Gobernar es prever

El Estado de Derecho en España se va desmoronando lentamente. Pero no solo a causa de lo que se ha hecho o se está haciendo equivocadamente, que es mucho, sino también por lo que no se hace. En efecto, si como decía el líder cubano José Martí, «gobernar no es más que prever», está claro que la capacidad de anticipación de nuestros políticos es prácticamente nula.

Son muy pocos los que toman decisiones para evitar que el futuro nos sorprenda con unos acontecimientos desagradables, que eran fácilmente previsibles. Uno de estos casos de miopía política que es culpa de nuestros dirigentes es el que nos ofrece el caso de la derogación de la doctrina Parot por el TEDH. En esta ocasión, la falta de previsión de nuestros políticos ha sido doble. Por una parte, es imperdonable que no se aprobase un nuevo Código Penal hasta 1993, cuando precisamente se trataba de pasar, después de 40 años de franquismo, de una dictadura a una democracia. En situaciones como ésta son absolutamente necesarias dos normas, que deberían aprobarse inmediatamente: la Constitución y el Código Penal. La Constitución era necesaria porque había que establecer un nuevo régimen político, unas nuevas instituciones y unos nuevos derechos y libertades garantizados para todos los ciudadanos. Y, asimismo, era también necesario un nuevo Código Penal, porque su misión en una democracia es muy diferente de lo que ocurre en una dictadura. Ciertamente, era urgente proteger los bienes jurídicos y los valores éticos sociales propios de una democracia, porque éstos no son inalterables en todos los casos, sino que dependen y varían respecto de la ideología en que se base cada régimen político. No es lo mismo el Código Penal de una dictadura, que el de una democracia, pues aunque haya tipos penales comunes en ambos regímenes, cambian sustantivamente en lo que se refiere a su valoración, duración y carácter de las penas.

El hecho fue, por consiguiente, que se hizo la Constitución, pero la inexistencia de un nuevo Código Penal, (hubo que esperar 15 años para tenerlo) nos ha conducido a esta situación esperpéntica en la que no solo salen en libertad terroristas de la ETA, sino también peligrosos delincuentes comunes. Los errores de los políticos los acaban pagando los ciudadanos. Ahora bien, esta falta de previsión, se vuelve a repetir ahora, por otra parte, con el actual Gobierno, puesto que era totalmente previsible que tras la decisión de la Sección 3ª del TEDH, que anunció ya hace meses la posible ilegalidad de la doctrina Parot, no se haya hecho nada tanto para evitar que la Gran Sala del mismo Tribunal confirmase esa opinión, como para tomar algunas medidas con el fin de aminorar sus desastrosos efectos. No vale ahora buscar un chivo expiatorio en Estrasburgo, porque los culpables de esta aberración están en Madrid.

Sea lo que fuere, ahora nos encontramos ante otro posible descalabro de nuestro Estado de Derecho, que se podría paliar desde ahora por si se presentase esa coyuntura. Me refiero a la posible consulta o referéndum de autodeterminación que quieren convocar ilegalmente los nacionalistas catalanes. Es claro que de acuerdo con los artículos 92 y 149.1.32 de la Constitución, la facultad de convocar los referendos consultivos solo la posee el Gobierno central. Ahora bien, tanto en el supuesto de que el Gobierno pactase dicha consulta con el Gobierno catalán, posibilidad que difícilmente permite la Constitución, incluso a través del mal uso del artículo 150.2, como en el caso de que los nacionalistas la llevasen a cabo por su cuenta y riesgo, de forma unilateral, tendrían que ajustarse a la legislación del Estado.

Por lo tanto, sería necesario modificar cuanto antes la insuficiente Ley Orgánica de 1980 sobre las distintas modalidades del referéndum. Esta ley es sustancialmente incompleta, porque no expone las condiciones que, desde un punto de vista estrictamente democrático, deberían exigirse para obtener la legitimidad y validez de la consulta.

Para empezar conviene dejar bien claro que el referéndum regulado en el artículo 92 de la Constitución, ofrece un claro eufemismo porque lo denomina «consultivo». Esto es, porque si se pone en marcha un instrumento tan complicado y costoso como es un referéndum a nivel nacional o, en su caso, territorial, no es para conocer únicamente la opinión de los ciudadanos, pues para esto ya están los sondeos y las encuestas. Se trata, por consiguiente, de tomar una decisión que si la aprueba el pueblo, parece ilógico que solo tenga carácter consultivo desde el punto de vista jurídico y no sea vinculante. Ahora bien, no cabe duda de que políticamente es evidente que resulta vinculante, pues ningún gobernante iría contra la opinión mayoritaria expresada en un referéndum.

