Goethe y las autonomías

Está de moda despotricar contra el Estado de las autonomías, que en este momento parece no satisfacer a nadie, algo perfectamente natural si tiene uno en cuenta que España es un país extraordinariamente diverso, donde sólo algunos toman café con el desayuno, mientras otros toman chocolate, té o incluso cazalla, sin que sea posible dar con una bebida del gusto de todos. La insatisfacción sigue direcciones a veces opuestas y luce distintas vestiduras. Hoy me referiré a una de ellas, la de la eficiencia: el Estado de las autonomías es inútilmente caro. Aunque pueda uno sospechar que bajo sus ropajes esconde el Gobierno su firme propósito de meter en cintura a las autonomías más respondonas, de modo que el atuendo de la eficiencia no pasa de ser un disfraz, dejaré de lado esa sospecha para abordar ingenuamente la pregunta de si la construcción autonómica puede ser considerada un despilfarro.

El caballo de batalla de las discusiones, que son mucho más abundantes que los análisis, suele ser el gasto administrativo o la política de infraestructuras. En ambos casos los defensores de la centralización argumentan que un Estado centralizado saldría más barato, pero no consideran que quizá prestara menos servicios al ciudadano. Para variar tomaré la cultura como criterio de referencia, y anticipo la conclusión: un Estado como el autonómico sale probablemente más caro que uno centralizado, pero es preferible desde el punto de vista cultural. Lo mostraré con un ejemplo que me parece, por muchas razones, sugestivo.

Gracias a una amiga alemana he tenido acceso a una de las conversaciones de Goethe con su amigo Eckermann, fechada en octubre de 1828 (y citada por Antoni Puigverd no hace mucho en estas mismas páginas). En los inicios del proceso que iba a culminar en 1870 con la fundación del Estado alemán, Eckermann pregunta a Goethe qué opina de la unificación de Alemania. Este reconoce las ventajas de una unión monetaria y aduanera, y celebra sobre todo que los alemanes parezcan decididos a dejar de pelearse entre ellos, pero teme las consecuencias que una centralización puede tener sobre el bienestar del pueblo alemán: un gran imperio supone una gran capital, que podrá desarrollar grandes y excepcionales talentos; “pero se equivoca quien piense que ello redundará en un mayor bienestar de la gran masa del pueblo”. Goethe sustenta su afirmación haciendo referencia a un mapa cultural de Francia ideado por un tal Dupin, donde cada departamento está coloreado según su nivel cultural (sin explicar cómo se mide ese nivel): a mayor ilustración, tono más claro. Goethe ve cómo a medida que uno se aleja de París se oscurece el mapa, hasta llegar a algunas provincias del sur, “coloreadas de negro como señal de que reina en ellas una gran oscuridad”. “¿No sería mejor que la hermosa Francia, en vez de tener un gran centro tuviera diez, que despidieran luz y vida?”.

Goethe se halla al principio de un proceso de centralización: contempla una nación alemana (el Discurso a la nación alemana, de Fichte, es de 1808), sin un Estado central, pero “con más de veinte universidades distribuidas por todo el territorio, más de un centenar de bibliotecas públicas..., porque cada príncipe ha procurado rodearse de lo bueno y lo hermoso”. Cree que una única capitalidad hubiera dado un resultado inferior, y por ello se muestra escéptico hacia el proyecto de unificación. Nosotros hemos asistido desde 1978 al proceso inverso: el Estado de las autonomías ha consistido en gran parte en una descentralización en todos los órdenes, gracias al cual las iniciativas locales han despertado en muchos rincones del país de un letargo secular, han remozado sus ciudades, han hecho más acogedores sus pueblos y han hecho revivir costumbres locales, aunque sólo sea para atraer turistas. También se han abierto universidades, museos y hasta alguna biblioteca. Nada de eso hubiera partido de la voluntad de un Madrid ensimismado reinando sobre capitales de provincia. Un resultado de la construcción del Estado de las autonomías es que el país ha cambiado de aspecto, y se parece hoy un poco más a la Alemania de Goethe que a la Francia del mapa de Dupin. Goethe hubiera aplaudido la transformación y hubiera votado en contra de la centralización.

Claro que no todo han sido aciertos: se han cometido barbaridades de todos conocidas; se ha partido a veces de conceptos equivocados, que han resultado, por ejemplo, en un número excesivo de instituciones de educación superior con la pretensión de ser verdaderas universidades; hay museos vacíos y bibliotecas desiertas. En pocas palabras, los presidentes de nuestras autonomías no siempre han estado a la altura de sus predecesores, los príncipes alemanes de los que habla Goethe, aunque no es sólo culpa suya si a su sombra no ha nacido ni un Gauss ni un Bach. Pero es difícil no concluir que el experimento presenta un balance positivo, aunque susceptible de mejora. En todo proceso de descentralización se presenta el dilema entre concentrar para adquirir masa crítica y dispersar para distribuir. Es un dilema para cuya resolución no hay receta, siendo necesaria una combinación de inteligencia y generosidad para hacerlo bien. Esa combinación no siempre ha estado presente.

El arbusto autonómico necesita, como el árbol estatal, una poda. Pero si tenemos presente la diversidad consustancial a nuestro país deberemos convenir en que una buena poda que separe como es debido el grano de la paja no dará como resultado una estructura administrativa uniforme. Por desgracia, al intentar trasponer la diversidad real en diversidad normativa, tropieza uno con dos formidables obstáculos, la discrecionalidad y la envidia, de los que hablaremos en la próxima ocasión.

Alfredo Pastor, profesor de Economía del Iese.

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