Gobernar contra la evidencia científica

Conforme el año se acaba, empezamos a conocer que 2007 ha sido uno de los ejercicios más cálidos desde que se tienen medidas. El número de años más cálidos no hace sino aumentar. Algunos de los cambios que está experimentando el clima fueron anticipados por la comunidad científica hace décadas. El nivel de contestación científica ha sido pequeño o casi nulo desde hace ya mucho tiempo. Pero, aun así, resulta paradójico que el escepticismo haya reinado hasta hace bien poco. Unos pocos gobiernos, entre ellos alguno de los más poderosos, han estado embarcados en convencer a sus ciudadanos de que los científicos no tenían razón, y han sembrado la duda para evitar así enfrentarse a compromisos sobre la reducción de gases de efecto invernadero.

El riesgo de fundamentar una política en cuestionar la ciencia es que, una vez que ésta haya demostrado los hechos de forma inequívoca y no haya nadie solvente que lo cuestione, dicha política estará condenada al fracaso. Y lo estará porque, en un mundo tan tecnificado como el actual, en el que el poder y el bienestar de las naciones se asientan sobre su poderío científico y técnico, sin una sólida base científica no hay liderazgo mundial posible. Una política contraria al mejor conocimiento científico y técnico produce desconfianza en los ciudadanos, genera incertidumbre sobre el futuro y proyecta dudas en las conciencias de aquéllos que ven, con razón, que su gobierno les obliga a bajar la mirada, a renunciar al orgullo de sentir que quien nos gobierna es la vanguardia mundial.

La conferencia de Bali ha puesto de manifiesto lo que significa gobernar intentando torcer lo que la ciencia dice. Más tarde o más temprano, una aventura de este tipo conduce al vacío político, al descrédito de quien la practica, a la irritación de los ciudadanos sensibilizados. Hemos visto a muchos gobiernos del mundo, desde luego a los europeos, alzar la voz con la autoridad que les daba el saber que tenían razón y que la posición contraria sabía que carecía de ella. Por mucha táctica negociadora que se use, frente a la verdad científica no hay política que valga. Se puede obstruir el proceso, se puede retrasar la decisión, pero hay un límite. Una nación, por poderosa que sea, sin argumentos científicos está derrotada, pues parte de una condición de inferioridad intelectual.

En contra de la evidencia científica no se puede ser la vanguardia del mundo. La importancia de aquélla ha sido tal que el acuerdo de Bali, en su tercer considerando, hace referencia a la necesidad de responder a los descubrimientos -esto es, avances científicos-, del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (el IPCC), que, entre otros, destaca que «el calentamiento del planeta es inequívoco y que los efectos del mismo sobre muchos sistemas físicos y biológicos del mundo son ya discernibles». Además, la declaración de Bali reconoce en su cuarto considerando que «para combatir el cambio climático se requieren reducciones drásticas de las emisiones globales», y se enfatiza la urgencia de acometerlas, tal como indica el IPCC en su IV Informe. Como el texto no recoge de forma explícita los objetivos de emisión, vayamos a lo que dice el IPCC en las páginas a las que se hace mención en el texto de Bali: 1) Para que la temperatura no exceda de 2,0-2,4ºC cuando el clima se estabilice, la concentración de CO2 en la atmósfera no debe superar las 350-400 partes por millón (ahora supera ya las 380 ppm]); 2) Bajo los escenarios que asumen un mayor nivel de equidad, los países desarrollados necesitarían reducir sus emisiones de forma significativa para 2020 (entre un 10% y un 40% con respecto a 1990), y de forma aún mayor para 2050 (40-95%, siempre sobre la base de 1990). Para conseguir esto, el máximo de emisiones debería alcanzarse entre los años 2000-2015. Conviene recordar que el objetivo último de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático es evitar interferencias peligrosas sobre el clima. Se ha considerado que un aumento de 2,0ºC puede suponer el umbral a partir del cual se produzcan tales interferencias. Si tenemos en cuenta que la Tierra se ha calentado ya 0,74ºC, y que el IPCC estima que un calentamiento adicional de 0,6ºC es ya prácticamente inevitable, fácilmente puede verse que el tiempo para actuar se está agotando.

Establecidas estas evidencias de forma incuestionable, pocas dudas cabía albergar acerca de que, al final, se alcanzaría algún acuerdo que permita ponernos manos a la obra, incluyendo a todos los que más contaminan. Es más, me atrevo a aventurar que, más temprano que tarde, el país más poderoso de la Tierra no sólo asentirá ante la necesidad de reducir las emisiones, sino que liderará el proceso. Eso sí, no hay que esperar que la negociación sea fácil porque estamos hablando de una revolución en toda regla, por cuanto reducir las emisiones de forma tan significativa supone modificar la forma de relacionarnos con nuestro planeta, asumir que éste es finito y que no puede con todos los desechos de nuestra actividad. Habrá un antes y un después de esta batalla a favor del medio ambiente. Habrá un punto y final en el uso del carbón y los combustibles fósiles tal como se venían usando, abriendo con ello una nueva era industrial. Y, como toda revolución, espero que sean los ciudadanos quienes la promuevan, al darse cuenta de que la mejora en su calidad de vida pasa por conservar el planeta, que vivir bien es sentir el orgullo de conservar lo que nos rodea. La idea de que el progreso, el aumento de la calidad de vida, no es posible sin estar a bien con nuestro planeta es la conclusión última de lo que nos ocupa. Para poder seguir avanzando necesitamos organizaciones que permitan valorar con el mayor rigor, transparencia y consenso posibles la ciencia del momento, y evitar que los múltiples intereses que se concitan distorsionen la toma de decisión. El IPCC ha mostrado la importancia de disponer de una estructura que, incontestada, sirva para guiar la acción de los gobiernos y la conciencia de los ciudadanos. Usemos esta enseñanza para lo que hemos de seguir haciendo, que es mucho.

José Manuel Moreno Rodríguez