Gloria y decoro de Severo Ochoa

Eran tardes estivales, de largos crepúsculos. Severo Ochoa permanecía en silencio, con la sonda nasogástrica implantada sine die, memorizando tal vez con resignación, el sabor de las cigalas que ya no volvería a disfrutar, en cenas que alegraron sus noches de desconsolada viudedad.

Entonces compartimos largos silencios, mientras su pensamiento flotaba en las aguas muertas del pasado. Uno de sus temas recurrentes, en aquellas tardes, eran los grandes enigmas, en especial el origen del Universo y de la vida. La fe, buscada con obstinado empeño, resultaba dolorosamente bloqueada por la razón, ya desde sus tiempos de estudiante en los Jesuitas de Málaga.

Una tarde entró en la habitación el pater de la clínica, que solía visitarle con regularidad. El diálogo fue breve y cortés, porque Ochoa no era un agnóstico radical, sino un ser angustiado por su fracaso en la búsqueda de la fe.

El tiempo vertiginoso, tan preciado en su vida activa, se le ofrecía en aquel año de 1993 con generosa disponibilidad, cuando ya había perdido su cotización, al no poder utilizarlo en el laboratorio. Había salido de España, en los comienzos de la guerra civil, animado por Carmen, su mujer, para continuar su labor como el mejor modo en que un científico puede servir a su país. Tras su estancia en laboratorios europeos, inició su carrera estelar en la Universidad de Nueva York, donde dispuso de los más amplios medios y lideró el grupo de investigadores, en su mayoría norteamericanos.

Antes y después de haber recibido el Premio Nobel, la precariedad de la bioquímica en España seguía siendo para Ochoa un gran dolor y en cuanto le fue posible, admitió en su laboratorio al menos dos posdoctorales, formados por Alberto Sols, considerado por Ochoa como «el primer científico en implantar con éxito la bioquímica en suelo español». También recibió, con calidad de visitantes, a varios científicos españoles procedentes de otras escuelas, que no obstante se autoproclamarían sus discípulos, cuando es evidente que en España no ha tenido ninguno. Al hilo de esta observación, he de puntualizar a los hacedores de leyendas, que en sus años de estancia en la Residencia de Estudiantes, no coincidió con Salvador Dalí, ni con Buñuel y habló casualmente una vez con García Lorca. Tampoco se fue de España como exiliado político –lo cual se repite obstinadamente– sino como exiliado científico, al ser interrumpido su trabajo por los combates de la guerra civil en la Ciudad Universitaria.

Años después, cuando fue requerido oficialmente para participar en un programa de desarrollo de la Universidad española, Severo Ochoa regresó a condición de colaborar en la creación de un Centro de Biología Molecular.

Sus propósitos de ayuda incondicional le llevarían muchas veces a decepciones dolorosas, que emergían, no obstante, en momentos de intimidad. «Me dices que revise ese papel, incorrectamente escrito en inglés y que no está terminado. Yo no puedo avalar un trabajo de alguien que tiene prisa en publicar, perseguir premios, subvenciones y hacer compatible la política con la ciencia». Se daba también la circunstancia de que en sus últimos años, evitó la asistencia a ciertos comités científicos de los que era presidente –por lo cual fue criticado– al advertir que los premios o las becas estaban previamente adjudicadas. Su pulcritud moral era rigurosa, sobremanera cuanto se relacionaba con la ciencia, y no toleraba los achaques de la picaresca celtibérica. Muy al final de su vida sentía que sus buenos propósitos de ayuda habían resultado infructuosos. «No me consultan –dijo resignadamente– porque me consideran un viejo que ya no cuenta nada, y quizás tengan razón». Pero había algo más, de lo que no llegó a darse cuenta: a su regreso a España había sido recibido con reservas, por temor a que el glorioso Premio Nobel se llevara la parte del león, del presupuesto destinado a la ciencia, o en puestos directivos de las multinacionales farmacéuticas.

Ochoa no consideraba especialmente trascendente la significación de su obra. Pensaba que la ciencia es un mar sin orillas y por eso sentía abandonar este planeta, que le impediría conocer los grandes descubrimientos del nuevo siglo. Tampoco ponía en valor el hecho singular de haber sido con Cajal, uno de los dos únicos Premios Nobel de investigación, que enaltecieron en el mundo la ciencia española del siglo XX. Y cuando podía suponerse que lo había entregado todo en favor de la bioquímica, su pensamiento postrero fue para los jóvenes investigadores españoles, a quienes legó su patrimonio personal.

Marino Gómez-Santos, biógrafo de Severo Ochoa.

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