Gobierno sin control

El Gobierno ha decidido que no tiene la más mínima intención de volver a comparecer ante el Parlamento ni de someterse al control de la cámara mientras siga estando en funciones. El anuncio podría parecer el último intento de escapismo político de Rajoy, pero en esta ocasión la decisión no es tan aséptica como parece.

A primera vista alguien podría pensar que tiene razón, incluso que es de sentido común: este es un Gobierno en funciones elegido por un Parlamento anterior y, en consecuencia, no está sujeto al control de la nueva mayoría parlamentaria. Eso es exactamente lo que alega el Gobierno, primero, que el Parlamento solo puede controlar la acción del gobierno que ha elegido, y por lo tanto, si no le han dado la confianza no pueden comprobar si esta se ha roto. Y en segundo lugar, que el ejercicio del control parlamentario lleva aparejado la posibilidad de exigir responsabilidades políticas, por lo tanto, suponiendo que se pudiera ejercer dicho control ¿a quién se le exigirían las responsabilidades en un Gobierno en funciones, cuando su mandato tiene fecha de caducidad? Como no se da ninguno de las dos condiciones, anuncian que no vuelven.

Para justificar su decisión, el Gobierno se ampara en el artículo 21 de la Ley 50/1997 de Organización, Competencias y Funcionamiento del Gobierno, que establece que el Gobierno en funciones “deberá limitar su gestión al despacho ordinario de los asuntos públicos, absteniéndose de adoptar, salvo casos de urgencia debidamente acreditados o por razones de interés general cuya acreditación expresa así lo justifique, cualesquiera otras medidas”. En consecuencia sostiene que sobre el “despacho ordinario de asuntos públicos” no cabe el control parlamentario. En todo caso, el judicial, por si hubiera extralimitación.

Pero más allá de la letra de la ley, la sola idea de que un Gobierno no esté sujeto a ningún tipo control es antitética al principio democrático, entre otras razones porque es evidente que durante todo este periodo pueden darse situaciones que le obliguen a tomar decisiones que se aparten de ese “despacho ordinario de los asuntos públicos”. La asistencia del presidente del Gobierno en el Consejo Europeo representando a España para abordar la situación de los refugiados es el ejemplo más clamoroso. Pretender ir a ese encuentro sin haber consensuado antes una posición común era tan insensato como inadmisible, entre otras razones porque el Gobierno no tiene ni la competencia ni la legitimidad para actuar unilateralmente. Como también lo sería que osara apelar a la urgencia de la reunión para justificar su negativa a comparecer ante el Parlamento, entre otras razones porque hay tiempo suficiente para convocarlo, debatir y decidir. Y tampoco podría invocar la excepción del interés general al que se refiere la ley, para adoptar una decisión unilateral, puesto que mayoritariamente los distintos grupos parlamentarios en el Congreso ya han manifestado que están en contra de la propuesta y el interés general, quizás ya sea otro. Es evidente, pues, que aunque sea a regañadientes cualquier decisión tiene que ser acordada. Y para acordar antes hay que debatir en sede parlamentaria: información, debate y autorización. Por eso, en este asunto el Gobierno en funciones deberá limitarse a constatar la posición de la mayoría actual de la Cámara y trasladarla, sin más, al Consejo Europeo.

Que el Gobierno haya afirmado que no va a volver comparecer ante el Parlamento a dar ningún tipo de explicación es un desaire sin fundamento que demuestra una enorme falta de arraigo democrático y de respeto institucional. Nadie discute que este Gobierno debe su confianza a la mayoría que obtuvo en el mandato anterior y que mientras dure esta situación de interinidad debe ceñirse a gestionar, casi administrativamente, este periodo transitorio. Pero el Gobierno no puede ignorar que su actitud choca frontalmente con el derecho de los parlamentarios a la información. Una cosa es no querer someterse al control, a la fiscalización y al escrutinio periódico del Parlamento, y otra muy distinta es ignorar su existencia, su legitimidad y sus funciones. Una cosa es que no se puedan exigir responsabilidades políticas a un Gobierno en funciones y otra que el Gobierno no dé explicaciones al Parlamento.

Hábilmente el Gobierno ha conseguido que todos centremos nuestra atención hacia la imposibilidad jurídica de que el Congreso ejerza el control político sobre los actos de un gobierno en funciones para que así no nos fijemos en su deber de información. En realidad aquí no se trata de que el Gobierno no quiera someterse al control del Parlamento, porque ya sabemos que las comparecencias de sus miembros no llevan aparejadas ni resoluciones, ni mociones, ni reprobaciones. Lo que realmente quiere es no tener que dar explicaciones sobre sus actuaciones. Lo primero puede tener fundamento jurídico. Lo segundo es mucho más preocupante.

Francesc Vallès, profesor de Derecho Constitucional de la Universitat Autònoma de Barcelona.

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