Gibraltar y el bolero de Ravel

Una mañana de enero del año 1954, estudiando el entonces llamado curso Preuniversitario en el Instituto Ramiro de Maeztu, llegaron al mismo varios estudiantes universitarios para informarnos, a los que cursábamos los últimos años del Bachillerato, de que iba a celebrarse una importante manifestación, a la que nos invitaban a participar. Mis compañeros y yo lo oímos con cierto escepticismo, pues ni pensábamos que el jefe de estudios nos diese permiso para fumarnos –como se decía entonces- las clases, ni tampoco conocíamos la razón de esa manifestación.

De ambas cuestiones nos enteramos enseguida. Por una parte, la razón de esa manifestación que se iba a realizar esa mañana era para protestar por la anunciada visita que la joven reina Isabel II del Reino Unido de Gran Bretaña iba a realizar a Gibraltar. Y, por otra, los dirigentes de nuestro Instituto, como no podía ser de otra manera, nos permitieron por razones patrióticas, asistir a ese evento. Tanto yo como algunos de mis compañeros de curso decidimos ir a la manifestación pero no por razones emocionales, sino sobre todo por mera curiosidad. La manifestación, fundamentalmente estudiantil, había iniciado su recorrido desde La Moncloa, agrupando a estudiantes procedentes de las distintas Facultades, Escuelas Especiales, Institutos y academias privadas. Cuando todos los grupos se reunieron se llegó a formar una masa que se calculó en unas 25.000 personas. El recorrido comenzó por la calle Princesa, la Gran Vía, Sol, Alcalá y el Paseo de la Castellana hasta llegar a la calle de Fernando el Santo, en donde se encontraba la Embajada británica, el Instituto británico y el Consulado.

Los manifestantes, al pasar intencionadamente por delante del Ministerio de Asuntos Exteriores, en la plaza de Santa Cruz, esperaron a que el entonces ministro Alberto Martin Artajo saliese al balcón del Ministerio para pronunciar una arenga patriótica. Con ello quedó de manifiesto que dicha manifestación no solo la permitía el Gobierno franquista, sino que la alentaba y, pensábamos también ingenuamente, que la protegía. Mis compañeros y yo fuimos desde la calle Serrano, donde se encuentra el Ramiro, directamente hacia la calle de Fernando el Santo. Pero ni siquiera pudimos aproximarnos a dicha calle, pues estaban todos sus aledaños repletos de jóvenes estudiantes que vitoreaban el famoso grito de «Gibraltar español». Aquello fue una encerrona pues cuando los ímpetus juveniles alardeaban pacíficamente de su ardor patriótico, la Policía Nacional, es decir, los grises, arremetieron contra la masa estudiantil arreando porrazos a diestro y siniestro y hasta disparando algún tiro, con la intención de disolver la manifestación. Nuestra perplejidad fue realmente asombrosa, pues no entendíamos que una manifestación organizada y alentada por la Falange y el Gobierno, recibiesen con tanto cariño a los candorosos estudiantes que reivindicaban la soberanía española en el Peñón. Existe una famosa anécdota, que se atribuye a un embajador británico, preocupado por una manifestación patriótica que reivindicaba la españolidad de Gibraltar. Algunos dicen que era el embajador de este momento quien la pronunció, atendiendo la llamada del ministro de la Gobernación, entonces Blas Pérez González, quien le ofrecía enviar más policías para proteger la sede diplomática, a lo que el embajador le respondió: «Señor ministro, no quiero que me envíe más guardias, prefiero que me mande usted menos estudiantes». Otros autores atribuyen la famosa frase al embajador Sir Samuel Hoare, quien dirigió esas palabras, años antes, al ministro Serrano-Suñer. Sin embargo, éste lo niega en alguno de sus libros y artículos, diciendo que se trata de una de esas frases que todo el mundo repite, pero que no se pronunciaron nunca. Es igual: se non é vero, é ben trovato, al menos en la que yo presencié.

Sea lo que fuere, al pasar de los años, cuando la fiebre patriótica de «Gibraltar español» sale a flote nuevamente por razones de distracción o por razones realmente importantes, ese acontecimiento en el que yo participé y en el que estuve a punto de probar la dura goma de las porras de los grises, me pareció que era una metáfora. En efecto, todas las veces que las olas patrióticas tratan de reconquistar el Peñón, siempre salen ganando sus dueños actuales, como veremos después. Curiosamente, se puede recordar a este respecto que, precisamente el mismo día 26 de enero de 1954, en que la prensa española daba información de la manifestación señalada, informaba de otra cuestión con consecuencias también para España. En aquella época Marruecos estaba dividido principalmente en dos zonas: una bajo la soberanía francesa y otra en forma de protectorado español. Pues bien, el entonces aspirante al trono del reino de Marruecos, el sultán Mohamed V, que estaba bajo vigilancia francesa en Córcega, fue enviado a un lugar secreto, que después se comprobó que era Madagascar. Los intentos de Francia por mantener la colonia marroquí bajo su mandato acabaron siendo estériles, porque la ola de la descolonización, auspiciada por la ONU en los años cincuenta y sesenta, acabaría imponiendo la independencia del reino de Marruecos y su aspirante al trono se convirtió en el Rey Mohamed V. En otras palabras, la descolonización que favoreció a Marruecos no sirvió para nada en el caso de la minúscula colonia inglesa de Gibraltar, incluso haciendo caso omiso los sucesivos Gobiernos británicos de lo que había dicho Jorge I, en una carta dirigida en 1721 al Rey español: «No vacilo en asegurar a V.M. que estoy pronto a complacer en lo relativo a la reclamación de Gibraltar».

