Gibraltar vuelve a alejarse

El extenso artículo que el embajador Josep Pons Irazazábal publicó en ‘El País’ el 24 de marzo llevaba por título ‘Gibraltar tan lejos, tan cerca’ e intentaba demostrar que la entera política española hacia el Peñón, desde que pasó a manos británicas, hace la friolera de 317 años, fue un rotundo fracaso, que no nos ha llevado a ningún sitio. Aunque ahora se abre la posibilidad de llegar a un acuerdo de dimensiones históricas con el Reino Unido que resuelva el contencioso. ¿Cómo? Pues olvidando la estrategia de reclamar la plaza para buscar una salida que favorezca a todos -bautizada con el atractivo nombre de ‘prosperidad compartida’-, que eliminará de un plumazo todos los obstáculos y malentendidos que han lastrado la disputa. El primero de ellos, «querer resolver un conflicto del siglo XVIII con métodos de aquel tiempo. ¿Piensa alguien que eso es posible?», ironiza el embajador antes de montar su relato, en el que hay más rotos que en los vaqueros de una adolescente y menos razón que en su vocabulario, como voy a demostrarles. Pero antes, dos palabras sobre el personaje: don Josep Pons es diplomático de carrera, hoy jubilado, llegando al nivel de embajador en capitales de segundo orden, aunque su labor más destacada la realizó en el Departamento de Europa del Ministerio de Asuntos Exteriores bajo Miguel Ángel Moratinos, creador del Foro Tripartito, que dio entrada a Gibraltar en las negociaciones hispano-británicas, y él mismo visitó el Peñón, algo que no había hecho ningún antecesor en el cargo. Su sucesora, Trinidad Jiménez, socialista, tras examinar el tinglado, lo desmontó hasta que la actual titular, Arancha González Laya, lo ha revitalizado y, según todos los indicios, puesto en marcha. O sea, hablamos de gentes convencidas de que la mejor forma de defender los intereses españoles es tener en cuenta los de sus adversarios.

Gibraltar vuelve a alejarseLa primera equivocación del embajador Pons, y digo equivocación porque de haber sido aposta habría que calificarlo de forma mucho más contundente, fue considerar el tema Gibraltar como una reliquia del pasado. Cuando es bien moderno al tratarse nada menos que de la descolonización, aprobada por la Resolución 1514 (XV) de la Asamblea General de Naciones Unidas a mediados del siglo XX, que sigue activa en su Cuarta Comisión y pasa cada año lista a los territorios aún no descolonizados, Gibraltar entre ellos. O sea, que el único trasnochado es el embajador. Lo confirma que olvida la condición de colonia que aún tiene Gibraltar por más que tratan de borrarla. Fue la propia Inglaterra la que la inscribió como tal en la lista que la ONU pidió a las potencias coloniales.

Claro que sus planes eran muy otros: como vencedora de la II Guerra Mundial y miembro permanente del Consejo de Seguridad, pensó que le sería fácil conceder la autodeterminación a la Roca, ésta votaría que deseaba seguir bajo pabellón británico y colorín colorado, este cuento se ha acabado. Pero le salió el tiro por la culata: que Gibraltar era una colonia y, además, una base militar de primer orden había quedado tan en evidencia tras varios años de debate que, el 19 de diciembre de 1967, la Asamblea General de la ONU aprobó, nada menos que por 70 votos a favor, 21 en contra y 25 abstenciones, «una resolución en la que considerando que toda situación colonial que destruya parcial o totalmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los principios y propósitos de la Carta de Naciones Unidas. A mayor abundamiento, lamenta la interrupción de las negociaciones entre España y el Reino Unido y declara que el referéndum celebrado el 10 de septiembre contraviene las disposiciones de lo dispuesto por la Asamblea General e invita a los Gobiernos de España y el Reino Unido a reanudar sin demora las negociaciones previstas por dicha Asamblea General con miras a poner fin a la situación colonial de Gibraltar y a salvaguardar los intereses de su población». Los británicos lucharon como leones para cambiar la palabra «intereses» por «deseos», pero no lo consiguieron. España estaba dispuesta a garantizar sus bienes, pero no sus deseos, ya que como pueblo colonial no contaban. Era una victoria por goleada de España que nos costaba creer a nosotros mismos. Y que los ingleses, fieles a su costumbre de ignorar lo que nos les conviene, no obedecieron. En el forcejeo que siguió, vista su tozudez y abierta ruptura de las normas, España cerró la Verja, que sólo volvió a abrirse cuando los ingleses, que ya estaban en la Unión Europea, exigieron su apertura para permitirnos ingresar. Pero el lance dejó muy claras dos cosas: que Gibraltar es una colonia y que su descolonización solo puede llegar por negociaciones entre Madrid y Londres. Es verdad que no se recuperó Gibraltar, pero quedarán reconocidos los derechos de España en el contencioso. O sea, que la batalla no fue en vano, como apunta el embajador. De no haberla librado, los ingleses se hubieran salido con la suya sin costarles un céntimo, y los gibraltareños no habría tenido una muestra de hasta qué punto dependen de España.

La oportunidad volvió a presentarse con la metedura de pata hasta el corvejón de los ingleses con el Brexit. Habían logrado colar a Gibraltar en la UE como «un territorio cuyos asuntos externos lleva un Estado miembro», pero si ellos salían, salía también su colonia, descolgada de Europa. Un auténtico drama porque Europa, en la misma línea de Naciones Unidas, decidió que España tendría la última palabra sobre el futuro de la colonia al sur de su territorio. Lo malo es que quienes mandan en España hoy son quienes parecen gozar con sus desgracias. El acuerdo al que han llegado Londres y Madrid sobre el futuro de Gibraltar podría haber sido redactado por su ministro principal. Al menos Fabián Picardo nos dice que «garantiza una circulación fluida y abierta de personas y bienes entre Gibraltar y la Unión Europa», sin que haya rastros de los agentes de la Frontex, los aduaneros comunitarios que deberían estar en el aeropuerto gibraltareño y en la Verja para garantizar que se cumplan las condiciones exigidas en el espacio Schengen, ni se hable de aduaneros españoles. Todo ello «respetándose la identidad británica de Gibraltar». En una palabra: que la colonia conserva sus privilegios británicos y gana los europeos, ahora bajo el patrocinio de España. A eso le llama nuestro embajador un «acuerdo de dimensiones históricas». Menos mal que está jubilado. Aunque vender el acuerdo ya lo ha vendido. Será histórico por su originalidad, porque ninguna nación que se precie de sí misma haría tamañas concesiones. Nuestro Ministerio de Exteriores insiste en que se han salvaguardado los intereses de España, pero está la cosa tan revuelta en nuestro país que incluso se considera un avance el haber devuelto a sus pueblos a los asesinos de ETA y sentarse en una mesa para hablar de la independencia de Cataluña.

Como llevo medio siglo informando sobre situaciones límites, salvándonos en el último minuto por los pelos, me digo que puede ocurrir lo mismo, con Bruselas como ángel de la guarda. Allí no debe de gustar nada que se abra un boquete en su punta sur, controlado por los ingleses tras el portazo. A Gibraltar ha llegado el navío de la Royal Navy Trent. Esperemos que no como las cañoneras que vigilaban su imperio en el siglo XIX.

José María Carrascal es periodista.

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