Gitanos y política

Una sombra de nuestra convivencia es la igualdad de las minorías étnicas, empezando por la mayoritaria, la gitana. El asunto no es baladí porque afecta a casi un millón de españoles y, sobre todo, porque cualquier cosa relativa a la dignidad humana es fundamental aunque se ciñera a una sola persona. La dignidad, en efecto, no es asunto de cantidad, sino de cualidad; pero en este caso, el tamaño, además, sí importa. ¿Cómo juzgar la situación de la comunidad gitana en la actualidad? Creo que un buen criterio es el postulado que, por lúcida inspiración de Gregorio Peces-Barba, abre nuestra Constitución (art. 1.1 CE): España es un Estado social y democrático de derecho. Igualdad, democracia y libertad son las promesas centrales de nuestro constitucionalismo. No obstante, cuando se juzga el estado de salud de la comunidad gitana en España solo se suele valorar el aspecto de la igualdad real, es decir, del Estado social. Esto es imprescindible porque todavía los gitanos españoles (en general, aunque no todos) tienen dificultades específicas en muchos órdenes (educación, empleo, vivienda, etcétera). Se ha avanzado bastante, más incluso que en los países del entorno, pero falta mucho por hacer; entre otras cosas, porque los estragos de la crisis económica son, como cabe suponer, mayores entre la comunidad gitana.

Gitanos y políticaPero, y aquí comienza la novedad de mi enfoque, creo que cometemos un error dramático si colapsamos la cuestión gitana solo en el asunto de la igualdad social. Y no solo porque la igualdad se convierte así únicamente en “otro asunto de los servicios sociales”. O porque inyectando unos euros creemos que el asunto ya está en vías de solución (muchos piensan, empero, que, con dinero o sin él, la igualdad de los gitanos es imposible y ya han tirado mentalmente la toalla) Los gitanos pueden estar económicamente mejor o peor, pero el problema fundamental sigue siendo el prejuicio racista, tan extendido como negado, tan dañino como invisible (a veces, incluso para las propias víctimas). Hay que atacar la fábrica del problema (el racismo) y no solo el peor de sus efectos (la discriminación). El neorracismo es sutil; ya no proclama, como el viejo racismo de tipo supremacista a la norteamericana, la superioridad de unas razas sobre otras. Es curioso observar cómo el racismo es la suma de un triple malentendido: 1. Existen razas. 2. Unas razas son superiores a otras. 3. Y lo más sorprendente de todo: el racista siempre se sitúa en la raza superior (el racista es un ignorante/arrogante por encima de sus posibilidades).

En cualquier caso, no hay razas, pero sí hay racismo. El neorracista dice creer con vigor en la igualdad; pero no acepta las políticas de atención a la diversidad. No se ve a sí mismo como racista, pero no admitiría que un hijo compartiera pupitre con un gitano; ni convivir en el mismo inmueble con él. Niega que exista racismo en España; eso sería un asunto de Sudáfrica o de Estados Unidos. Quizá hasta se escandalice con algún tiroteo contagioso de la policía norteamericana contra algún afroamericano e incluso del coqueteo supremacista de Trump. Sutilmente observará que los gitanos reciben todas las prestaciones públicas, pero que no aportan nada a la comunidad. Es posible que invoque estadísticas del número desproporcionadamente alto de gitanos en la cárcel o en el tráfico de drogas (cuando es un payo el que delinque, no quedamos señalados el resto). Sostendrá que, si existe desigualdad, es culpa de los propios gitanos que no se integran. El neorracismo es un racismo argumentativo, elegante, positivo: provoca lo que en Estados Unidos se llama una smiling discrimination, una discriminación de buen rollito.

Mientras esto siga así, será imposible cambiar sustancialmente las cosas, por más ayudas económicas que se den. La enfermedad sigue su curso; tan solo se ocultan, con lenguaje políticamente correcto, los síntomas. Por eso hace falta poner el énfasis, sin desfallecer en las políticas de igualdad social, en otro enfoque, de carácter doble. De un lado, vigorizando el Estado de derecho, esto es, garantizando, como nos exige el derecho de la Unión, las garantías de protección de las víctimas, más allá de los procedimientos ordinarios ya disponibles. Europa nos exige concretamente un organismo específico y autónomo de protección frente a todo tipo de discriminación, que en muchos países, por ejemplo, Francia, un buen modelo, se ha añadido a la figura del Defensor de los Derechos. Aquí tenemos defensores del pueblo estatal y también autonómicos. Sería interesante explorar esta vía.

Y, para terminar, lo más importante. Hay un millón de gitanos españoles y, sin embargo, los parlamentarios (europeos, estatales, autonómicos y locales) gitanos caben en un taxi. Algunos creen que el gran Juan de Dios Ramírez Heredia sigue siendo diputado y que con eso basta. Hay aquí un déficit obsceno de ciudadanía. Una democracia de calidad exige que hubiera tendencialmente tantos gitanos en todas las Cámaras como hay en la sociedad. Coincido con Diego Luis Fernández, el director del Instituto de Cultura Gitana: si no se introduce algún mecanismo corrector, sabemos que nada cambiará. Formalmente, pueden acceder como cualquiera, pero el suelo pegajoso de la realidad lo impide con obstinación. Como ocurría con las mujeres hace unos años. Pues bien, solo hay un instrumento para evitar que los gitanos sigan siendo una minoría discrete and insular, aislada y sin voz, incapaz de defenderse por sí misma en la arena política: introducir las cuotas electorales para grupos étnicos españoles (de extranjeros ya hablamos otro día).

Alguien dirá que las cuotas nunca deberían imponerse; pero, de hecho, han logrado lo que no se habría conseguido de otro modo, la representación equilibrada por género en España. Otros dirán que las cuotas tienen sentido para las mujeres, que son la mayoría de la población, pero no para los grupos étnico/culturales; y que si se establecieran para gitanos, por qué no para cualquier otro grupo social en desventaja. El problema de la pendiente resbaladiza. No quiero obviar el peso de otras minorías étnicas, pero es que en la gitana concurre que se trata de ciudadanos españoles, abarca a casi un millón de personas y es la minoría sobre la que recaen los prejuicios racistas más hondos e históricamente arraigados, sin olvidar que casi medio millón de mujeres gitanas sufren una ciudadanía debilitada. Ellas también son mujeres, pero de una minoría étnica (discriminación múltiple). Todo lo cual aconseja un abordaje específico, pero esta vez ya no solo desde la óptica social, sino también democrática. La plena ciudadanía supone derechos y obligaciones. También la comunidad gitana tiene que luchar contra la discriminación hacia otros grupos y en su propio interior. El peor enemigo de la igualdad es el paternalismo.

El pueblo gitano debe aportar liderazgo para sí y para todos; en efecto, ¿por qué no gitanos dirigiendo a payos, construyendo juntos la casa común?

Fernando Rey Martínez es catedrático de Derecho Constitucional y Consejero de Educación de Castilla y León.

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