Give peace a chance

Si la Ley Electoral que se improvisó en 1977 hubiera fijado un umbral mínimo a nivel nacional para poder entrar en el Congreso...

Si la Constitución no hubiera hecho en 1978 la absurda distinción entre "nacionalidades" y "regiones" y hubiera blindado las competencias del Estado...

Si primero Felipe González y luego Aznar no hubieran facilitado la enseñanza obligatoria sólo en catalán, a cambio de que Pujol completara sus mayorías, mientras robaba a manos llenas (y ellos lo sabían)...

Si se hubiera desarrollado entre tanto, a través de una ley orgánica, el artículo 155 de la Constitución, graduando las respuestas del Estado a las deslealtades o actuaciones contrarias al interés general de las Autonomías...

Si Zapatero no hubiera ofrecido "el Estatuto que venga de Cataluña", cuando nadie más que Pasqual Maragall -ay, el PSC- demandaba cambiar el que había...

Si el PSOE no hubiera abolido el recurso previo de inconstitucionalidad y el PP no hubiera recurrido al sucedáneo de la recogida de firmas contra el texto que se aprobó en el Congreso...

Give peace a chanceSi el Tribunal Constitucional no hubiera tardado cuatro años en resolver lo que hubiera podido zanjar en cuatro semanas o, como mucho, cuatro meses...

Si Rajoy no hubiera mirado para otro lado ante la consulta ilegal de Artur Mas en 2014 y los siguientes episodios del procés, incluido el referéndum del 1-O de 2017 que, según él, nunca se celebró...

Si cuando, al fin, no tuvo más remedio que aplicar el 155, no hubiera convocado ipso facto elecciones autonómicas, permitiendo a la vez fugarse a Puigdemont y parte de su gobierno...

Si Sánchez no hubiera recibido a Torra, cuando llegó con el lazo amarillo en la solapa, y no hubiera sentado el nefasto precedente de la Declaración de Pedralbes...

Si estas diez cosas no hubieran sucedido antes, no habríamos llegado a la oprobiosa situación de que la investidura haya dependido de la aceptación de una mesa bilateral de negociación entre España y Cataluña y la estabilidad de la legislatura dependa del reconocimiento y ejercicio camuflado de algún tipo de derecho de autodeterminación, al margen de la Constitución.

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Si la Ley Electoral que se improvisó en 1977 no hubiera establecido las listas cerradas y bloqueadas que han convertido nuestra democracia en una rígida partitocracia...

Si la Constitución de 1978, o una posterior ley orgánica, hubieran traducido la exigencia de que los partidos políticos funcionen de forma "democrática" en requisitos concretos...

Si Felipe González no hubiera neutralizado todos los mecanismos de control al Ejecutivo y no hubiera abusado del poder, fomentando la corrupción y los crímenes de Estado...

Si Aznar no hubiera dejado en suspenso gran parte de sus promesas de regeneración democrática, en lo que al cambio de las reglas del juego se refiere...

Si el 11-M no hubiera alterado el rumbo y el posicionamiento internacional de España, manipulando nuestro proceso político en una encrucijada clave...

Si Zapatero no se hubiera equivocado al aplicar las recomendaciones de Obama y el G-20 de incrementar el gasto público, hasta colocar a España al borde de la bancarrota...

Si los gobiernos autonómicos del PSOE y el PP no hubieran utilizado las Cajas de Ahorro como instrumento clientelar, provocando el monumental agujero que requirió el rescate del sistema financiero, a cambio de fuertes medidas de austeridad...

Si Rajoy no hubiera contribuido decisivamente a la emergencia y consolidación de Podemos y a la simétrica emergencia y consolidación de Vox...

Si Albert Rivera no hubiera dilapidado, incomprensiblemente, la mayor ocasión que vieron los siglos de formar y condicionar un gobierno europeísta de centro-izquierda...

