Gobiernos compartidos

En un sistema multipartidista (y el español lo sigue siendo aunque el 26-J haya acentuado los residuos bipartidistas), el voto de los electores otorga a los partidos un diverso y variable poder de coalición. Ese poder otorgado determina cuantitativa y cualitativamente el peso político y el estatus de cada uno: les indica sus posibilidades y les señala sus límites. Para entender de manera operativa lo que el poder de coalición significa en un sistema multipartidista conviene distinguir cuatro dimensiones: poder de liderar, poder de reforzar, poder de legitimar y poder de rechazar.

El poder de liderar define la capacidad que los resultados electorales conceden a uno o más partidos para promover primero, y construir después, coaliciones de gobierno viables, entendiendo por tales las que siendo políticamente razonables son además numéricamente posibles. El ejercicio del poder de liderar implica proactividad, no pasividad, y reclama inteligencia negociadora para, yendo más allá del logro de la propia aquiescencia del resto, incluir a los que puedan reforzar el liderazgo y desactivar a los demás, situándolos en el margen del rechazo.

Gobiernos compartidosEl poder de reforzar es básico en los sistemas de pluralismo moderado, porque implica la capacidad de uno o más partidos para completar y ensanchar al máximo la fuerza central de la coalición, sustituyendo gobiernos de partido por gobiernos compartidos. Más que proporcionar apoyo, reforzar significa marcar el rumbo y contribuir decisivamente en la orientación política. El ejercicio del poder de reforzar por parte de un partido en una coalición de gobierno es signo de mayor grado de compromiso, tanto en el diseño de la política como en la gestión cotidiana de los partidos.

En la corta experiencia española de coaliciones en el plano autonómico (tripartito catalán, bipartito gallego o andaluz, actual gobierno de Valencia, etcétera), se ha tendido a sustituir el poder de reforzar —a menudo complicado en bicefalias más competitivas que cooperativas— por un compromiso mucho más lábil y a veces de mínimos: el poder de legitimar, ya sea activo (votando a favor de la investidura) o pasivo (limitándose a la abstención). El poder de legitimar suele establecerse a través de acuerdos de investidura orientados básicamente a dejar gobernar —esa es, precisamente, la legitimación, no obstaculizar— y su resultado en la práctica equivale a gobiernos monocolores vigilados.

Esa fue, por ejemplo, la posición que adoptó el CDS en la incipiente etapa multipartidista de los últimos años 80 del pasado siglo. Y esa ha sido, asimismo, la postura de Ciudadanos, bien con el PSOE en Andalucía, bien con el PP en Madrid, tras las elecciones autonómicas de la primavera de 2015. En ambos casos, Madrid o Andalucía, por señalar solo los ejemplos más significativos, Ciudadanos actualiza día a día su poder de legitimación controlando y vigilando la acción del gobierno a través del código de prácticas y medidas políticas pactado en el acuerdo de investidura.

Y está, por último, el poder de rechazo. Hasta ahora solo podíamos imaginarlo o teorizarlo. En el proceso que va desde el 20-D al 26-J hemos sido testigos de su valor. El poder de rechazo alcanza su máxima expresión cuando el consenso interpartidario se traduce en una mayoría del no que supera cualquier otra mayoría posible. Los partidos se muestran incapaces de expresar sus afinidades y acentúan sus diferencias, rigiéndose por lo que, con expresión de Ortega, podemos llamar sus convicciones negativas.

¿Qué sucedió en España el 20 de diciembre y qué puede suceder a partir de los resultados electorales del 26 de junio?

Lo que sucedió está bien claro: el uso legítimo del poder de rechazo de los partidos obligó a la repetición de las elecciones. Las convicciones negativas se impusieron. Hubo en el proceso dos mayorías de rechazo, una implícita y otra explícita. La primera impidió al Partido Popular promover y construir una mayoría gubernamental con el apoyo activo o pasivo de cualquier otra fuerza política. Tal fue la potencia de rechazo que Mariano Rajoy se negó a sí mismo su poder de liderar y prefirió no visualizar su soledad en el Parlamento. La segunda mayoría de rechazo, esta vez explícita, lo fue a una coalición, desde el centro, numéricamente débil y, al final, políticamente inviable.

El PSOE ha perdido hoy poder para liderar, porque el gran centro (PSOE+ Ciudadanos), ya débil el 20-D, se ha debilitado aún más en escaños con 13 diputados menos, 8 de Ciudadanos y 5 del PSOE. El poder para liderar lo tiene hoy el Partido Popular, prácticamente en exclusiva. La duda está en si sabrá gestionarlo con inteligencia y habilidad política. No le será fácil encontrar apoyos o refuerzos para una coalición gubernamental sólida, y deberá estimular mediante renuncias expresas, y convincentes promesas reformadoras, el camino que conduce a conseguir el poder de legitimación de los restantes actores del sistema. Sobre todo del PSOE. En un entendido claro: el PP carece hoy de capacidad numérica autolegitimadora para gobernar —representa a menos de uno de cada tres españoles en voto válido y a solo uno de cada cuatro sobre censo— y necesita de la responsabilidad de otros. Y ese plus ni es ni puede ser una dádiva o un regalo. Es, obligatoriamente, algo que se gana, una conquista. El valor político del poder de legitimación impone en las circunstancias presentes un alto precio. Y el PP debe saberlo y estar dispuesto a pagarlo.

El poder de rechazo ha sido la dimensión central en el complejo ejercicio del poder de coalición de los partidos durante la primera y corta etapa del multipartidismo competitivo español en el siglo XXI. El resultado es bien conocido: una en otro tiempo inimaginable repetición electoral. Esa imposición del poder de rechazo refleja las dificultades del sistema político español para adaptarse con eficacia a las pautas de una cultura multipartidista. Aritméticamente, el rechazo sigue constituyendo hoy una amenaza: si el PSOE no hace uso de su decisivo poder de legitimación, puede darse, en el mejor de los casos para el Partido Popular, un empate a 175 diputados que haga imposible cualquier investidura. Al PP le compete desactivar con inteligencia política el poder de rechazo del PSOE. Y el PSOE debe poner a prueba toda la capacidad pedagógica para explicar convincentemente a sus militantes y, sobre todo, a sus electores por qué y cómo hace un uso lúcido, eficiente y responsable de su poder de legitimación.

Marcos Sanz Agüero es analista de Metroscopia.

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