Nada pone más en peligro la globalización que la amplia brecha de gobernanza que se ha abierto en las últimas décadas – brecha que se define como la disparidad peligrosa entre el ámbito nacional de la responsabilidad política y la naturaleza global de los mercados de bienes, de capitales y de muchos servicios. Cuando los mercados trascienden a la normativa nacional, como ocurre con la actual globalización de las finanzas, ello da lugar a fallos de mercado, inestabilidad y crisis. Sin embargo, impulsar la elaboración de normas en las burocracias supranacionales, como por ejemplo en la Organización Mundial del Comercio o la Comisión Europea, puede resultar en un déficit democrático y en una pérdida de legitimidad.
¿Cómo se puede cerrar esta brecha de gobernanza? Una opción es restablecer el control democrático nacional sobre los mercados mundiales. Esto es difícil y huele a proteccionismo, pero no es ni imposible ni necesariamente perjudicial para una globalización saludable. Como sostengo en mi libro La paradoja de la globalización, ampliar el ámbito para que los gobiernos nacionales mantengan la diversidad normativa y reconstruyan las raídas negociaciones sociales mejoraría el funcionamiento de la economía global.
En lugar de ello, las élites de formuladores de políticas (y la mayoría de los economistas) favorecen el fortalecimiento de lo que eufemísticamente se denomina como “gobernanza global”. Según este punto de vista, las reformas – como por ejemplo las que mejoran la eficacia del G-20, aumentan la representatividad del Comité Ejecutivo del Fondo Monetario Internacional, y refuerzan las normas sobre capital establecidas por el Comité de Supervisión Bancaria de Basilea – serían suficientes para proporcionar un apoyo institucional sólido para la economía global.
Pero el problema no es sólo que estas instituciones globales continúen siendo débiles. El problema también es que dichas instituciones son organismos intergubernamentales – es decir, son agrupaciones de Estados miembros, en lugar de ser representantes de los ciudadanos globales. Debido a su responsabilidad ante el electorado nacional es indirecta e incierta, no generan la lealtad política – y por lo tanto no generan la legitimidad política – que requieren las instituciones que son realmente representativas. De hecho, los esfuerzos de la Unión Europea han puesto de manifiesto los límites que se enfrentan en la construcción de comunidades políticas transnacionales, incluso dentro de un conjunto relativamente reducido y similar de países.
En última instancia, la responsabilidad recae sobre las autoridades y parlamentos nacionales. Durante la crisis financiera, fueron los gobiernos nacionales los que rescataron a los bancos y a las empresas, los que recapitalizaron al sistema financiero, los que garantizaron las deudas, los que aumentaron la liquidez, los que pusieron a andar la bomba fiscal, y los que pagaron los cheques de desempleo y asistencia social – y también fueron ellos los que asumieron la culpa de todo lo que salió mal. En las memorables palabras de Mervyn King, el saliente del gobernador del Banco de Inglaterra, los bancos globales son “internacionales en la vida, pero nacionales en la muerte”.
Pero tal vez existe otro camino, uno que acepta la autoridad de los gobiernos nacionales, pero que tiene como objetivo reorientar los intereses nacionales en una dirección más global. El progreso a lo largo de este camino requiere que los ciudadanos “nacionales” comiencen a verse a sí mismos como ciudadanos “globales”, con intereses que van más allá de las fronteras de su Estado. Los gobiernos nacionales son responsables ante sus ciudadanos, al menos según lo que dictan los principios. Por lo tanto, en la medida que dichos ciudadanos perciban que sus intereses son más globales, la política nacional será más responsable a nivel global.
Esto puede parecer una utopía, pero algo que va en este sentido ya viene ocurriendo desde hace ya algún tiempo atrás. La campaña mundial para aliviar la deuda de los países pobres fue liderada por las organizaciones no gubernamentales que movilizaron con éxito a los jóvenes en los países ricos para que presionen a sus gobiernos.
Las empresas multinacionales están muy conscientes de la eficacia de dichas campañas ciudadanas, después de haber sido obligadas a aumentar la transparencia y cambiar sus formas de operación en lo que se refiere a prácticas laborales en todo el planeta. Algunos gobiernos han ido en pos de líderes políticos extranjeros que cometieron crímenes en contra de los derechos humanos, con considerable apoyo popular en sus países. Nancy Birdsall, presidenta del Centro para el Desarrollo Global, cita el ejemplo de un ciudadano ghanés quien dio su testimonio ante el Congreso de EE.UU. con la esperanza de convencer a los funcionarios estadounidenses para que estos, a su vez, presionen al Banco Mundial para que cambie su posición sobre las tarifas para el usuario en África.
Estos esfuerzos de abajo hacia arriba para “globalizar” a los gobiernos nacionales tienen el mayor potencial para incidir en las políticas ambientales, en especial en las políticas destinadas a mitigar el cambio climático – el problema mundial más intratable de todos. Curiosamente, algunas de las iniciativas más importantes para frenar los gases de efecto invernadero y promover el crecimiento verde son el producto de presiones locales.
Andrew Steer, presidente del Instituto de Recursos Mundiales, señala que más de 50 países en desarrollo implementan en la actualidad costosas políticas para reducir el cambio climático. Desde la perspectiva del interés nacional, eso no tiene ningún sentido en lo absoluto, dada la naturaleza de global del cambio climático.
Algunas de estas políticas son impulsadas por el deseo de alcanzar una ventaja competitiva, como ocurre con el apoyo que da China a las industrias verdes. Sin embargo, cuando los votantes están conscientes globalmente y conscientes ambientalmente, las buenas políticas sobre el clima también pueden ser buenas políticas en un sentido más general.
Considere a California, que a principios de este año puso en marcha un sistema de límites máximos y comercio que tiene como objetivo reducir las emisiones de carbono a los niveles de la década de 1990 hasta el año 2020. Si bien la acción mundial se mantuvo estancada en cuanto a imponer límites máximos a las emisiones, los grupos ambientales y los ciudadanos preocupados impulsaron de manera exitosa un plan en este ámbito frente a la oposición de los grupos empresariales y de Arnold Schwarzenegger, el republicano quien era en ese momento el gobernador del Estado; dicho plan se convirtió en ley en el año 2006. Si resulta un éxito y sigue siendo popular, podría convertirse en un modelo para todo el país.
Encuestas globales tales como la Encuesta Mundial de Valores indican que todavía hay mucho terreno por recorrer: denominarse como ciudadano global tiende a ubicarse 15 a 20 puntos porcentuales detrás de denominarse como ciudadanía nacional. Pero la brecha es menor en grupos de personas jóvenes, en los grupos de personas que tienen mayor educación formal, y en las clases profesionales. Aquellos quienes consideran que se encuentran en la parte superior de la estructura de clases son quienes tienen una mentalidad mucho más global en comparación con aquellos que se consideran como parte de las clases más bajas.
Por supuesto, la “ciudadanía global” será siempre una metáfora, porque nunca habrá un gobierno mundial que administre una comunidad política mundial. Pero cuanto más cada uno de nosotros nos consideremos como ciudadanos globales y expresemos nuestras preferencias como tales a nuestros gobiernos, menos tendremos que perseguir la quimera de la gobernanza global.
Dani Rodrik is Professor of International Political Economy at Harvard University’s Kennedy School of Government and a leading scholar of globalization and economic development. His most recent book is The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy. Traducido del inglés por Rocío L. Barrientos.