Si Pablo Casado hubiera tenido los reflejos necesarios para ofrecer la misma noche del 10 de noviembre una gran coalición, o al menos un gran pacto de legislatura, a Sánchez, antes de que él se abrazara a Iglesias para preservar su continuidad al frente del PSOE, tras el fracaso de la repetición electoral...

Si estas otras diez cosas no hubieran sucedido antes, no habríamos llegado tampoco a la formación del primer gobierno con ministros de extrema izquierda, desde la catastrófica experiencia de la Segunda República.

E igual que yo acabo de pergeñar estos dos decálogos, cada analista o simple observador podría seguir vertiendo sus propias conjeturas y lamentos, hasta desbordar el mayor fudre de roble imaginable, en las bodegas de la Historia alternativa. Pero estamos donde estamos; hemos vivido las inquietantes, repudiables, deleznables escenas que hemos vivido en el debate de investidura; y ahora no queda más remedio que arrebatarle a Pablo Iglesias la pregunta leninista por antonomasia: ¿Qué hacer?

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Es decir, ¿qué hacer tras la formación de un gobierno que no sólo no nos gusta, sino que en algunos ministerios nos espanta, e incluso nos quita contagiosamente el sueño, pero que es el gobierno legítimo de España?

Esta es una precisión fundamental. Ningún demócrata, por muy conservador que sea, puede negar la legitimidad de origen de este Ejecutivo, ni juntar meriendas con quien lo haga. Que nadie cuente conmigo para esos alaridos, sean matutinos o vespertinos. En cuanto a la legitimidad de ejercicio, el Gobierno sólo la perderá cuando incumpla las leyes o desacate las resoluciones judiciales.

He sido el primero, o al menos second to none, en declararme consternado por la ruptura del modelo político de la Transición que implica un Gobierno con ministros extremistas, sustentado por separatistas. Y no he dejado de señalar los gravísimos riesgos que esas hipotecas implican para nuestra prosperidad económica y la propia unidad de España.

Pero Sánchez no es ni extremista ni separatista y, aunque los compromisos contraídos con sus socios y aliados pueden empujarle a gobernar contra media España, también ha entrado en juego su instinto de supervivencia. Ya sabemos -ya hemos visto los primeros indicios- que el frentismo generaría una escalada de acción y reacción que, en otro país, nos adentraría en Terra Incognita; pero que en la España cainita de las cinco guerras civiles, en poco más de un siglo, desembocaría en escenarios demasiado previsibles, por tristemente conocidos.

Lo palpable de ese riesgo no implica, sin embargo, la inexorable fatalidad del desenlace. Durante los más de ochenta años, transcurridos desde el final de la última de esas guerras civiles, la sociedad española ha generado los suficientes anticuerpos como para erradicar ese recurso endémico al garrotazo y tentetieso. Entre otras razones porque hubo una clase política, desde los Fraga, Suárez y Martín Villa, a los Enrique Múgica, González y Carrillo que captó la enseñanza más importante de Azaña, omitida por Sánchez y Casado cuando le citaron durante el debate: la de la "musa del escarmiento".

La generación de los escarmentados ha dado paso, es verdad, a la de los amnésicos. También a la de los manipulados por ese último engendro del franquismo -un maniqueísmo inverso al vigente durante cuarenta años-, del que nos advirtió Julián Marías y que ahora campa a sus anchas bajo el burdo disfraz de la "memoria histórica".

Pero el mundo en el que vivimos poco tiene que ver con aquella sociedad cerrada en la que se corría la cortina para que tuviera lugar la degollina. Somos parte de la Unión Europea, la Alianza Atlántica y todas las organizaciones multinacionales importantes. Y, lo que es más importante, estamos sometidos a la disciplina del euro. La práctica totalidad de los miembros del nuevo gobierno, incluidos los de Podemos, han tenido experiencias cosmopolitas y saben cuáles son sus márgenes dentro de una comunidad civilizada.