Desde entonces han pasado los años y periódicamente surgen arrebatos patrióticos, unas veces forzados y otras de forma auténtica, para reivindicar la descolonización de Gibraltar, que es el cuento de nunca acabar o, mejor aún es como el repetitivo bolero de Ravel de nuestra política nacional. Ahora bien, si comparamos tal y como estaba la colonia de Gibraltar, inmediatamente después del Tratado de Utrecht de 1715, a como está hoy, se comprobaría fácilmente que sus dependencias y, sobre todo, sus habitantes, están mejor que nunca gracias a la errática política española, que parece guiada por un inconfesado masoquismo. Cuando hablaba de la metáfora que representó para mí la manifestación de 1954, que el Gobierno primero organizó y luego disolvió a palos, es porque con ella se demuestra que los británicos conservan su colonia no por sus méritos, sino por la estupidez española que tira piedras a su propio tejado. En efecto, España no ha dado apenas pasos realmente efectivos para obtener la soberanía del Peñón, a pesar de que desde 1967 la ONU ha dictado varias resoluciones instando a Gran Bretaña a negociar su descolonización.

Estamos en el año 2013, Gran Bretaña y España son miembros de la Unión Europea y de la OTAN y mantienen unas buenas relaciones bilaterales, pero a pesar de eso Gibraltar sigue siendo la única colonia en Europa. Dentro de poco se celebrará un referéndum en Escocia, permitido por el Gobierno de Londres, para comprobar, según la política de la devolution of power, si esta región del Reino Unido desea su independencia. Sin embargo, en lo que se refiere a Gibraltar, mantiene una posición no democrática, por no decir fascista. Ahora bien, si Gibraltar cuenta hoy con todo tipo de ventajas, se debe a que han sido adquiridas por errores del Estado español. Por supuesto, no voy a entrar aquí en la enumeración de todas estas pequeñas derrotas, que comenzaron con reivindicaciones muy pomposas, y acabaron con la victoria de Gran Bretaña y de los llanitos. A este respecto, es también sorprendente, como ocurre en otros muchos casos, que no hayamos conseguido el necesario consenso en nuestra política exterior. Porque si hay algo que distingue a los países serios de los que no lo son, consiste en que aunque cambien los Gobiernos y sean de uno u otro signo, permanece inalterable, salvo alguna excepción, la continuidad de la política exterior. Eso no ha ocurrido casi nunca en España y la prueba más sencilla y al alcance de la mano lo tenemos con el actual conflicto con los gibraltareños y Gran Bretaña. Baste comprobar lo que dijeron en un primer momento algunos dirigentes del PSOE, o de otros partidos, y lo que viene diciendo el Gobierno. Es más, nuestra política sobre Gibraltar es un ejemplo perfecto del inacabable manto de Penélope, pues los que unos tejen, al poco rato otros los destejen. Se cierra la Verja –una de las medidas más efectivas–, y pocos años después se abre sin contraprestaciones. Las tonterías de un Gobierno han llegado a tal punto que un Ministro de Asuntos Exteriores español consideró normal ir a Gibraltar para negociar de tú a tú, con el Principal de la Roca y con su colega británico, supongo que para tomarse con ellos, nunca mejor dicho, un whisky on the rocks.

Pues bien, llegados aquí, convendría que reflexionásemos si merece la pena seguir dando batallitas para conseguir una soberanía, que ya ni siquiera sería propiamente española, puesto que existe la UE, o, por el contrario, sería mejor que nos dedicásemos a fomentar y mejorar nuestras relaciones con Gran Bretaña, socio por ahora en Europa. Pero si se elige la primera opción tendrían que darse dos condiciones. Una, que hubiese un consenso de los principales partidos para mantener permanentemente la reivindicación de la soberanía. Y, dos, que la batalla se diese a través de argumentos jurídicos, económicos y diplomáticos, tomando medidas legales, pero inflexibles. Ahora bien, si se escoge la segunda opción, habría que defender entonces sobre todo los intereses de los trabajadores españoles afectados y respetar, al mismo tiempo, los derechos de los habitantes de Gibraltar, pero siempre que no perjudiquen los intereses de España, con su continua apropiación del suelo español, con su intolerable política contra los pescadores españoles y el medio ambiente, con su fomento del contrabando y con su imperialista política propia de los paraísos fiscales.

Dicho esto, no cabe duda de que no se les puede permitir barbaridades como la de sumergir en las aguas jurisdiccionales españolas enormes bloques de cemento para perjudicar a los pescadores españoles. Si continúan así, con la escenografía de la Royal Navy al fondo, habría que aumentar el tiempo de los controles varias horas más, así como subir también las tasas de las salidas y entradas del Peñón. Pero los llanitos deberían tener en cuenta que el dinero viene y va, o va y viene, mientras que el tiempo va pero nunca vuelve. Por eso España ha perdido 300 años inútilmente. ¿Los seguiremos perdiendo?

Jorge de Esteban es presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO y catedrático de Derecho Constitucional.

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