Gobernar desde la izquierda

Por Francisco Bustelo, profesor emérito de Historia Económica en la Universidad Complutense (EL PAÍS, 02/01/06):

Los franceses, tan cartesianos ellos, dicen que ser de derechas es conservar y ser de izquierdas es cambiar. Hacer lo primero, es decir, dejar las cosas tal cual, es obviamente más sencillo. Más difícil será cambiar, acertar en los cambios y vencer resistencias. Un gobierno de izquierdas que sea fiel a sus ideas tendrá así que sortear dos escollos. En primer lugar, encontrará renuencias al cambio, tanto más fuertes cuanto mayor sea el conservadurismo de la derecha. En segundo término, tendrá que acertar en los cambios. Si éstos son grandes, la resistencia aumentará y también la posibilidad de equivocarse.

Esta situación la estamos viviendo en España. Los intentos de cambio de la izquierda en el poder encuentran sin excepción la enemiga de una oposición cerrada en banda. Algunos de esos intentos, además, suscitan críticas, incluso en personas de talante progresista, por considerarse que no están bien encaminados, en particular los relacionados con el nuevo Estatuto de Cataluña. A la vista de todo ello, transcurridos veinte meses de Gobierno socialista, ¿qué se puede decir de los cambios logrados y de los previstos?

Cuando el PSOE ganó las elecciones y pasó a gobernar tenía dos posibilidades. Una de ellas, la más fácil y la menos progresista, era cambiar poco. Al fin y al cabo, había precedentes en gobiernos anteriores del mismo signo, aunque entonces hubiera la atenuante cualificada, hoy inexistente, de que había que atender a otras prioridades como consolidar la democracia, someter los militares al poder civil y entrar en la Unión Europea.

En 2004, con circunstancias y dirigentes distintos, los socialistas, una vez ganadas las elecciones, tenían otra posibilidad, que es la que han seguido: intentar cambiar aspectos importantes de la sociedad. Sin ser radicales, los cambios preconizados eran considerables. No se referían al sistema económico de producción, para el que no hay alternativa, aunque sí se preveía, y así se ha hecho, mejorar el gasto público en partidas como pensiones, educación e investigación. Es éste un terreno, el de la distribución o redistribución, donde queda mucho por hacer en comparación con otros países avanzados, pero al menos no ha habido inmovilismo.

Otros cambios anunciados han quedado cumplidos. Retirar las tropas de Irak fue un acierto, confirmado con lo ocurrido desde entonces en ese desgraciado país. Hoy ni el Partido Popular se atreve a criticar aquella medida. La aprobación del matrimonio homosexual marca un hito en la historia de la izquierda, que incluso rebasa nuestras fronteras. También se ha avanzado en la lucha contra otras discriminaciones, con acciones positivas en materia de género para proteger a la mujer. Medidas, por cierto, tachadas de inconstitucionales por algunos que nunca fueron muy constitucionalistas y que hoy, paradójicamente, se aferran a la Constitución para frenar los cambios.

En la esfera de la educación no universitaria, frente a una dura oposición de la derecha y de la Iglesia, se ha aprobado una ley que supone un paso adelante en un campo tan necesitado de cambios. En la enseñanza superior, donde también hay proyectos de mejora, es de esperar que se acaben encontrando soluciones acertadas.

¿Y qué sucede con el intento de mejorar el llamado modelo territorial? Aquí las críticas han arreciado, incluso formuladas por ilustres plumas progresistas, como ha podido verse más de una vez en estas páginas de opinión. A este respecto, conviene plantearse dos cuestiones. Primero, habida cuenta de que en las Comunidades Autónomas hay una demanda generalizada de mejorar sus Estatutos, ¿podía un gobierno del cambio ignorar esa demanda? Segundo, ¿podían hacerse las cosas de otra manera? Algunos critican el procedimiento seguido para cambiar el Estatuto de Cataluña porque, según ellos, conducirá en el mejor de los casos a un resultado insatisfactorio para todos y en el peor a una vía muerta. Ahora bien, no se ve cómo pueden hacerse las cosas de otra manera que no sea el envío a las Cortes Generales de una propuesta por parte del Parlamento correspondiente. Es verdad que el presidente del Gobierno cometió un error, cuando antes de serlo prometió que apoyaría el proyecto que aprobaran los representantes catalanes. Fue un error porque no previó que se aprobaría un texto maximalista, quizá por falta de visión política general en su redacción, defecto éste en el que incurren a veces nacionalistas y allegados, quizá en previsión de inevitables recortes en el Congreso de los Diputados.

Habrá lógicamente que esperar al resultado, pero ¿no se podría otorgar entre tanto, al menos por los partidarios del progreso, un margen de confianza al Gobierno y a la mayoría parlamentaria que lo apoya? ¿No han sacado adelante, acaso, otras leyes conflictivas? ¿No es un intento de cambio encomiable buscar, habida cuenta de la innegable existencia de nacionalismos, la convivencia de todos ellos, incluido el español, dentro de un marco general en el que todos se sientan razonablemente satisfechos, sin que ninguno, por ser más fuerte en el conjunto del país o en un determinado territorio, acalle a los demás?

El empeño, desde luego, es difícil, al ser sin duda el de mayor calado que tiene España planteado. En la propia izquierda no hay unanimidad ni sobre el fondo ni sobre la forma a la hora de abordar la cuestión, pero ello no parece razón suficiente para quedarse de brazos cruzados. Todo nacionalismo, al menos visto desde la izquierda, puede presentar ciertamente inconvenientes. Tiende a ser excluyente y a veces se olvida de igualdades y solidaridades. Por algo la izquierda desconfió antaño de ellos y sus primeros partidos y sindicatos se proclamaron internacionalistas. Pero, aparte de obedecer a anhelos profundos, también han sido en ocasiones, y pueden seguir siéndolo, un factor de cohesión y progreso. Su activo y pasivo se advierten muy bien en el mayor nacionalismo de todos los que hay en nuestro país, es decir, en el español. Contribuyó a lo que algunos llaman, especialmente estos días, la gloria imperecedera de nuestra historia nacional. También tuvo, sin embargo,sus páginas negras que aconsejarían no vanagloriarse tanto de nuestro pasado. Por ejemplo, cuando en aras de la unidad nacional se cometieron crímenes étnicos como la expulsión de judíos y moriscos. O más recientemente cuando con el pretexto, entre otros, de evitar supuestos separatismos, los autodenominados nacionales pusieron el país a sangre y fuego desencadenando una cruenta Guerra Civil.

Hoy se vuelve a hablar de la sagrada unidad de la patria, algo, por cierto, que entre los países avanzados sólo se oye en España. Hasta el concepto mismo de federalismo se considera por algunos reprobable, por conducir, se dice, a la fragmentación, olvidando que países federales como Estados Unidos y hasta confederales como Suiza son, dentro de su diversidad, ejemplos de unidad. Ésta seguramente podrá afianzarse más en nuestro país si avanzamos hacia un horizonte federal que si tratamos de imponer a todos un solo credo nacionalista. Ni en España ni en ningún país del mundo esas imposiciones han dado nunca resultado. Si se logra ir mejorando el Estado de las Autonomías, dentro del marco de la Constitución y empezando por Cataluña, ¿no será éste uno de los Gobiernos de España que habrá hecho, en menos de dos años, mayores cambios? ¿No pasará a la historia como un genuino Gobierno progresista?