Giros en la conciencia

Lo mismo que en la naturaleza hay grandes corrimientos de tierra, en el orden del espíritu hay profundos desplazamientos de las almas. Nos preguntamos si en el horizonte espiritual de España se han dado aquellos cambios espirituales que auguraba quien afirmó de ella que en un decenio ya no la reconocería la propia madre que la engendró. Nos referimos a los cambios en el orden religioso personal, no a los cambios sociales o institucionales, sino a los de conciencia, que son más sutiles, pero que sin embargo afectan a las raíces desde las que nos sube savia de vida o veneno de muerte. En los treinta años que van de 1960 a 1990 han desaparecido del universo muchos de los signos, valores y creencias de los que habían vivido los treinta siglos anteriores.

¿Cómo han sido los cambios en el orden religioso? Han sido muchos y muy positivos, en cuanto redescubrimiento, reafirmación y realización de la fe en libertad, hechos por un número considerable de españoles. Otros, por ignorancia o sumidos en la perplejidad y en la duda, han cedido a la indiferencia religiosa o al ateísmo. Hay un tercer grupo en quienes ha tenido lugar una difuminación y deslizamiento desde una fe originaria a nuevas actitudes espirituales, que terminan llevando consigo la desaparición de esa fe.

El punto de partida en estos cambios ha sido la instalación tradicional del español en el catolicismo, como religión nacional, determinante de la historia interna, de la cultura y sociedad. Este catolicismo había recibido su troquel sobre todo a partir del Concilio de Trento, la Contrarreforma y la cultura del Barroco. Acentuaba las expresiones exteriores, las formas sacramentales, la institución y el dogma en una Iglesia donde la jerarquía era casi todo. La fe fue acompañada de una cultura que derivó de ella, pero que no era identificable con ella, y que correspondía a los elementos nacionales de quienes la vivían. Ortega y Gasset repetía que no pocas carencias y fallos del catolicismo español lo son por español antes que por catolicismo.

El primer giro y distanciamiento de esta expresión religiosa tradicional, centrada en la propia historia particular, orientó a lo que está más allá de España y de la encarnación particular que ella ha hecho del Evangelio. Algunos se alejaron del catolicismo –decían– para volver a un cristianismo más puro y fiel al mensaje de Jesús, que dicen no encontrarlo en la Iglesia católica. Un hecho significativo es que, mientras que hasta la mitad del siglo XX la memoria del catolicismo en su trayectoria se describía como «Historia de la Iglesia», a partir de ese momento se describe como «Historia del cristianismo». En este cambio hay una leve y sutil contraposición entre Iglesia y Evangelio. ¿Cuál de ellos tiene primacía? La diferencia nos remite a la confrontación entre catolicismo y protestantismo. Algunos españoles pasaron de la identificación católica a la identificación cristiana introduciendo incluso matices en esta. Es conocida la respuesta de aquel ministro español en los años treinta que, al preguntarle por su religión, al entrar en los Estados Unidos, respondió: «Cristiano erasmista».

Hasta ahora la fe era pensada todavía con sus características cristianas: en su positividad referida a la historia del Antiguo Testamento y sobre todo a la persona de Cristo. La actitud interior era la correspondiente a quien responde con su libertad personal a la revelación de Dios en nuestra historia de hombres. Audición del mensaje profético, identificación con los rasgos de los primeros discípulos de Jesús, obediencia a la palabra de Dios, decisión por Él frente a los ídolos del mundo: esas eran las características de la fe en la positividad concreta, propia del cristianismo. Ahora se da el tercer paso: de la fe particular a la religión universal, a las religiones, al horizonte del hecho religioso general, como expresión de la abertura del hombre a la trascendencia y como signo de la presencia de lo sagrado en el mundo. El descubrimiento de las otras grandes religiones, que tiene lugar en Europa a lo largo del siglo XX, hace que no pocos pierdan la capacidad para adherirse al cristianismo como religión de revelación, de encarnación y de institución. A la fe positiva del cristianismo sucede la religión como forma indeterminada de apertura a lo sagrado, y a la unidad del cristianismo se contrapone la pluralidad de las religiones. Por desprendimiento sucesivo, si antes se pasó de ser católico a ser cristiano, ahora se pasa de ser cristiano a ser religioso sin más.

Esta actitud no es el último paso en el deslizamiento desde lo particular concreto a lo universal abstracto. Ahora se deja la religión por la religiosidad. Mientras que la actitud religiosa en las grandas religiones incluía la veneración, alabanza y espera de salvación, a la vez que conllevaba exigencias concretas tanto en el orden del culto como de la comunidad y de la vida moral, en la religiosidad estamos ya en otro mundo. Hemos pasado de lo particular concreto a lo universal abstracto, de lo divino al hombre sin más. Quienes dan este paso piensan que dejando el terreno de la adhesión a una religión particular se abren mejor al Absoluto, que ya no es comprendido como sujeto de inteligencia, libertad y amor. La experiencia religiosa no queda ya religada a circunstancias particulares. Perduran briznas de una piedad, que ya no es fe en sentido estricto, que ha llevado a algunos a hablar de ateos piadosos.

Queda el último paso: de la religiosidad a la espiritualidad. Esta palabra no tiene el significado tradicional, sino uno nuevo en distancia tanto a las religiones tradicionales como al cristianismo. Quienes han hecho el tránsito de lo anterior a esta nueva posición rechazan cualquier contacto o semejanza con las religiones. Pueden incluso reclamar una mística, como opuesta a la religión. Así lo hace E. Tugendhat, discípulo de Heidegger, en su obra «Egocentricidad y mística». A la mística le asigna la tarea de superar el egocentrismo, de ayudar al hombre a soportar el peso de existir, a devolverle a la naturaleza como ámbito acogedor y liberador de la angustia que le genera su temporalidad y finitud. En la historia del cristianismo términos como «los espirituales» y la «espiritualidad» tenían un sentido bien concreto, derivado del Nuevo Testamento y consistente en la referencia a la acción del Espíritu Santo en los hombres. Aquí espiritualidad tiene otro sentido: es la condición del hombre en su oposición a la materia, en su abertura al cosmos, en su capacidad creadora. De Dios no queda rastro; el hombre lo es todo y está solo. Así se definen: «Espiritual sí, pero no religioso».

Junto con la recuperación de la mística, tal como ella aparece en los grandes exponentes cristianos (san Agustín, Santa Teresa, san Juan de la Cruz…), que nos han acercado a la profundidad del misterio de Dios y no menos al misterio del hombre, hay que apoyar los intentos actuales positivos y desenmascarar los pseudorreligiosos, gnósticos, mágicos, que pretenden llevarnos más allá de Dios y más allá de Cristo. Son una perversión del hombre, de la religión y del cristianismo. Hay un vocabulario, que en su origen tiene su adarme de verdad, que hoy queda degradado en el uso que ciertos grupos hacen de él. Así, por ejemplo, se reclama un Dios (y un hombre) transpersonal, transhistórico, transverbal, transreligioso, transcristiano. Ahí ya estamos más allá del cristianismo como religión de la palabra, de la encarnación y de la comunidad que suscita el Santo Espíritu. Cuando la masa, lo anónimo y los poderes oscuros sustituyen al Dios personal, el cristianismo está subvertido en su fundamento.

Olegario González de Cardedal, teólogo.

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