Gobernar en coalición

Los candidatos y los responsables de los partidos evitan hablar de pactos postelectorales cuando se acercan los comicios. Referirse a eventuales alianzas y posibles coaliciones contradice el sentido fundamental de una campaña: infundir ánimos de victoria a los propios. Para las formaciones más pretenciosas referirse a acuerdos de gobierno es tanto como renunciar a la mayoría absoluta. Y para las demás constituye un enredo en el que acaban de perdedoras. Pero el desvarío al que asistimos esta vez a cuenta de los posibles pactos no puede tener como única explicación las sensaciones de vértigo que genera un período electoral tan cargado e incierto. Más bien ocurre que, anunciada la fragmentación del panorama político, ni los partidos de siempre interiorizan de verdad que algo se mueve, ni los principales protagonistas del cambio son capaces de reconocerse en el escenario que están dibujando en realidad.

El consenso demoscópico indica que este año supondrá el final de las mayorías absolutas, y lo que más temen los partidos es que la segmentación del arco político vaya acompañada de una extraordinaria heterogeneidad según municipios y autonomías, de suerte que sea muy difícil trazar una línea determinada de alianzas para todas las instituciones. De ahí que las distintas formaciones prefieran verlas venir, a ver si el enrevesado escrutinio electoral explica por sí solo las incoherencias en las que incurran a partir del próximo domingo.

La única diferencia perceptible entre los partidos tradicionales y los nuevos es que Podemos y Ciudadanos parecen advertir de que ellos sólo gobernarán si ganan, si son la primera fuerza, mientras que los demás evitan pillarse los dedos con un compromiso así. Esa diferencia proviene, en gran medida, de una distinta percepción de la realidad política y de la propia Historia. Pablo Iglesias al principio y Albert Rivera más recientemente han dado muestras de imaginar el futuro de sus respectivos proyectos como una línea irremisiblemente ascendente. Mientras que populares, socialistas y el resto saben –porque lo han experimentado– que el devenir partidario es un continuo vaivén de éxitos y fracasos, de crisis e incluso desapariciones.

Los dirigentes de Podemos tienen ya motivos suficientes para corregir a fondo su visión estratégica, que colocaba las elecciones generales como el momento del asalto del cielo, sencillamente porque este no va a tener lugar. Ciudadanos debería proceder a una revisión análoga, porque es simplemente absurdo idear el porvenir de un partido como una cuidadosa escalada al poder… en dos saltos. Claro que, acto seguido, es la profilaxis predicada frente a las tentaciones de pactos de gobierno lo que se viene abajo. Lo que irremisiblemente se les vendrá abajo a lo largo de este año.

En nombre de la regeneración democrática se ha instaurado el bienquedismo de establecer condiciones con líneas rojas incluidas renegando del mercadeo de poltronas. La versión más sofisticada de ello es la disposición anunciada por Rivera de garantizar si acaso la gobernabilidad de las instituciones mediante un acuerdo condicionado, pero sin formar parte nunca de gobiernos de coalición. Ello con dos argumentos: porque los gobiernos de coalición “acaban siendo un desastre” y porque perjudican a los socios más débiles. Pero en un panorama fragmentado la política se vuelve especialmente endiablada y empuja a sus protagonistas hacia encrucijadas ineludibles, a sabiendas de que hagan lo que hagan tienen todas las opciones de salir perdiendo.

Cuando las encuestas anuncian un tiempo de inevitables acuerdos es incongruente que los responsables políticos arremetan contra la fórmula de los gobiernos de coalición o se pongan estupendos con sus condiciones particulares, añadiendo una más cada día de campaña. Es verdad que los gobiernos de coalición han adquirido una justificada mala prensa en nuestro país, a causa de la caótica imagen ofrecida por esa fórmula en Catalunya, Baleares o Galicia, y por la más reciente crisis de la Junta andaluza. Gobernar en coalición situando al partido con más parlamentarios en la oposición resulta siempre un ejercicio arriesgado. Pero no menos temeraria, desde el punto de vista de los intereses ciudadanos, sería la eventual generalización de los gobiernos en minoría a causa de las ínfulas del primer partido y de las renuencias de los demás. La regeneración democrática no avanza un ápice porque se demonicen los gobiernos de coalición. Todo lo contrario, la regeneración democrática necesita de fórmulas que permitan compartir un programa común y el poder ejecutivo de manera legítima y diáfana. Entre otras razones porque necesita que todos los partidos estén dispuestos a asumir la responsabilidad de gobernar a riesgo de sus votos.

Kepa Aulestia

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