aceptado en varias ocasiones. Lo hizo cuando España, reforzada por sus favorables perspectivas para adherirse a la OTAN y a las Comunidades Europeas, así se lo exigió.

En los años en que dirigí el gabinete técnico de Marcelino Oreja, un ministro que respecto a Gibraltar mantuvo siempre una postura digna, inteligente y clara, solía decirle: «ministro, sobre este tema podemos no avanzar; lo que no podemos es equivocarnos». Ya nos equivocamos una vez, al abrir las compuertas de un «buenismo solidario», tan inútil como contraproducente, con los gibraltareños. Por favor, no volvamos a errar ahora, que tenemos todos los triunfos en la mano.

José Cuenca es embajador de España.

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