Gómez y García contra el 12 de Octubre

Gómez y García existen, no son una ficción literaria. Charnego el uno, maqueto el otro. Ambos españoles, también comparten una misma pasión: odian a España por encima de cualquier otra consideración sentimental o conato de raciocinio. Del que vive en Vascongadas sólo conozco tres líneas de insultos (insultos verdaderos, irreproducibles en un periódico serio) dirigidos a nuestro país en un diario digital. De la existencia del otro –con pinitos de historiador justiciero– tuve noticia gracias a uno de los innumerables espacios de publicidad gratuita que 13TV (et alii) regala a separatistas catalanes, frikis enloquecidos o irresponsables ganosos de salir en la tele. Y todo ello so color de promover la libertad de expresión, aunque la lamentable verdad consista en armar bulla, porque –creen algunos periodistas– eso engorda el número de espectadores.

El pseudocatalán anunciaba, para el pasado 12 de octubre, una nueva edición de la Fiesta de la Butifarra en Cataluña (innecesario explicar el ofensivo sentido secundario de tal embutido) y amén de explayarse en su desprecio hacia España y los españoles, el hombre aleccionaba al mundo sobre el «genocidio» perpetrado por gentes de nuestro país en América, es decir los antepasados, en su mayoría, de los actuales iberoamericanos. Acumulando errores de bulto, datos falsos y mucho odio, este Gómez se felicitaba porque, al fin, el indigenismo de por allá se coordinaba –también con dinero nuestro, añado yo– con el separatismo de acá (él no lo llamaba así) para lograr el sagrado y muy inteligente objetivo de fomentar las diferencias (sic) entre unas y otras poblaciones (con tanto como marean los progres con la palabra «mestizaje»); justamente lo contrario de lo que pretendieron, con gran éxito, los criollos del siglo XIX al instituir y difundir en serio el español como lengua de unión y mejor argamasa posible que asegurase lazos carcomidos y rotos por otros puntos (política, intereses personales, penetración primero inglesa y luego yanqui, etc.). Pero Gómez exhibía gran clarividencia, como si estuviera recitando una Biblia en la que creyera: sandeces como la de los cien millones de víctimas de la Conquista, emoción por el inmaculado Buen Salvaje y, sobre todo, ningún recato en mostrar que su meta real e irrenunciable es «no dejar de España enhiesto muro», que diría Ercilla, quien, por cierto, no es nin-gún medio centro futbolero, como tal vez piensen no pocos de estos Gómez que disfrutamos.

Con unos u otros apellidos, de ésta o aquélla procedencia regional, ¿qué pasa a esos españoles para haber llegado a tales delirios de aborrecimiento esquizofrénico contra una parte de sí mismos y concentrando su inquina, claro, en los aspectos más notables de nuestra Historia y de los cuales más orgullosos podemos sentirnos? ¿Qué frustraciones de emigrante –en especial en la segunda generación– creen estar superando Gómez y García al adherirse al odio contra sus orígenes, que detestan por míseros y sin saber valorar, por ignorancia, la razonable satisfacción de pertenecer a un área cultural y a un proceso histórico de la envergadura del nuestro? Psiquiatría y desconocimiento se abrazan en esta ridícula amalgama, se realimentan y empujan mutuamente. No se puede amar lo que se ignora, máxime si la sustitución es tan sencilla y cómoda como encasquetarse una camiseta del Barça y chamullar algunas frases en catalán, paseando por Almería, la tierra natal, o la de los padres. Menudo ascenso en la escala social.

Pero casi es peor cuando el ataque se disfraza de coartada intelectual, de intransigencia ética o de escepticismo progre, la actitud más fácil del mundo: ponerse al margen, tirotear a quienes hacen algo, escupir, sonreír despectivamente ante la mera mención de la palabra clave: Hispanidad, tan traicionada como ofendida. Cuando Fernández de Oviedo –¿les sonará este nombre a los de la butifarra?– en su Sumario expone el concepto vigente en su tiempo sobre el Descubrimiento, se produce con la ingenua honradez que correspondía: «… el cual servicio hasta hoy es uno de los mayores que ningún vasallo pudo hacer a su príncipe, y tan útil a sus reinos como es notorio; y digo tan útil. Porque hablando la verdad, yo no tengo por castellano ni buen español al hombre que esto desconociese». Quizás sea perder el tiempo a estas alturas hablar de «hombres honrados» (como Oviedo), o afirmar con Saramago –que, por cierto, no era nada enemigo de la Hispanidad– «Somos lo que somos, pero también lo que han sido otros», o recordar la interminable lista de intelectuales « de izquierda » , de otros tiempos –claro–, que tanto lucharon y se enorgullecieron por nuestra nación y que carecen de continuidad y de continuadores en el actual mundo de la cultura, destacado en nada y digno de tomar en cuenta en menos. Entendiendo por «mundo de la cultura» a quienes así se autodefinen: guionistas de cine, modelos, actrices semianalfabetas (y actores), editores que podrían estar vendiendo lavadoras o forraje, novelistas de la panda inextricable (desde las muertes de Cela, Cunqueiro, Torrente andamos escasos de escritores), cantautores de cuya existencia tenemos noticia el día en que sueltan un regüeldo contra España… En fin, el mundo de la cultura que tanto se mofa hasta del nombre de nuestro país, incapaces de percibir la maravilla que significa viajar diez horas de avión y al descender de éste seguir hablando y entendiendo en la lengua propia. Los árboles no les permiten ver el bosque, pero sí se aprovechan bien de sus frutos, vendiendo libros, discos, películas, modas.

Y más que venderían si se atrevieran a leer un poco y a valorar y amar a América por sí misma, en toda su diversidad y belleza, sin encerrarse en los clichés caducos de izquierda, a base de buenos y malos, que no más reflejan inconsistencia cultural y dependencia de estereotipos ajenos. Eso sí: todo enmascarado en un pesadísimo disfraz autocrítico –sostén de su autoadjudicada superioridad moral– donde los reproches a otros son feroces (y con frecuencia, con poca base histórica) en tanto la propia responsabilidad en asuntos de ahora mismo se volatiliza entre denuestos al pasado y vaguedades elementales. Una de las tabarras que, puntualmente, nos trae el 12 de octubre, aunque no por su culpa. Seguiremos resistiendo.

Serafín Fanjul, miembro de la Real Academia de la Historia.

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