¿Gobierno por sorteo?

En este tiempo muerto en el que no sabemos qué va a ocurrir en el inmediato futuro de la nación me he entretenido en la relectura de Churchill, siempre enriquecedora. He encontrado, entre tantas sabidurías, tres ideas pintiparadas para la ocasión. Son estas: «Las actitudes suelen considerarse más importantes que las aptitudes». «Un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema». «El problema de nuestra época consiste en que los hombres no quieren ser útiles sino importantes». A Churchill no se le discute su sagacidad política. Hay políticos que se creen Churchill y no pasan de ser su caricatura.

Pasamos los meses sin gobierno, no se superó el bloqueo por el mantenido «no es no», nuestro país está en riesgo de estancamiento y puede que de retroceso. Hay quien declara reiteradamente su deseo de ejercer la oposición olvidando la obviedad de que cumplir esa plausible apetencia precisa la previa formación de un gobierno. En esta preocupante situación se cruzan las acusaciones, se enmarcara la verdad y ciertos políticos generan una confusión que el ciudadano traslada generalizada al conjunto de quienes se dedican, en su inmensa mayoría con honestidad y entrega, al servicio de los intereses generales de los ciudadanos que ese es el fin último de la actividad política.

Seguimos recibiendo el machaqueo informativo sobre corrupción, concepto que a veces se lleva más lejos de su realidad tildando de actos corruptos los que no lo son. Un error administrativo o de gestión, o un fallo humano, no son corrupción. Hay quienes se empeñan en mantener viva la imagen de España como país más corrupto de Europa, lo que no es cierto, y se viene perjudicando el honor y el buen nombre de personas y familias que, una vez demostrada su inocencia, nunca los recuperan porque ese final no es noticia. Objetivamente, los elementos distintivos de la corrupción son el enriquecimiento personal, el de terceros o la financiación ilegal de los partidos.

La imposibilidad de formar gobierno ha generado una decepción ciudadana respecto a los políticos, circunstancia unida a una corrupción que siendo grave se abulta mediante la «oportuna» resurrección de viejos asuntos y considerando corruptas conductas o decisiones meramente inadecuadas o inoportunas –el error de la propuesta de nombramiento del ex-ministro Soria y sus antecedentes son un ejemplo–, con el acompañamiento de una utilización partidista de la corrupción que exagera y reitera los casos ajenos y minimiza y olvida los propios. Todo ello hace explicable que la credibilidad de la mal llamada clase política esté bajo mínimos.

Contaba mi viejo y apreciado amigo Graciano Palomo que tras la segunda jornada de investidura, un viandante comentó, contemplando el set y los equipos de televisión ante el Congreso de los Diputados, algo así: «Menudo montaje el de los políticos», a lo que otro respondió: «Para un día que trabajan». Muchos ciudadanos compartirían tan negativo y erróneo juicio. Nunca se cuenta que el presidente del gobierno de España percibe unos emolumentos infinitamente menores que sus colegas europeos y que algunos de los altos cargos de su propio gobierno y de ciertas empresas públicas, ni que los políticos españoles son los peor pagados de Europa, ni que a los parlamentarios les ocurre lo mismo respecto a sus homólogos europeos.

En este arriesgado panorama nacional no escasean las opiniones, recogidas profusamente en los medios, que ahondan el abismo entre políticos y ciudadanos. Con ocasión del «caso Soria» se ha criticado que los gobiernos nombren a amigos o correligionarios para los cargos públicos recordando los nombramientos de Leire Pajín, Bibiana Aído y Magdalena Álvarez para responsabilidades internacionales tras ser ministras de Zapatero. El entonces presidente del Gobierno, para engrasar su fichaje, concedió cuantiosas ayudas al organismo de la ONU en el que fue situada una de ellas, lo que no es de recibo. Según parece también resulta reprobable nombrar a amigos y correligionarios. ¿Sería comprensible nombrar a adversarios? Los altos cargos, los de confianza, y los gobiernos ¿deberían cubrirse por sorteo?

El resultado es que la imagen de los políticos se ha venido abajo con la complicidad de ciertos medios y por la demagogia de un populismo que ha pasado gozoso de caspa a casta sin abandonar sus tics autoritarios. A jugar ese papel de inquisidores inconscientes se han sumado otros adanes incoloros, inodoros e insípidos como el agua. Cuando se desautoriza a la que llaman «vieja política» lo que se desprestigia ante el ciudadano es sencillamente la política.

¿Quién va a optar por ejercer la noble función de político? Cada vez más se obliga a demostrar la inocencia, que no se presume, en lugar de la culpabilidad. Muy lejos del «todos son inocentes mientras no se demuestre lo contrario», en la política se ha abierto paso la idea sorprendente de que «todos son culpables mientras no se demuestre lo contrario». Incluso antes de demostrarse ya asistimos a los juicios mediáticos, hasta hablarse como algo natural de «condenas de telediario».

Si el camino no se endereza llegarán a la política sólo los mediocres, los que no sirvan eficazmente en sus profesiones, los que no valgan y por ello no sean valorados socialmente aunque lo sean en sus partidos a menudo por actitudes de gratitud o vasallaje. Pocos se arriesgarán a meterse en un campo de minas trabajando no ya sin la consideración de los ciudadanos destinatarios de su esfuerzo sino, además, con su repudio. Desahuciar a los políticos es una generalización torpe además de injusta. Siempre habrá política y políticos. La cuestión es si optamos por unos políticos preparados que en muchas ocasiones pierden dinero dedicándose al servicio público o apostamos por la mediocridad. El sistema de selección debería cambiar y eso está en manos de los partidos que han de cumplir, desde una democracia interna intachable, la función que les asigna la Constitución.

Si volvemos a Churchill, es obvio que hay que considerar más la aptitud que la actitud; huir del fanatismo de los que no pueden cambiar de opinión y no quieren cambiar de tema; convocar a personas que busquen ser útiles y no importantes. No podemos celebrar elección tras elección hasta que a algunos reticentes les guste el veredicto de las urnas por el mero motivo de salvar su propia posición. Repudiada o escamoteada de hecho la democracia, podríamos llegar a elegir por sorteo a los responsables de la dirección política del país, como en una edición de la Lotería Nacional en la que el premio gordo sería la Moncloa. Un esperpento valleinclanesco. Pero, visto lo visto, yo no me reiría demasiado.

Juan Van-Halen, escritor y académico correspondiente de las Reales Academias de Historia y de Bellas Artes de San Fernando.

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