God Save the Queen

¿Qué tienen en común Robert Thomson, mano derecha de Murdoch y máximo responsable de un grupo que incluye al Wall Street Journal y al Times, James Harding, director de BBC News con nueve mil periodistas a sus órdenes, y Lionel Barber, artífice como director del Financial Times del mayor éxito de la prensa digital? Además de ser tres de los cinco periodistas más influyentes del mundo, los tres son amigos personales de Ana Patricia Botín.

Mientras su padre consideraba a la prensa como una pieza más en el tablero del poder y por eso trataba de controlar y ordenar su propiedad, atando corto a los editores, ella siempre se ha esforzado por entender a los periodistas. Mientras su padre mantenía con los responsables de los medios una cordial distancia, eventualmente interrumpida por uno de sus copiosos desayunos a pie de despacho o por la ritual tarea de arrojar unas migajas a los peces cuando se los llevaba invitados al circo de la Fórmula 1, ella siempre ha buscado la empatía generacional e intelectual con una profesión a la que un día se planteó pertenecer. Mientras su padre reaccionaba ante las noticias que no eran de su agrado enviando a la redacción de turno a algún ejecutivo agresivo -siempre más papista que el Papa- con la zanahoria en una mano y el palo en la otra, ella siempre ha respondido a las crisis con transparencia e información.

God Save the QueenY lo mismo puede decirse de las relaciones con los políticos. Emilio Botín había llegado a situarse en tal plano de superioridad que parecía que para gobernar en España era necesaria una doble confianza -la de las urnas y la suya-, que su simple bendición era la varita mágica que transformaba a Zapatero y Rajoy en príncipes de la política económica y que sin su nihil obstat nada podía moverse. Aún recuerdo la consternación que produjo entre los asistentes a una boda en Biarritz con abundante representación empresarial la llegada desde Madrid de dos de los presentes en aquella reunión de la Moncloa de la primavera de 2011 en la que Botín pidió a Zapatero, en contra del clamor general, que no disolviera las Cortes y agotara la legislatura. Nada que ver con el tipo de lazos que Ana mantenía con los políticos españoles en su etapa de Banesto o la que se percibe en las declaraciones de confianza y aprecio con que David Cameron o su canciller Osborne se refieren a ella.

Desde el manido tópico de que el estilo es el carácter, veo la llegada de Ana Botín a la cumbre como una gran oportunidad de cambio en las reglas de juego del capitalismo español. Lo último que nadie puede decir de ella es que su personalidad sea blanda, pero su experiencia sin precedente en la escena financiera internacional le ha demostrado que suele ser más útil el ejercicio de lo que Joseph Nye bautizó como soft power -o sea la capacidad de persuasión basada en la eficiencia- que la ruda demostración de fuerza que levanta ampollas por doquier.

Por anacrónica que pueda parecer esta óptica dinástica, quien escribió el otro día que nunca ninguna mujer había heredado tanto poder en España «excepto Isabel la Católica», sólo se equivocó al omitir a esa niña de 13 años que en 1843 subió al trono como Isabel II. Con la diferencia de que Emilio Botín nunca fue de iure un monarca absoluto, ya que poseía menos del 1% de las acciones del banco. Esto es esencial pues, frente al lugar común de que a esta mujer todo le ha resultado fácil por ser la hija de un magnate, parece evidente que de no haber sido por su cualificación más que contrastada, por sus éxitos de gestión en Banesto y Santander UK en el entorno adverso de la crisis, la última persona en la que habrían pensado los accionistas, y especialmente los grandes fondos norteamericanos tan reacios a la perpetuación por la herencia de la sangre -y menos tras lo ocurrido en Portugal con los Espírito Santo-, habría sido ella.

Cuesta hacerse a la idea de que, de la noche a la mañana, haya desaparecido el titán financiero que en apenas un cuarto de siglo transformó el más pequeño de nuestros siete grandes -menudo eufemismo- en el primer banco de la zona euro y uno de los veinte mayores del mundo. Tan omnipresente estaba en la vida española la figura de don Emilio, convertido junto con César Alierta en el tándem de poderes fácticos que sustituyó a la Iglesia y al Ejército en el control de cuerpos y almas, tan legendaria era su astucia, tan celebrados sus golpes de mano, que más de uno debe todavía estar mirando de soslayo la puerta del panteón familiar no vaya a ser que el finado reaparezca en escena como el Frank V de Durrenmatt dispuesto a realizar una fulminante nueva adquisición bajo la discreta cobertura de su aparente óbito.

Pero no, ni siquiera la vitalidad obsesiva de quien replantaba olivos centenarios como símbolo de su propio arraigo a la tierra, le permitió soslayar su hora. «Mortality finally caught up with Emilio Botín», escribió el FT en una despedida digna de Charles Foster Kane. En España impresiona el abismo entre la abrumadora opinión publicada y algunos atisbos de la perceptible opinión pública. Botín fue un hombre temido y respetado pero, a pesar de su campechanía y buenos modales, a pesar de su actividad filantrópica especialmente volcada en el mundo de las universidades, a pesar de que su entidad no necesitó ni un euro de dinero público para capear la crisis, a pesar de su reconocimiento internacional, no fue nunca una figura querida. Ni siquiera popular. Tal vez porque en España existe aversión al mérito -sobre todo si va acompañado del lucro- a menos que seas futbolista, tenista o piloto de carreras. Pero también porque Botín transmitía la determinación implacable de quien persigue sus fines apurando los límites de la legalidad y supeditando a ellos cualquier emoción o sentimiento. La propia Ana reconoció hace dos años en Oxford que «los banqueros son vistos como gente avariciosa y egoísta», capaces de «dejar tirada a la gente». El Botín íntimo no era un hombre unidimensional pero el Botín público lo parecía.

