Gobernar en minoría

La fragmentación del panorama partidario que anuncian las encuestas y han avanzado las autonómicas andaluzas iguala las expectativas de un número significativo de contendientes en cada ámbito electoral e incrementa las incógnitas sobre el escrutinio final. Hemos pasado de campañas prácticamente inútiles, porque se sabía el resultado de antemano, a una situación de tal incertidumbre que provoca la inseguridad táctica de los partidos nuevos y de los viejos. Los viejos porque no saben cómo retener el voto cosechado hasta el 2014; los nuevos porque temen tanto entramparse con excesos verbales como que se les confunda con la política anterior. Pero en medio del nerviosismo compartido por todas las opciones políticas se impone la convicción de que lo importante es llegar a la meta en primera posición. Y junto a ello se está asentando la idea de que no hay nada malo en eso de acabar gobernando en minoría.

Gobernar en minoría es una opción factible mientras el resto de los grupos parlamentarios o municipales no alcanzan un acuerdo alternativo. A partir de ahí es todo un arte que se basa en transferir a la oposición la responsabilidad de hacer gobernable el mandato, porque desde el momento en que el primer partido no cuenta con alternativa ninguna se cree autorizado para reclamar a los demás que le dejen hacer y deshacer. Salvado el trámite de investidura, designación o nombramiento de presidentes y alcaldes en segunda vuelta, estos pasan a dirigirse al resto del espectro partidario desde el poder. Siempre en la confianza de que la oposición no se unirá para una moción de censura, e imputando a los demás cualquier bloqueo que padezcan sus iniciativas gracias a ese recurso tan ventajoso en los nuevos tiempos que es la prórroga presupuestaria.

Viene siendo hora de poner en solfa algunas frases hechas que ya significan muy poco o nada en política. Como eso de que los ayuntamientos son la institución más cercana a los ciudadanos. Que un veredicto plural de las urnas entraña un mandato ciudadano para alcanzar acuerdos. O que la tramitación de la norma presupuestaria lo condensa todo en la democracia representativa. Gobernar en minoría es un arte que hoy se puede ejercer con cierta comodidad gracias a dos circunstancias. Por una parte, porque hace muchos años que la dialéctica gobierno-oposición optó por el trazo grueso de las proclamas y descalificaciones, dejando de lado la supervisión crítica de las liquidaciones anuales. Hoy un gobierno puede afirmar que en realidad no está aplicando recortes al Estado de bienestar gracias a que su oposición lanza acusaciones sin detalle. Por otra parte, la crisis ha convertido los presupuestos de cada institución en papel mojado, porque las previsiones de ingreso han sido especulativas en los últimos ocho ejercicios y las de gasto acababan sometidas a vaivenes indescifrables. La soberbia gobernante y la desidia opositora han formado una alianza imbatible que allana el camino para todos a los que aleguen no quedarles otro remedio que gobernar en minoría.

De la necesidad, virtud. La democracia representativa se sustenta en la pluralidad de opciones y en la gobernabilidad de sus instituciones. La primera constituye un valor superior a la segunda, pero es esta la que hace de la libertad un principio verdaderamente útil. La atomización partidaria contribuye, hoy por hoy, más a la entronización de quien llegue primero a la meta electoral que a una política de acuerdos. Gobernar es un atributo que el partido ganador en una carrera igualadísima puede reclamar en exclusiva con, digamos, menos de una tercera parte del voto emitido, porque cuenta con que la pluralidad que representan los demás se mostrará tan dividida que en realidad no cuenta. Durante los próximos años la disponibilidad de recursos seguirá siendo tan exigua que impedirá idear grandes proyectos, llamados estratégicos demasiado alegremente. Junto a ello bastará con evitar la exposición de planes legislativos a la espera de que los adversarios se agoten y se avengan a apoyar algo. La efervescencia política desembocará en una anomia preocupante.

Gobernar en minoría cuenta con la ventaja de que toda crítica a la gestión es devuelta al remitente. Es conocido que la oposición sabotea las iniciativas del Gobierno por puro cálculo electoral. La sociedad debe pronunciarse sobre si le parece mejor que la minoría mayoritaria gobierne con ímpetu o prefiere que las instituciones se empantanen en la búsqueda de acuerdos amplios que ralenticen al país. Es el chantaje al que quienes tienen como objetivo gobernar en minoría están sometiendo ya a los ciudadanos. El problema es que todos los partidos, sin excepción, aspiran a lo mismo allá donde puedan. Lo cual dibuja un mosaico ingobernable.

Kepa Aulestia

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