Estrenamos séptimo presidente del Gobierno en democracia. Los suspicaces le acusan de ser veleta en sus convicciones, no de fiar, sin experiencia suficiente, y por ello poco adecuado para llevar el timón de España en momentos difíciles y en el contexto tan complejo y lleno de interrogantes de la Unión Europea. Sin embargo destaca en muchas cosas si se le compara con sus antecesores. Es el primero que llega por una moción de censura, el primero que nunca ha ganado elecciones al frente de una candidatura, el primero que al ser elegido no es diputado, el primero que en su toma de posesión prescinde de la Biblia y el crucifijo, y el dirigente que en dos convocatorias electorales sucesivas ha recogido los peores resultados de la historia de su partido.
La biografía parlamentaria del nuevo inquilino de Moncloa no es brillante; accedió al Congreso en dos ocasiones por renuncia de sus predecesores en la lista, y previamente también por carambola consiguió su acta de concejal en el Ayuntamiento de Madrid. Como creo poco en la suerte, le reconozco decisión, paciencia y tesón. Cuando cae se levanta y ha tenido que hacer no pocas piruetas. Habría que hablar más que de su ambición de su obsesión por llegar.
La moción de censura es un procedimiento constitucional impecable pero la fórmula supone nada menos que la aspiración a un cambio en la cabecera del Gobierno y es asunto demasiado serio para convertirlo en frivolidad instrumental. No debe conllevar que se retuerzan sus motivos envolviéndolos en falsedades. No es un «quítate tú para ponerme yo». Detrás de una moción de censura está la realidad de la Nación, sus ciudadanos, la posibilidad de seguir adelante o de retroceder. Un diputado de biografía inane, ocupante de fincas y salteador de supermercados, abrazó al candidato recién elegido vistiendo una camiseta que proclamaba: «Voto sí solo para echar a Rajoy». Menudo sesudo mensaje de bienvenida al futuro.
Si la moción de censura no se apuntala en el rigor sino en la mentira, si falsea sus motivos, si es un batiburrillo pactado sin la altura de miras que requiere el caso, se convierte, de hecho, en un golpe de mano parlamentario, de modo que la representación nacional es utilizada torticeramente. En nuestra historia hay antecedentes. Por no remontarnos más lejos, en un periodo ahora admirado por algunos, un golpe parlamentario arrojó de la presidencia de la República a Niceto Alcalá-Zamora, incómodo para la deriva de la izquierda hacia el radicalismo, y situó en ella a Manuel Azaña, bizcochable como se comprobaría. Y una Comisión de listas presidida por Prieto en las Cortes otorgó en 1936 una cómoda mayoría a la izquierda trasteando los resultados de las elecciones previas.
Desmintiéndose a sí mismo, el nuevo presidente del Gobierno se acogió a los apoyos del multiforme populismo –que enmascara al leninismo antisistema–, independentistas y republicanos catalanes, el grupúsculo vasco heredero de terroristas, y otros especímenes políticos de variada procedencia, con los votos decisivos del nacionalismo vasco en cuya coherencia había confiado ingenuamente el Gobierno censurado. Tan abiertos tenía sus brazos acogedores el candidato a presidente que en sus intervenciones ante sus señorías no pudo concretar propuestas para no ahuyentar apoyos.
Se repitió que el motivo de la moción era ético: instalar la honradez en la política española. Para ello se esgrimió la sentencia, no definitiva y con un voto particular, que había servido oportunamente en bandeja un juez conocido por sus ideas radicales de izquierda, de las que existen evidencias, que sin tener que ver con la causa de que se trataba, recogió caprichosamente en la sentencia su atrevido criterio sobre la falta de credibilidad del anterior jefe del Ejecutivo cuando fue citado como testigo, y además la sentencia entró en los meandros de una supuesta cajaB, asunto que tampoco figuraba como cuestión en los hechos que se enjuiciaban.
Falso era también que se hubiese condenado penalmente por corrupción al partido que gobernaba antes de la moción. Los únicos partidos condenados por corrupción desde la recuperación democrática fueron PSOE y CiU. Tan oportuna y útil sentencia se refería a unas elecciones de hace más de diez años en dos municipios de la Comunidad de Madrid, pero ello no impidió que los proponentes y adheridos a la moción reiterasen una causa general contra el conjunto del partido gobernante. Una falsedad indecorosa que desvirtúa la justificación de la moción y la convierte en un golpe de mano.
No resulta tranquilizador sino inquietante que el partido de los ERE, el del 3% de comisiones, los sucesores de etarras, los populistas antisistema, y los independentistas catalanes –estos últimos ya dieron golpes de Estado en 1931, 1934 y lo repitieron en 2017– se hayan unido «para acabar con la corrupción y llevarnos a una España más decente». Sus antecedentes aportan nulo crédito a tan encomiable propósito. Todo lo fían a los compromisos del nuevo presidente, cuya coherencia política le convierte en fervoroso seguidor del Groucho Marx de «estos son mis principios, si no le gustan tengo otros». Circulan vídeos reveladores de estos bandazos.
Hay un partido perdedor en este invento y no es el censurado: Ciudadanos. Dio el pistoletazo de salida para la moción socialista al sobredimensionar, mintiendo, la cacareada sentencia, al anunciar su ruptura con el anterior Gobierno, y al proclamar que la legislatura había concluido. Y resulta que la carrera la han ganado otros. Sobreactuando y encandilado más por lo demoscópico que por lo real, exigió elecciones inmediatas. Pero la convocatoria está ya en manos del presidente al que no le convienen elecciones. Con el partido más votado en la oposición, Ciudadanos, acuciado de urgencias, perderá fuelle. A muchos votantes se les han abierto los ojos. También circulan vídeos que retratan los dobles y triples juegos del líder de esta formación que, petulante, se cree capaz de curar mágicamente todas las dolencias políticas que nos acechan.
La moción que hemos vivido mantenía sus motivos reales ocultos y eran falsos los proclamados. El resultado: un golpe de mano parlamentario. Me temo que la positiva herencia de Rajoy se malbarate y se dañe gravemente por la acción de los manirrotos y los desnortados que, entre otras ignorancias, no saben de compromisos europeos. Ya se anuncian exigencias inviables de algunos de los colaboradores necesarios para el éxito de la moción de censura. Lo que quede de legislatura será un guirigay. Con 84 diputados no se puede gobernar, sobre todo para quien no ha gobernado ni una comunidad de vecinos. Luego, otra vez a empezar.
Juan Van-Halen, escritor y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.