Gobierno sobrio

"Guerra total”, “Gobierno de resistencia”, “un Ejecutivo a la ofensiva”… el lenguaje bélico impregnó las valoraciones iniciales que hicieron los medios del nuevo Gobierno de coalición de PSOE y Unidas Podemos y su relación con la oposición. Nadie ha hablado del “Gobierno bonito”, como hicieron algunos en junio de 2018 tras la conformación del primer Gobierno de Sánchez. Observando las tomas de posesión de los ministros del nuevo Ejecutivo el pasado 13 de enero —sin estridencias, como señalaron algunas crónicas— se dedujo que estábamos bastante lejos del espíritu que animó la puesta en escena de apariencia entre glamurosa e improvisada del Gobierno que Sánchez formó tras la moción de censura. Tras meses de bloqueo y arduas negociaciones, ofrecer una imagen mediáticamente atractiva con fichajes estrella inesperados no parece haber sido la prioridad del nuevo Gobierno. Sí lo han sido la unidad y la comunicación. Ante, por un lado, una oposición que ya está demostrando que no va a darle tregua y, por otro, una sociedad que demanda del Gobierno reformas concretas e inmediatas tras años de parálisis, se vuelve esencial para el nuevo Ejecutivo aparecer coordinado, así como lograr transmitir sus iniciativas y responder a la oposición con tanta puntualidad como firmeza y convencimiento. Predomina últimamente en la política española un discurso tóxico marcado por la hipérbole retórica, aderezado con noticias y datos falsos, frente al que se hace necesaria más que nunca una actitud política sobria. “Templanza, moderación y ausencia de adornos superfluos” es como define la RAE el concepto de sobriedad. Traducido a la práctica política, estaríamos hablando de un hacer y un decir que, por una parte, huya de la gestualidad y evite convertir en política espectáculo grandes causas como la lucha contra el cambio climático y la desigualdad de género; y, por otra, no caiga en la réplica incendiaria y el tono displicente con la oposición, por más desmedida y destructiva que se muestre. Mantener un rumbo y escoger bien las batallas mediáticas y comunicativas (lo que implica asumir que no todas se pueden ganar) es primordial para cualquier Ejecutivo, pero en las tensas circunstancias políticas actuales es una cuestión de supervivencia.

La comunicación política basada en gestos forma parte de la dinámica política contemporánea en sociedades mediatizadas como la nuestra. Ha sido fundamental en la denuncia y visibilización de desafíos colectivos como la desigualdad de género —desde la imagen de Carolina Bescansa con su bebé en el hemiciclo en la sesión de investidura de enero de 2016 hasta aquella del Gobierno con más mujeres del mundo en junio de 2018—. Sin embargo, existe la percepción de que en los últimos años se ha abusado de esta estrategia por parte de partidos e instituciones, incluidos los Gobiernos socialistas más recientes. La acogida del buque Aquarius con centenares de migrantes a bordo en junio de 2018, por ejemplo, fue un gesto positivo para la imagen internacional del entonces flamante Gobierno de Sánchez, pero se critica que a ese gesto no siguiera una política migratoria en el medio plazo de igual generosidad. Se ha planteado, asimismo, que la exhumación del dictador Franco en octubre pasado, que contaba con un apoyo social mayoritario, pudo haberse hecho con mayor discreción.

Inmigración, memoria histórica, igualdad de género y cambio climático forman parte del elenco de cuestiones que más sirven para polarizar a la sociedad. Son, al mismo tiempo, asuntos fundamentales para la consolidación de nuestra democracia y responden a los compromisos internacionales que España adquirió con la firma de la Agenda 2030 en 2015, con Mariano Rajoy en el Gobierno. Una posible estrategia para eludir la ideologización interesada por parte de sectores de la oposición de los avances que haga el Gobierno en estas materias sería presentarlos como logros colectivos de la sociedad y sus sucesivos Gobiernos, más que como éxitos de este Ejecutivo en particular. (Re)construir un marco común de valores democráticos y humanistas que neutralice el efecto de una minoría reaccionaria que, con fines electorales, cuestiona la igualdad de todos y niega el derecho a la diferencia (desde la cultural hasta la sexual) exige firmeza, pero también generosidad. Así como se ha manifestado últimamente que la institución del Rey no es patrimonio de la derecha, es necesario enfatizar que la igualdad entre hombres y mujeres no lo es de la izquierda. Poco a poco, el Gobierno debe lograr que el debate con la oposición se centre, no en si debe o no lucharse contra la violencia machista y el cambio climático, sino en discutir cuáles son las políticas más eficaces en este sentido.

La desconfianza que manifiestan los representantes de la oposición hacia el programa de gobierno es proporcional a las ganas que tiene el electorado progresista de ver plasmado ese programa tras casi una década de mayorías conservadoras seguidas de bloqueo político. Figurativamente hablando, es como si las voces que antes coreaban con esperanza, “sí, se puede”, ahora parafrasearan resueltas la icónica frase de la conocida marca deportiva: “Just Do It” (“Simplemente, hacedlo”). Es labor del Gobierno aprovechar y canalizar esa ilusión que, aun con todas las dificultades que precedieron a la investidura, emana de una parte de la sociedad. Al mismo tiempo, es responsabilidad del Ejecutivo cuidar de aquella otra parte del electorado que recela de él. Si la primera espera algo más que gestos y medidas aisladas de progreso, la segunda necesita saberse escuchada y respetada, recordándosele que los Gobiernos democráticos, sean de izquierdas o de derechas, buscan el bien común. Apostar por la investigación y el desarrollo tecnológico, avanzar hacia una sociedad crecientemente inclusiva que aprovecha todos los talentos, proyectarse internacionalmente como un referente en el uso de energías renovables, por poner algunos ejemplos, beneficia al conjunto de la sociedad. Son líneas de actuación que no responden a un ideario de signo radical, sino a objetivos acordados con las demás democracias avanzadas del mundo.

Favorece, asimismo, al conjunto de nuestro país que todos sus ciudadanos se sientan vinculados a él de una manera u otra. Como han señalado numerosos analistas, el Gobierno tendrá que hacer uso de enormes dosis de inteligencia, paciencia y audacia para encauzar la situación de conflicto en Cataluña y avanzar hacia un nuevo modelo territorial. Es, posiblemente, su principal reto en la legislatura que comienza, pero no debe parecerlo. No porque el Gobierno tenga nada que ocultar o vaya a saltarse la ley, sino porque en la resolución de cualquier conflicto tan sensible como el catalán es fundamental un talante moderado y una comunicación discreta.

El zeitgeist o espíritu de nuestro tiempo, marcado por la paulatina toma de conciencia de la emergencia climática y la necesidad de adaptar nuestro modo de vida a ella, invita a la sobriedad: hacer lo mismo, o más, con menos recursos y en condiciones medioambientales crecientemente adversas. El clima de excepción permanente al que en este momento parece querer abocar la oposición al Gobierno le confiere también un sentido bélico al término: sobriedad es lo que se espera de la acción de un Gobierno en tiempos de guerra. Lo deseable, desde luego, es que esta última connotación se diluya progresivamente. Sería indicativo de que se instala un clima de normalidad y razonable confianza mutua entre el Gobierno y la oposición de una democracia avanzada.

Olivia Muñoz-Rojas es doctora en Sociología por la London School of Economics. www.oliviamunozrojasblog.com

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