Jamás seremos capaces de solventar la duda de qué suerte hubiese corrido el fenómeno terrorista en el País Vasco-Navarro si la glorificación de los etarras por parte del nacionalismo radical no hubiese encontrado la permisividad política, judicial y social de que ha venido disfrutando durante demasiado tiempo.
La pregunta al respecto de las trabas que desde el Estado de derecho se pueden legítimamente poner a la espiral de violencia en todo lo que tiene que ver con el ensalzamiento de los gudaris ha irrumpido tarde en las agendas política y mediática, aunque tal vez no demasiado tarde.
El diccionario de la Real Academia Española recoge dos acepciones encontradas del verbo "glorificar": 1) hacer glorioso a algo o alguien que no lo era; y 2) reconocer y ensalzar a quien es glorioso tributándole alabanzas. Cada vez que el abertzalismo radical verbaliza en actos públicos muestras de cariño hacia miembros de ETA fallecidos o encarcelados, los exhibe profusamente en iconografías varias en mítines, concentraciones y manifestaciones, y les dedica aplausos, lo hace siempre desde la segunda acepción.
Escenificaciones y declaraciones de esta naturaleza y propósito han sido cotidianas en las últimas décadas y aún hoy no resultan anecdóticas. Sigue siendo pertinente, pues, indagar si en un sistema democrático encuentra acomodo la aprobación pública de quienes dan muestras inequívocas de su desprecio por las más elementales normas de convivencia.
El posible encaje del culto a los caídos en un sistema democrático no es una cuestión novedosa. Kurt Tucholsky, escritor alemán de origen judío, pacifista y de izquierdas, fue durante el periodo de entreguerras un crítico acerado del nacionalismo alemán. A él debemos una frase que, aún hoy, sigue manteniendo plena vigencia en todos aquellos escenarios en los que la violencia terrorista es una práctica que goza de cierto apoyo social: "Toda glorificación de un caído en el curso de una guerra se traduce en tres muertos en la guerra siguiente".
En su penetrante concisión, el aforismo nos remite a la cuestión de cómo obrar en una esfera garante de los derechos civiles cada vez que asistamos a esfuerzos coordinados por ensalzar la violencia terrorista y a sus practicantes. Si de lo que se trata es de poner coto a la violencia y de avanzar hacia una sociedad en la que se imponga la resolución pacífica de los conflictos, urge que los actores implicados dejen de encumbrar a sus mártires particulares.
Que sus fieles (puesto que de una religión política hablamos) dejasen de rendir culto en actos de carácter privado a los gudaris sería sin duda un síntoma de que el proceso de pacificación avanza por la senda adecuada, aunque su supervisión sea algo que necesariamente queda fuera del alcance de un Estado de derecho escrupuloso en el respeto de la esfera íntima de sus ciudadanos; ese, si acaso, sería el espacio reservado a las muestras de cercanía afectiva hacia penados y muertos.
Sin embargo, desde el momento en que se practica un homenaje en la esfera pública, el acto adquiere una dimensión política. Ahí es lícita la intervención de las autoridades.
Más aún, poner freno a las prácticas glorificadoras constituye un imperativo moral de toda sociedad decente, esto es, de aquella sociedad en la que sus instituciones no humillen (en este caso por su inacción y omisión) a las víctimas y sus allegados ni, por extensión, al resto de la ciudadanía que asiste al asesinato de conciudadanos por quiénes son, pero más a menudo por lo que representan (miembros de las fuerzas de seguridad y de la judicatura, concejales y responsables de partidos políticos en general, periodistas, etcétera). Los actos aprobatorios de los victimarios, y con ellos de sus delitos, son los canales a través de los cuales opera de forma concreta la humillación.
Toda expresión pública de simpatía con los gudaris equivale a confesar una identificación incondicional con los caídos en acto de combate o purgando pena por sus actividades asesinas, a transmitir a la audiencia el mensaje de que eran nosotros (o son, en la medida que están presos).
La apuesta por concatenar a vivos y muertos (o en prisión) no es inocente. En estos casos, el culto cumple varias funciones que, consideradas conjuntamente, están llamadas a reproducir la violencia.
En primer lugar, sirve de mecanismo integrador parauna comunidad urgida de referentes cohesionadores, imperativo tanto más perentorio cuanto más hostil se va convirtiendo su entorno socio-político y cultural como consecuencia del descrédito mayoritario que merecen las acciones armadas entre la población. Asistir a un ritual glorificador de un etarra actualiza el compromiso con la causa de la feligresía asistente y, de forma vicaria, de todos los miembros y simpatizantes del nacionalismo radical.
Elevar al gudari muerto al panteón del culto nacional implica, en segundo término, ofrecer a las generaciones presentes y a las venideras, a esa juventud alegre y combativa, un ejemplo en obra del camino a seguir. El héroe se erige en una figura pedagógica y socializadora, referencial y digna de mimesis, que cumple la misión de estimular el valor y resolución en sus correligionarios mediante el ejemplo.
En tercer lugar, la exaltación del héroe caído en nombre de la patria como muestra de la más sublime y desinteresada abnegación sirve como ocasión para expresar en público la legitimidad de la acción violenta, no ya solo de forma retrospectiva, sino también en el presente.
En suma: servir de argamasa grupal, socializar en el heroísmo y legitimar la lucha armada son tres razones suficientes para que los miembros de la comunidad nacionalista radical se sientan interpelados por la "obligación moral" de homenajear a los gudaris, según expresó un destacado dirigente ultraabertzale.
Las consecuencias a corto y medio plazo de dicha glorificación son inmediatas: alimentar la cronificación de la violencia.
Las consideraciones aquí esbozadas apuntan a un horizonte moral bien diferente del señalado por ese dirigente. Un escenario en el que ni las víctimas ni el resto de la sociedad se vean humillados al asistir a la apoteosis de quienes han asesinado, o lo han intentado, en nombre de un proyecto político. Un escenario en el que a la violencia física padecida por las víctimas no siga la violencia simbólica de contemplar la exaltación de los victimarios. Ya va siendo hora.
Jesús Casquete, profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales en la Universidad de País Vasco-Euskal Herriko Unibertsitatea. Autor de En el nombre de Euskal Herria, Tecnos, 2009