Recordemos así que el 12 de marzo de 1986, el Presidente del Gobierno, Felipe González, convocó un referéndum «consultivo» sobre la permanencia o no de España en la OTAN, a la que pertenecíamos desde el 20 de mayo de 1982. Como es sabido, el Gobierno logró el sí que deseaba con un 52% de votos favorables, un 39,8% de votos en contra y 2,01% de votos en blanco. Pues bien, aunque el Gobierno había suavizado la pregunta con varios requisitos indispensables para seguir en la OTAN, cundió el pánico en el Gobierno por si ganaba el no. Si hubiese sido así, es claro que el Gobierno de Felipe González hubiese tenido que dimitir, porque un referéndum que somete a votación del cuerpo electoral «decisiones políticas de especial transcendencia», no puede quedarse en una mera consulta, que no implique ninguna vinculación para el Gobierno que lo ha convocado. La fuerza de la soberanía nacional obliga a que se acate su veredicto.

Por consiguiente, un referéndum o consulta que se convoque sobre la secesión de Cataluña, no puede ser nunca consultivo sino absolutamente vinculante. Precisamente por eso, por esta fuerza coercitiva de la soberanía nacional expresada por medio de un referéndum, se debería incluir algunos requisitos necesarios para su validez, los cuales se desconocen actualmente en la Ley del Referéndum. Ciertamente, el primer requisito necesario en un referéndum de esta envergadura es la necesidad, como ocurre en muchas democracias, de establecer un quórum de participación. Por de pronto, parece ineludible que se exija al menos la participación de la mayoría absoluta del cuerpo electoral, porque si se convoca al pueblo para que se pronuncie sobre una cuestión tan importante, no pude tener validez con menos de la votación de la mitad de los electores. En consecuencia, sería necesaria la reforma de esta ley, para incluir este requisito en todos los referendos en general y en los consultivos en particular. Si hubiera existido este requisito, no se habría aprobado el Estatuto de Cataluña, puesto que el índice de participación de los electores catalanes no llegó al 50 %, lo cual era demostrativo del interés que suscitaba el nuevo Estatuto.

En segundo lugar, la Ley del Referéndum desconoce también las mayorías necesarias de votos para que el referéndum sea válido. Es cierto que en el caso del referéndum consultivo, el artículo 92 de la Constitución y el 6 de la Ley del Referéndum, señalan que la autorización necesaria para su convocatoria, la cual depende del Congreso de los Diputados, obliga a que sea aprobada por la mayoría absoluta de esta Cámara. Pero en lo que se refiere al número de votos de los electores necesarios para que sea aprobada la propuesta, no dice nada en absoluto la ley. Esto ocurre también con el referéndum constitucional que regulan los artículos 167 y 168 de la Constitución. Sin embargo, en lo que se refiere a los referendos de iniciativa autonómica regulados en el artículo 150 de la Constitución, se dispone que «si no llegase a obtenerse la ratificación por el voto afirmativo de la mayoría absoluta de los electores de cada provincia no será válido». Del mismo modo, en el referéndum necesario para la aprobación de los Estatutos de las Comunidades Autónomas que accedieron por la llamada vía rápida a la autonomía, según el artículo 151.2.4 de la Constitución, «si el Estatuto es aprobado por la mayoría de votos válidos en cada provincia, será elevado a las Cortes». Como se ve se trata de una mayoría simple, es decir del mayor número de votos. Sin embargo, como decimos, ni en el referéndum consultivo ni en los que indican los artículos 167 y 168 de la Constitución, sobre la reforma constitucional, no se ha señalado la mayoría que debe exigirse para su validez, la cual, por supuesto, se deduce que no puede ser la mayoría simple, sino por lo menos la mayoría absoluta o incluso la cualificada (dos tercios de los votantes), puesto que el tema sobre el que se pronuncian los electores es de una vital importancia para el Estado. No se entiende, lógicamente, que en lo que se refiere a la reforma de la Constitución se exijan, según los casos, tres quintos o dos tercios de los miembros de las dos Cámaras y, sin embargo, no se exija lo mismo cuando se persona el cuerpo electoral.

En consecuencia, de acuerdo con todo lo dicho y limitándonos a una eventual consulta en Cataluña o, como debería ser, en todo el territorio nacional, sobre el derecho de autodeterminación de los catalanes, sería una burla democrática que, por ejemplo, participase en dicho referéndum un 30% del electorado y que ganasen los síes por un solo voto a los noes. Tal resultado no sería más que un golpe de Estado encubierto, protagonizado por una minoría de electores. Es necesario, por tanto, reformar urgentemente la Ley del Referéndum para establecer los quórums necesarios por si se lleva a cabo la dichosa «consulta». Pero para ello es forzoso que el Gobierno de Madrid, deje de tocar el violón y caiga de una vez en la cuenta de que «gobernar es prever».

Jorge de Esteban es catedrático en Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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