El gran poeta árabe sirio Nizar Kabbani dejó escrita una sentencia que está gravitando en todo momento, como explicación luminosa y como terrible amenaza al mismo tiempo, sobre todo aquel que se propone analizar con rigor, y entender lo más correctamente posible, la realidad árabe contemporánea, evitando con ello conscientemente tanta simplificación vergonzante y atentatoria contra la mínima decencia intelectual, y tanta tergiversación tendenciosa y manipuladora, como se vienen produciendo en nuestro medio, y que van además incrementándose pavorosamente. Sentenció: «Ningún árabe es superior a otro árabe excepto en la desgracia». Luminosa y tremenda sentencia, como he dicho. El auténtico desafío, claro está, radica en tratar de fijar los alcances y los límites de esa desgracia, su «¿hasta cuándo?» y «¿hasta dónde?». Cabe preguntarse: ¿quiénes lo intentan de verdad, y cómo? Las respuestas resultan sumamente difíciles, quizá no existen.
Seguramente nos encontramos ahora en una repetida y suprema fase crucial de esa dramática e implacable trayectoria. De una parte, porque han aumentado las zonas principales de neuralgia y en conflicto, y ya son tres al menos los países de sufrimiento máximo: Palestina, Líbano e Irak. De otra, porque se están produciendo fenómenos parecidos en esas tres geografías desgarradas que presentan una realidad final común: las enormes dificultades existentes para llegar a la formación de gobiernos de unidad nacional, más aún, la casi absoluta imposibilidad de que así sea. Obviamente, cada caso posee sus características distintivas propias, pero el problema de fondo, y la situación real que se ha producido, son en esencia los mismos.
Lo ha suscitado y planteado recientemente, con la lucidez y la precisión que acostumbra, el prestigioso analista político egipcio Wahid Abdel-Mayid refiriéndose en concreto a la situación actual en Líbano y Palestina. El caso de Irak conviene dejarlo aparte de momento, porque la sustracción de soberanía que aqueja a este país es de otro orden. En aquellos dos, según él, «existe un violento desacuerdo sobre la formación de un Gobierno de unidad nacional. En este desacuerdo, que se supone es ejecutivo, y que desde luego parece ser así, se entrecruzan crisis acumuladas que desbordan tanto a Líbano como a Palestina para englobar otras diversas cuestiones, en una región que se extiende desde el Mediterráneo oriental hasta el Golfo».
Es decir, lo que algunos venimos repitiendo desde hace tiempo: la enorme y convulsa conflictividad que parece singularizar a Oriente Próximo y Medio -el Maxrek- es por naturaleza, y quizá sería más apropiado decir por naturalezas, una conflictividad entramada, mantenida, interaccionada, manipulada y estructural. Seguir sosteniendo lo contrario -aunque así lo hagan no se sabe cuántos aparentes especialistas en la materia- y seguir haciendo rutinarias exposiciones sometidas a visiones escenográficas territoriales por separado y coyunturales, se debe sólo a ignorancia, a tendenciosidad, a intereses particulares o a mala fe.
Sintetizando, Abdel-Mayid concluye que a esa circunstancia se ha llegado «por el decepcionante fracaso de los moderados y la insolvente bancarrota de los radicales». Los árabes han entrado por ello «en un túnel de perdición que parece no tener fin». Pero no se trata solamente de una crisis entre ambos bandos, sino también la de cada uno de ellos por separado, y de las respectivas orientaciones que representan y las posturas que expresan. Todo ello constituye «la esencia de la disputa sobre el Gobierno de unidad».
Puede parecer demasiado esquemática la reducción de la enrevesada situación a la radical confrontación entre tales dos bandos. Indudablemente se entrecruzan y amalgaman otros muchos elementos y factores sumamente controvertidos, contrapuestos y cambiantes, que están configurándola y determinándola, en los tres planos confluyentes: el local en cada caso, el regional y el internacional. Pero la afirmación del politólogo egipcio nos parece adecuada y pertinente desde una perspectiva de análisis esencialmente política e ideológica.