Entiendo el berrinche, la amargura y el espanto que, no sólo entre la mayoría de las víctimas, sino entre millones de almas sensibles, ha provocado el protagonismo de los legatarios de los asesinos etarras en la sesión de investidura. También el estupor de ver al partido de los golpistas del 17, esgrimiendo la prepotente sartén del control en una mano y el ofensivo comino del desdén en la otra. Quedan por delante otros tragos acerbos, pero al menos ese ya pasó.

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Ante lo que ahora nos encontramos es ante un gobierno hipertrofiado, plagado de contradicciones, con toda seguridad caótico y probablemente autodestructivo. Sería de justicia que Sánchez se subiera el sueldo, pues no sólo va a tener que despachar con seis ministros más que antes, sino que deberá dedicar horas y horas a dilucidar los conflictos y trampas en que ha enredado a unos frente a otros. Y eso sin contar con el papel que, en asuntos como el de los impuestos, desempeñará un PNV al que Pablo Iglesias ya ha bautizado sardónicamente como "el ministro sin cartera".

Con figuras de la solvencia de Nadia Calviño, Teresa Ribera y José Luis Escrivá dentro, la complejidad de esta fórmula de poder y su precariedad parlamentaria va a proporcionar muchos más sobresaltos que consecuencias irreparables. Sería un disparate que Pablo Casado, el gran beneficiario potencial de este pandemonio, en un futuro del que mañana mismo estaremos más cerca que hoy, se dejara arrastrar a esa oposición vocinglera de brocha gorda que ya convoca manifestaciones callejeras preventivas.

Hasta las personas de sangre más caliente que rodean a Casado saben tener la cabeza fría. El PP debe dar una oportunidad a la paz, dentro de la legalidad constitucional, compatibilizando la firmeza en el ejercicio de la oposición, asunto por asunto, con el mantenimiento de la mano tendida en las grandes cuestiones de Estado.

Suyo es, por ejemplo, el control de la renovación de los órganos constitucionales. Bloquearla ad aeternum, por razones partidistas, sería absurdo. Desbloquearla sin que se recupere el consenso en todo lo que afecte al núcleo duro de la constitucionalidad, también.

De hecho hay una primera batalla, de trascendental calado para todos los españoles, que Sánchez y Casado deben dar juntos en Europa. Me refiero al suplicatorio contra Puigdemont y Comín, dirigido por el juez Llarena al Parlamento de Estrasburgo, a instancias -no lo olvidemos- de la Abogacía del Estado, es decir del propio Gobierno.

Su tramitación y debate, primero en la Comisión de Justicia y después en el pleno, va a suponer un auténtico juicio a la democracia española, a nuestra Monarquía Constitucional. Y el veredicto que emitan los eurodiputados, depende en gran medida de la interacción del PP y el PSOE con los dos grandes grupos de la Eurocámara.

Por remota que parezca, ambos partidos deben redoblar sus esfuerzos para neutralizar la hipótesis de una votación denegatoria. Ese sí que sería un escenario de pesadilla, con todos los celtíberos locos frotándose las manos en el vino peleón de la eurofobia.

Es imposible saber cuánto daño hará el actual gobierno y tampoco sería justo descartar que vaya a reportar algunos bienes. Pero, tanto si dura unos pocos años o sólo unos cuantos meses, habrá otro que le sustituya y, visto lo visto, ya no habrá razones para excluir a nadie de la combinación parlamentaria.

Sólo cuando lo que ocurra sea dramático, llegará el momento de dramatizar. De momento gritemos, sí, muy bien, "¡Abajo el Ministerio!", pero no dejemos de añadir el significado que le atribuía a esta expresión el Diccionario de los Políticos, que Juan Rico y Amat publicó en 1855: "Grito de rabia de los políticos asalariados; pesadilla de los ministros asustadizos; eterno sueño de los aspirantes a las poltronas; esperanza de los cesantes desesperados; anhelo de los empleados ambiciosos". Recuperemos la serenidad. Ensalcemos la cortesía. Toca esperar y ver.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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