Gobernar a ritmo de cambio

El año 2008 inauguró un periodo convulso en la historia occidental. Tras el desplome financiero llegaron las políticas de austeridad, una ola de protestas, volatilidad electoral y la fragmentación de los sistemas de partidos tradicionales. La abundancia de explicaciones parciales a esta crisis —de la polarización que genera Internet al efecto de las políticas de identidad o por la aparición del populismo— es síntoma del desconcierto que ha generado.

Una persona que no estaría sorprendida es Karl Polanyi (1886-1964), el pensador austrohúngaro cuya obra más conocida, La gran transformación, cumple en 2019 el 75º aniversario de su publicación. Aunando sociología, antropología e historia económicas y teoría política, el libro —escrito desde su exilio en Bennington College, una diminuta universidad de Vermont— planteó la existencia de un movimiento pendular entre sociedades y mercados, de modo que las primeras reaccionan para contener un avance desmedido de los segundos. Este “doble movimiento” se hizo patente durante el siglo XIX, cuando el despegue del capitalismo planteó por primera vez la posibilidad de gobernar sociedades enteras mediante los imperativos del mercado, hasta entonces regulado atendiendo a criterios culturales, religiosos o políticos. El problema es que tierra, trabajo y dinero constituyen “mercancías ficticias”, imposibles de comercializar sin la imposición de un entramado legal represivo. Sostener esta ficción hace del liberalismo una “utopía austera”, dependiente de la coerción estatal y en última instancia insostenible. El apego de la era victoriana a esta fórmula —expresada en la institución del patrón oro— la arrastró a su destrucción tras dos guerras mundiales, separadas por un interludio en el que la depresión y austeridad económicas propulsaron a la extrema derecha.

Esta tensión se traslada hasta nuestros días. La emergencia climática, las reivindicaciones de trabajadores precarios y la crisis del euro expresan hasta qué punto tierra, trabajo y dinero siguen siendo conceptos políticos antes que comerciales. Luchas por el derecho a la vivienda en España o la sanidad en EE UU muestran la tensión que genera delegar aspectos fundamentales de nuestra existencia a las leyes de oferta y demanda. En 2011, cuando los indignados protestaron bajo lemas como “no somos mercancía en manos de políticos y banqueros”, recibieron un respaldo social abrumador. La incapacidad o falta de voluntad para responder a este doble movimiento guarda relación con la inestabilidad; también con la deriva coercitiva iniciada entonces. La ley mordaza y el recrudecimiento de la legislación antiterrorista son ejemplos.

La gran transformación enlaza una crítica al liberalismo económico con una teoría de cambio social, por lo que combina fortaleza teórica con un mensaje rotundo. No es el socialismo, sino el proyecto de la derecha libertaria el que termina revelándose como un cuento de hadas peligroso. El propio Polanyi combinó su labor de investigación con un compromiso militante en diferentes movimientos de izquierda. Su biógrafo resume esta ambivalencia como el conflicto entre “un alma bolchevique y un bozal fabiano”. Michael Burawoy le considera, junto a Antonio Gramsci, el precursor de un marxismo sociológico que rechaza el economicismo y atribuye importancia a la cultura y las ideas. Como en Gramsci, la “primacía de lo político” en el pensamiento de Polanyi le ha convertido en una referencia para la izquierda, donde su cuestionamiento del mercado autorregulado hoy se repite con insistencia.

Otras facetas de su pensamiento, no obstante, también explican el auge del pensamiento reaccionario. “El fascismo, como el socialismo, estaba enraizado en una sociedad de mercado que dejó de funcionar”, advierte La gran transformación. Si Polanyi defendía el socialismo como un intento de subordinar los mercados a criterios democráticos, definió el fascismo como “una reforma de la economía de mercado alcanzada al precio de extirpar todas las instituciones democráticas”. Ahora tampoco se atisban fórmulas estables de gobierno que no pasen por reformular el llamado orden liberal: bien a nivel económico, como sugiere la izquierda; bien laminando derechos civiles, como pretende una derecha radical en alza. Cuando los votantes de Donald Trump o Vox exigen muros y alambradas que les protejan también están expresando una ramificación perversa del doble movimiento. Su conducta, en apariencia contradictoria, cobra sentido cuando consideramos que las crisis económicas a menudo se perciben como catástrofes culturales: sacuden los cimientos del mundo tradicional y dejan a sectores de la población en busca de respuestas más o menos coherentes a la utopía austera del mercado.

“La esencia del progreso económico”, escribió Polanyi, “es obtener mejoras a cambio de trastorno social”. Atravesamos otra época de grandes transformaciones, en la que urge gobernar el ritmo del cambio y adaptarlo a las necesidades de nuestras sociedades. He aquí una enseñanza que un conservadurismo inteligente, consciente de que la mercantilización amenaza la pervivencia de los lazos sociales que valora, debiera ser capaz de aprehender. Mientras, es el centroizquierda, que renunció a la visión de Polanyi cuando abrazó la tercera vía, el que necesita redescubrir la vigencia de su pensamiento.

Jorge Tamames es jefe de Redacción de Política Exterior y doctorando en University College Dublin.

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