Porque es indudable la existencia de esa profunda confrontación. Y así lo vienen señalando en estos días bastantes analistas árabes, advirtiendo además muy seriamente sobre los grandes riesgos y amenazas que entraña esta situación para el futuro inmediato. Voy a seleccionar seguidamente algunos testimonios que considero especialmente representativos. Afirma, por ejemplo, Gassán Sherbel: «Nadie tiene derecho a ser el motivo del derrumbamiento del Líbano, sean cuales sean sus demandas y sus ideas obsesivas. Hay que encontrarse a la mitad del camino, o en el punto más próximo a ella». El tono de la denuncia es mucho más agresivo en Yihad al Jázin: «El Gobierno y la oposición en Líbano no tienen ya salida. Se metieron en una situación de la que no saben cómo salir. Líbano está al borde del abismo; Gobierno y oposición en la linde del precipicio. Sólo tendrían que dar un paso más, para morir todos y así quedarnos tranquilos». Y no es menos tremendo su diagnóstico referido a Palestina, en donde «los dirigentes nacionales llevan a su país a la ruina. Como si no fuera suficiente con lo que ya ha arruinado Israel, o como si actuaran por delegación suya». Hablando de Palestina que puede convertirse en «una nueva Argelia», Abdel-Bari Utwán no se anda tampoco por las ramas: «Si la situación estalla, ¡Dios no lo quiera!, los dos movimientos principales serán los responsables de ello y de sus consecuencias. Por su incapacidad para llegar a entenderse y formar un Gobierno de unidad nacional, a causa de no anteponer el beneficio del país y del ciudadano a los intereses partidistas y facciosos más estrechos».
Concurren en el Líbano algunos elementos muy concretos y particulares, que tienen su origen en la trayectoria histórica que ha seguido este país y en su propia estructura social y demográfica, con el reparto de poder por cuotas confesionales, que privilegian todavía indudablemente a cristianos maronitas y musulmanes suníes, en detrimento de los musulmanes chiíes. Parece indudable que la inmensa mayoría de los responsables libaneses, pertenecientes a las muy diversas adscripciones confesionales existentes, considera sumamente precipitado y arriesgado plantear una discusión sobre la absoluta necesidad de introducir con urgencia modificaciones sustanciales en este sistema que, en cualquier caso, ha de ser revisado y adaptado a las realidades actuales, aunque esto haya de producirse de forma gradual y lo más consensuada posible, evitando mayores traumas y enfrentamientos internos.
No tiene nada de extraño, por ello, que se haya vuelto a suscitar la cuestión de la necesidad de introducir reformas constitucionales. Es muy probable que la opinión más extendida a este respecto se reduzca tan sólo, en un primer paso, a diversos aspectos que tienen que ver con la presidencia de la República, y específicamente al tiempo de duración del mandato presidencial y a los posibles candidatos al cargo. Se viene constatando al tiempo la imperiosa necesidad de dar al Ejército libanés mayor protagonismo político y representatividad nacional, manteniendo los procedimientos democráticos asentados en el Líbano y que de una manera muy concreta lo caracterizan muy positivamente dentro del contexto árabe regional. No son pocos por ello los que opinan, en la circunstancia precisa actual, que «el ejército es la más simple y eficaz de las soluciones para la crisis del Líbano», y hasta se vienen adelantando nombres propios de posibles candidatos al cargo. En todo caso, se trata de un debate necesario, porque está plenamente exigido por la realidad social, cuya tónica, formas y tiempos de desarrollo corresponden exclusivamente a los libaneses, y cuyo futuro inminente se presenta tan incierto como inevitable.
La nueva crisis palestina se venía venir desde que las últimas elecciones supusieron el triunfo de Hamas, que se produjo, conviene recordar, de forma limpia y democrática. En realidad, este vuelco de la situación no fue aceptado por las administraciones occidentales, con EEUU a la cabeza, ni naturalmente por Israel, ni por la mayoría de las administraciones árabes, ni siquiera tampoco por la mayoría de las fuerzas palestinas que hasta entonces habían asumido el liderazgo del movimiento nacional. Si un régimen de «cohabitación» resulta siempre sumamente difícil, en el caso de Palestina lo era aún más, y se ha derivado en un incremento pavoroso del hambre, de la opresión internacional y de la nueva amenaza de extinción. En Palestina, por otra parte, no cabe la hipotética solución del ejército ni ninguna otra similar. En Palestina todo está siempre pendiente de que el Gobierno sionista apriete aún más las tuercas o las afloje mínimamente, llevado de vez en cuando por alguna mínima ráfaga de «ablandamiento» que, por descontado, es acogida casi universalmente con fervoroso agradecimiento y exultante entusiasmo. Pero en conclusión, la pregunta final es ésta: ¿puede constituirse en Palestina un nuevo Gobierno representativo nacional, mediante un procedimiento limpiamente democrático como el anterior, sin la participación importante de Hamas en el mismo? Yo, personalmente, creo que no. Aunque estoy personalmente convencido también de que Hamas habría de seguir un proceso interno de apertura política ideológica a fondo, que influyera decisivamente asimismo en sus propuestas sociales y culturales.
Quizá los gobiernos de unidad nacional, cuya formación hasta ahora parece imposible, puedan abrir la vía para evitar que la desgracia siga siendo la señal de superioridad entre unos árabes y otros.
Pedro Martínez Montávez, arabista y profesor emérito de la Universidad Autónoma de Madrid.