Gil Parrondo cumple noventa

Hoy, 17 de junio de 2011, Gil Parrondo cumple noventa años, doscientas películas (dos Oscars y cuatro Goyas, entre otras docenas de premios, nominaciones y medallas), y una familia que envidiaría la de Jimmy Stewart en ¡Qué bello es vivir! Quisiera añadir que Gil nació cinco días después de Luis García Berlanga, y que ese año en que vinieron al mundo estos dos genios, 1921, el cine nos regaló obras maestras como El chico, de Chaplin, Las tres luces, de Fritz Lang, o Nosferatu, de Murnau.

La primera luz que vio Gil fue la de Luarca, una pizpireta villa asturiana a orillas del río Negro, nombre engañoso, ya que se trata de un torrente de primavera de aguas frescas y nada oscuras, muy parecido a esos arroyos transparentes y verdosos (por el Technicolor) en los que trabajan los buscadores de oro en los «westerns» de Anthony Mann. Es curioso, pero los ojos de Gil atesoran el mismo reflejo que hay en el fondo de los ríos sin retorno, ese centelleo de las pepitas doradas que se quedan en los cedazos. A pocos metros del centro urbano, y del puerto pesquero, está la playa. No es que sea bonita, es que es la Décima Sinfonía; su arena tiene una tonalidad avainillada, como la de los cucuruchos de los helados; el mar que la rodea es de color azul tormenta, como el de Kipling, y por arriba hay un ciclorama de nubes blancas muy Indio Fernández, muy Gaby Figueroa . En esa playa, que parece sacada de El hijo de la furia, John Cromwell, iluminada a todas horas por una luz que ya es atlántica, Gil aprendió a nadar igual de bien que los nativos de Tabú. El pasado verano, todavía mi amigo era capaz de bracear media hora sin cansarse, con un «crowl» casi perfecto, en Las Chapas, Marbella, en la piscina de su hija médica. Pero, sobre todo, fue en Luarca donde aquel «guaje» siempre en estado de alerta, como Nueva York o Picasso, abrió sus ojos a las películas por primera vez, películas que entonces eran mudas y gris plata y aún desprendían olores a revolución industrial, a fábrica y grasa.

Cuando Gil abandonó la cuna de los ALSAs (Automóviles de Luarca, S.A.) y vino para Madrid, ya distinguía perfectamente un plano general de un primer plano, por ejemplo, uno de Clara Bow. En Madrid pronto estableció amistad con Enrique de Lagardere, Sandokan, el tigre de Mompracén, y el prisionero de Zenda; con los tebeos del TBO y los cromos de Suchard; con los decorados de Metrópolisy las verbenas y merenderos de la Bombilla. Qué casualidad, junto a la casa de los Parrondo había un cine de verano. A través de los cristales del mirador del piso de arriba, a lo lejos se veía la pantalla entera. Muchas noches de verano, después de cenar, una chiquillería de hermanos y primos, además de los mayores, salía a la balconada a ver la película. Gil, ayudado por unos prismáticos, leía despacio los letreros para que todos pudieran seguir mejor la trama.

A los diez años, con el bachillerato iniciado, Gil regresó de nuevo a las Asturias, esta vez a Cabañaquinta, a casa de sus tíos. Cabañaquinta entonces era un pueblecito como diseñado por Cedric Gibbons para una producción B de la Metro-Goldwyn-Mayer. Muy tranquilo, con pocos habitantes, en mitad de la nada, pero con un tesoro más valioso que el de las minas del Rey Salomón: un pequeño cine encima de una confitería de vocación vienesa. En aquella sala, que olía a cruasán, Gil descubrió nada menos que el «sex appeal», gracias a su amada Jean Harlow, la rubia platino; también en Cabañaquinta Gil exploró a conciencia la Naturaleza, tan presente en su obra, y, bueno, se enamoró de una compañera de pupitre, ya saben, uno de esos primeros amores que duran más que los de Romeo y Julieta.

