Gonzalo Anes y el diccionario

La España actual no es un modelo de país que concibe y lleva a cabo proyectos a medio y largo plazo, con las previsiones económicas, la planificación minuciosa y la amplitud de miras necesarias. Con visiones globales y no de oportunismo coyuntural, fijándonos en lo fundamental y arrinconando los intereses de grupo, políticos o de campanario, que con frecuencia son los mismos. Pero en ocasiones se tuerce la costumbre hispana, alguien hace las cosas bien contra los vientos y mareas de incuria, indiferencia o envidias y surge el milagro, útil para que más adelante otros españoles que nada hicieron al respecto (si no lo hicieron en contra) se pavoneen y saquen pecho por méritos ajenos.

La pesadumbre que nos ha causado la reciente muerte de Gonzalo Anes, marqués de Castrillón y director de nuestra Academia, tiene, por fortuna, un contrapunto: Gonzalo pudo ver terminada y a disposición de quien quiera beneficiarse de su consulta lo que –estimamos– constituye su mayor aportación no solo a la Academia, sino a la cultura hispánica. En efecto, en septiembre pasado se completó la publicación del Diccionario Biográfico Histórico de la Real Academia de la Historia. La obra consiste nada más que en 44.000 páginas en 50 volúmenes, con las biografías y bibliografías correspondientes a 43.206 personajes; han participado en su redacción 5.044 colaboradores y se ha tardado quince años en culminarla, acudiendo a sostenes públicos y privados para sacarla adelante. En el mundo solo hay otra obra parangonable, el Diccionario británico de Oxford. Ni Francia ni Italia disponen –por ahora– de nada semejante, en esas dimensiones. Ni Alemania, que sí dispone de la Deutsche Biographische Enzyklopädie. Se ha podido completar el ingente trabajo por el esfuerzo de los redactores, por el empeño tenaz de Gonzalo Anes y por la gran tarea de coordinación de Jaime Olmedo. Justicia para todos: al fin se ha cumplido el viejo sueño del siglo XVIII que la Academia esbozó desde su fundación en 1738.

Gonzalo Anes y el diccionarioCon toda razón y justo orgullo, nuestro director nos informaba puntualmente de la marcha y aceptación que la obra iba alcanzando. En la última sesión de la Academia a la que asistió (dos días antes de su fallecimiento) nos refirió que el Diccionario era la obra más solicitada en la Biblioteca Nacional, hasta el punto de estar deteriorándose la encuadernación por el uso masivo. De las puñaladas sucias recibidas no solía hablar, y no hacía falta: en España el veneno siempre halla vías fáciles para difundirse.

Desde la presentación de los primeros veinticinco volúmenes, hace tres años, a un sector de los historiadores españoles, sobre todo contemporaneístas, no le gustó nada su aparición –¿sería porque no lo habían hecho ellos?–, y valiéndose de los innumerables medios «de izquierda» a que tienen acceso lanzaron una campaña de acoso, persecución e intento de marginación y proscripción; y secundados por políticos que opinaban, una vez más, de lo que ignoran. Izquierda Unida llegó a exigir en el Senado su prohibición y retirada y el PSOE nos regaló con grandes alharacas de protesta en su línea jaranera habitual, pero no fueron los únicos: políticos del PP (yo los vi en TV, no me lo contó nadie, aunque a buen seguro ya no se acuerdan de aquellas intervenciones) se sumaron al coro de quienes atacaban o se pitorreaban de algo que desconocían por completo. Mero seguidismo o pretensión de hacerse los chicos guays ante los medios de comunicación por ser el tema de moda (y fácil), qué más da. Lo hicieron. Y no faltó tertuliana que adjudicara a Pío Moa la biografía del general Franco, proclamando así la idea que tenía del asunto la criatura.

Como argumento de ataque se basaban en unas pocas biografías relacionadas con la Guerra Civil, en especial la de Franco, desconociendo adrede la libertad de todos los autores en todas las biografías en cuanto a contenidos: a mí me estomaga la grotesca hagiografía dedicada por J. L. Cebrián a Felipe González, o el glorioso panegírico ofrendado al mismo Cebrián, pero no por ello se puede descalificar el conjunto de la obra. Si se buscan motivos de discrepancia, opinables, desde luego, se pueden ver las entradas sobre Jesús Polanco, Durruti, Santiago Carrillo… elaboradas por gentes de sus cuadras respectivas. Y algunas más, pocas en la consideración global, aunque conflictivas por la proximidad y la relevancia de los protagonistas. Pero en esto Gonzalo Anes sostenía con clarividencia la supresión de toda censura, a favor o en contra de nadie. El muy meritorio equipo de coordinación atendía a los aspectos formales y más nada. Y se daba por supuesta la honradez y seriedad de los autores. Si alguno de ellos transgredió esa confianza, es algo de lo que responderá ante los lectores presentes y futuros. Y, como venimos señalando, hay para todos los gustos. En todo caso, son muy pocos los puntos conflictivos, y relacionados todos con la dichosa Guerra o la política próxima. Pero estamos en España, así pues tampoco ha faltado algún decano de Facultad de Historia que denegó la compra del Diccionario, erigiéndose en propietario de lo que en «su» Facultad se puede o no leer, excelente híbrido del sectario ideológico con el cacique español de toda la vida. Y demostrando estar muy por encima de tenderetes de tres al cuarto que sí han cometido el dislate y pecado de leso progresismo de adquirirla: British Library, Universidad de Edimburgo, Academia Nacional de Historia (Argentina), Colegio de México, Princeton University, Harvard University, Ibero-Amerikanisches Institut (Berlin), Universidades de Friburgo y Colonia, amén de RAE, periódicos e instituciones universitarias españolas (Facultades de Farmacia, Económicas y Filología de la Complutense, Alicante, Cantabria, Deusto, Jaén, Sevilla, Oviedo, Elche, País Vasco, Pompeu Fabra, Pontificia de Salamanca, Pública de Navarra, Rey Juan Carlos, Lérida…).

¿Qué habría sucedido si el proyecto se hubiera encargado a «la Universidad»? Lo sabemos bien: vascos y catalanes habrían salido con aquello tan divertido de que «no se sienten españoles» y por tanto no participarían; las peleas intradepartamentales y extradepartamentales habrían cercenado de raíz toda posibilidad de colaboración de la UAM con la UCM, de la Universidad de Cádiz con la de Sevilla (y etcétera); el presupuesto, insuficiente, dotado para el primer año, en el segundo ya no llegaría; la falta de financiación y la inexistencia de una autoridad rectora reconocida que coordinase habría terminado de liquidar el intento. Y a esperar otros trescientos años.

Por fortuna, los hechos son testarudos y la envergadura y el peso del Diccionario resisten por sí solos toda clase de embates, incluidos los provenientes de la estupidez, el oportunismo o la envidia. La obra se abre camino y la afluencia de consultas y compradores va dejando a cada quien en su sitio. Y en memoria de Gonzalo Anes y de su espléndido legado, se me ocurre recordar el proverbio árabe: «La caravana avanza mientras los perros ladran».

Serafín Fanjul, de la Real Academia de la Historia.

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