El mejor ejemplo fue la forma abrupta en que obligó a su hija a dejar el banco en 1999 cuando su no buscado protagonismo periodístico excitó los celos de los susceptibles Amusátegui y Corcóstegui -dispuestos a entregar la cuchara a precio de oro con tal de que no se notara- e hizo peligrar la absorción, disfrazada de fusión, del Central Hispano. Aquellos años de travesía del desierto curtieron a Ana Botín en la adversidad. Fue entonces cuando se estrechó mi relación con ella pues puso en marcha una empresa de servicios de Internet -Coverlink- que mantuvo a flote la web de EL MUNDO cuando el grupo Prisa se llevó en una artera maniobra de fin de semana a todo nuestro equipo. Recuerdo bien cómo Ana se sentía víctima de una injusticia y cómo demostró su fortaleza interior apretando los labios para que no trasluciera su decepción.

Una serie de coincidencias y afinidades familiares me han permitido observarla de cerca a lo largo de los últimos quince años, ora como motivadora de equipos profesionales e interlocutora de primeros ministros, ora como organizadora de fiestas infantiles o sesiones de yoga para adultos. La he visto preparar concienzudamente sus discursos para impresionar a sofisticadas audiencias, devanarse las meninges hasta mejorar el deficiente servicio que los bancos adquiridos en el Reino Unido daban a sus clientes, litigar empecinadamente con el cura de un pueblo de Cantabria por la hora intempestiva en que tocaba las campanas y descalzarse para jugar al ping pong -bastante bien por cierto- después de conversar durante horas con curiosidad insaciable sobre economía, política e historia.

Detrás de su imagen de superwoman hay una persona cargada de energía positiva y adornada por ese don tan difícil de encontrar que es el carisma. Ana tiene la fuerza desbordante y la capacidad de seducción de una vendedora nata. No he conocido mejor agente comercial de sus empeños. Pero a la vez es una ejecutiva disciplinada que ha encontrado en su entorno familiar el equilibrio que le permite afrontar con lucidez reto tras reto. Es curioso que al final mi retrato haya desembocado en esa misma palabra -«equilibrio»- con la que Alfredo Sáenz ha resumido en estas páginas la personalidad de su padre. Emilio Botín se sentía orgulloso de ver su tenacidad e inteligencia reproducidas en su hija pero se cuidaba muy mucho de dejarlo traslucir ante terceros. Ella tomaba a su padre como constante referencia pero tenía en él al más exigente y severo de los jefes. Nadie escribirá nunca con suficiente conocimiento de causa el relato de esa intrincada trama psicológica erizado de emociones, sobrentendidos y claves freudianas.

Ana Botín ha alcanzado ahora una cima habitualmente monopolizada por los hombres. Su caso equivale en las finanzas al triunfo de Thatcher o Merkel en la política. Será la primera vez que en España una mujer ocupe un lugar tan preeminente y todos los focos van a estar puestos sobre ella. Hasta el extremo de que eso puede acarrear como beneficioso efecto colateral la autodisolución de ese grupo de presión con piel de cordero patriótico llamado Consejo de la Competitividad, so pena de que en adelante la gente se pregunte, cada vez que se hagan una foto, quiénes son esos señores con pinta de aburridos que han ido a la Moncloa a acompañar a Ana Botín.

Ironías al margen, la responsabilidad que recae sobre los hombros de esta mujer de sonrisa apelativa y mirada penetrante, es inmensa. Los analistas financieros, sus competidores en el mercado y no digamos sus accionistas van a fijarse con lupa en su gestión, midiéndola por un listón que don Emilio ha dejado muy alto. La vapuleada sociedad española se va a fijar al mismo tiempo en cada uno de sus gestos en relación con la política, los medios de comunicación, la solidaridad o la educación, otra de las obsesiones heredadas de su padre. Y sobre todo miles de jóvenes universitarias, no digamos las matriculadas en nuestras prestigiosas escuelas de negocios, van a tomarla como modelo en un terreno en el que algunos de sus más notorios predecesores terminaron vueltos del revés y convertidos en juguetes rotos.

A las ilusiones y esperanzas de chicas como ellas apeló Ana Botín en su discurso de hace seis años en la ceremonia de graduación de la Universidad de Georgetown, invocando su condición de creyente con la naturalidad habitual en la vida pública norteamericana: «Cuando recéis, porque todo depende de Dios, añadid siempre que todo depende también de vosotras, porque es así: todo depende de ti». A ella le toca probar ahora, con o sin ayuda de la Providencia, que esa regla es de aplicación incluso apellidándose Botín y heredando un megabanco como si fuera una casa solariega.

Pedro J. Ramírez, exdirector de El Mundo.

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