Durante la guerra, Gil, otra vez en Madrid, de donde ya no se moverá, se apunta a Bellas Artes. Todos los días acude a la calle Alcalá, haya o no bombardeos, a embriagarse de Grecos y Goyas, y a dibujar en grandes blocs con anillas desnudos al natural, verdaderos harenes en carboncillo con las caras de Greta, Marlene o Carole. Parrondo es ya un pintor extraordinario. Nadie, ninguno de sus profesores o compañeros, duda de su talento, de sus enormes posibilidades, de su éxito. En esta época de lápices, pinceles y cines de la Gran Vía, Gil está entusiasmado con Rusiñol y Sorolla, con Von Sternberg y Lubitsch, con Renau y Bardasano, con Entre esposa y secretaria y Sucedió una noche, con el Museo del Prado y el Capitol, con el anuncio del toro de Osborne, tan orteguiano, y el del Anís del Mono, tan solanesco. Pero hay que elegir. O pintura florentina del siglo XV o los increíbles sets blancos de la RKO. El Giotto o Polglase.

Desde 1939, en los Estudios de Aranjuez, hasta ayer mismo en Nickel Odeon —repasando sus planos y bocetos para la casa de Sherlock Holmes—, mi hermano del otro lado del Paraíso no ha hecho otra cosa que inventar atmósferas, mundos, a base de ideas y colores, de madera y aglomerados, de espacios y formas. Gil es, al mismo tiempo, dibujante y carpintero, arquitecto y poeta, filósofo, un enciclopedista, en fin, fascinado por los objetos, cuadros, muebles, bibliotecas, porcelanas, lámparas, menaje, objetos todos alumbrados y deslumbrados por la luz irreal del cine. Este seductor con maneras de Omar Khayyam, que atesora tanta clase y alegría como Cary Grant en Vivir para gozar, ha contribuido a mejorar el trabajo de Orson Welles y Nicholas Ray, de David Lean —¡la casa helada de Varykino!—, de su amigo George Cukor, de Martin Ritt y Frankenheimer, de Schaffner y Milius…; y estoy convencido de que Orduña y Nieves Conde, Edgar y Vajda, Pedrito Masó y Jaime Chávarri, Camus, Mercero, y yo mismo, toda nuestra tribu, podríamos jurar por Hitchcock que nadie nos ha ayudado tanto como Gil, despejando las dudas y titubeos que todos sentimos al filmar, los temblores internos, además de aportarnos «sustancia» a la puesta en escena. Sé que es imposible meter a un amigo en un centenar de renglones e intentar acercarlo a quienes no le conocen, aunque yo comparta con él, desde hace más de treinta años, esa cercanía que produce que ninguno de los dos sepamos conducir —«guiar» se decía antes—, o la admiración que ambos sentimos por Di Stéfano (y ahora por Messi) o por las historias de Juan Marsé; los dos nos morimos con Casas y Zuloaga, con los encuadres de John Ford y las piernas de Joan Crawford en Gran Hotel, con Sombrero de copa y La indómita…, pero, sí, hoy quiero desvelar un secreto que, me parece, ilustra perfectamente quién y cómo es Gil Parrondo.

Hace cinco o seis años, localizando exteriores en Asturias para Luz de domingo, de pronto nos encontramos ante un cartel: «Cabañaquinta. 19 kilómetros». «¿Vamos?», le pregunté. Gil llevaba alrededor de setenta años sin pisar su Brigadoon particular. «Adelante», contestó. Y allá fuimos. Durante casi dos horas anduvo Gil recorriendo el pueblo; solo, naturalmente. Yo le esperé sentado en la terraza de un bar. Cuando regresó, caminando despacio, como Gary Cooper en El manantial, no es que viniera transfigurado, con la mirada de Heston al bajar del Sinaí, pero sí traía un fulgor en sus ojos desconocido para mí, algo de desconcierto en su expresión, un poco esa cara de duermevela. Era como si acabara de aterrizar de otra dimensión, de los territorios de la infancia, o de la adolescencia. «¿Sabes? Yo, como Peter Pan, jamás quise crecer», me comentó en voz baja, y bebió un sorbo del gin-tonic de Larios sin hielo que le había pedido. Y añadió: «Creía que no había estado aquí desde el treinta y tantos, pero resulta que jamás me había ido». Quizá por eso Gil no envejece, pensé yo, por eso nunca se transforma en persona mayor. Y, luego, con un relámpago iluminando sus ojos color vino dulce, dijo: «Somos historia. Nada más». Después, montamos en el coche y la cámara giró hacia Shangri-La mientras anochecía.

Todos sabemos que cuando trabajamos con Gil nos volvemos jóvenes otra vez. Como cuando ves Casablanca. Como cuando las chicas de veinte años se enamoraban de ti. Gil y Casablanca, dos leyendas.

José Luis Garci, director de cine.

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