Gobernantes fosilizados e indignación popular

Suele pasar a veces en la historia. La tranquilidad es aparentemente absoluta. Los grandes poderes y la diplomacia internacional no contemplan disturbios o alteraciones sustanciales del orden. Y, de repente, por causas casi inexplicables, llegan noticias de revueltas, crisis de autoridad y serias amenazas de inestabilidad que cogen a todos por sorpresa. Los acontecimientos van más deprisa que las explicaciones que de ellos pueden darse y el entusiasmo inicial se evapora ante las dudas e incertidumbres generadas por la protesta. ¿Qué está ocurriendo en el mundo árabe?

Las raíces del conflicto parecen estar, si aceptamos, con la necesaria precaución, las noticias que los propios protagonistas y observadores nos proporcionan, en la tensión creciente entre un sector de la sociedad que se ha modernizado y ha accedido a la cultura y unos gobernantes fosilizados que se aferran al poder absoluto en vez de ensanchar su base política. No es el hambre ni la desigualdad las que lo causan, aunque la carestía de productos básicos y la mala distribución de la riqueza están en el telón de fondo de las revueltas. Lo que sale a la superficie es la indignación moral frente a unas autoridades corruptas que exhiben su autoridad personal y opulencia y se refugian en el pasado para eludir los cambios. Numerosos grupos de la población les han perdido el respeto y la reverencia y no soportan que legitimen más su autoridad en principios religiosos o en mitos del pasado.

Esos grupos que se rebelan, jóvenes fundamentalmente, han optado por dejar el acomodo rutinario en el que se habían instalado sus mayores, por resistir abiertamente, una actividad sumamente peligrosa en esos países. Han dado el arriesgado paso desde la mera supervivencia a la resistencia, desafiando a la autoridad y a sus instituciones represivas. Consiguieron sus objetivos en Túnez y Egipto, con la caída de Ben Ali y Hosni Mubarak, abrieron las puertas a la movilización en otros países como Yemen, Jordania o Argelia y se han topado en Libia con un Estado más represivo y más dispuesto a suprimir las protestas con métodos violentos.

Cabe la posibilidad de que en este escenario de cambio y rebeldía inaugurado en Túnez apenas hace unas semanas, algunos gobernantes hagan concesiones que sean suficientes para acallar durante un tiempo las posibles movilizaciones y resistencias. Lo que está ocurriendo en Libia, no obstante, merece especial consideración. Que haya surgido una protesta tan abierta y enérgica frente a un dictador como Muamar el Gadafi es un lujo que pocas veces está al alcance de las clases subordinadas.

Pasado el regocijo y entusiasmo inicial, las fuerzas rebeldes se encuentran ante una montaña casi imposible de escalar, a no ser que la intervención internacional les empuje. Estados Unidos y las potencias europeas saben lo difícil que es levantar ahora y consolidar después una alternativa democrática a Gadafi porque son ellos mismos lo que, con su apoyo al dictador, han evitado durante décadas ese camino. Pero tampoco es necesario esperar a una matanza masiva de civiles, algo muy probable si la resistencia no encuentra auxilio de forma rápida, para cambiar el rumbo y poner en marcha medios extraordinarios que puedan derribar al tirano y a sus servidores.

Además de la represión, sufrimiento y miseria que va a provocar sobre cientos de miles de personas, la posible victoria de Gadafi constituirá una humillación para la democracia. Sería un malísimo ejemplo que quienes quieren parar el reloj de la historia encuentren todavía más gloria, poder y opulencia a costa de sus víctimas. Hasta ahora, visto lo ocurrido en Túnez y Egipto, el objetivo fundamental de la protesta era suprimir los rasgos más opresivos del sistema. Eso no es posible en Libia, donde los mecanismos de represión de la dictadura no solo van a contener la rebeldía, sino que pueden ocasionar una masacre.

Parece normal que los que vivimos en los países ricos tengamos temor a que todo ese viejo orden, que nos da petróleo y una supuesta estabilidad frente al radicalismo islamista, se desmorone. Menos lógico resulta, sin embargo, que con lo caras que están la libertad y la democracia, con lo que nos costó conseguirlas y mantenerlas en Europa y en Estados Unidos, no tendamos la mano a quienes lanzan su rebeldía, su indignación moral, frente a gobernantes fosilizados que se refugian en la fuerza para perpetuar sus privilegios. Como la protesta no es obra de agitadores, ni se trata tan solo de la frustración de expectativas materiales, va a ser difícil que vuelva la tranquilidad, los buenos tiempos en que los autócratas pisaban con descaro la dignidad de sus pueblos sin miedo a la resistencia. Es un buen momento para acabar con ese despotismo, justo cuando sus propios súbditos se atreven a desafiarlo. La historia no suele dar tantas oportunidades.

Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.

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