Good bye, Podemos: lo que el virus se llevó

El lunes 13 de diciembre, en plena promoción de Palabra de director, acudí a la delegación de RAC1 en María de Molina, para intervenir en el programa de Jordi Basté, líder de las ondas catalanas. A Basté, un brillante comunicador curtido en el periodismo deportivo y amante como yo del baloncesto, le gusta mirar a los entrevistados a la cara. Como en otras ocasiones, se había desplazado a Madrid, transformando una amplia sala de reuniones en un improvisado estudio.

Basté ocupaba la cabecera de una mesa alargada delante de una gran pantalla apagada y de una pancarta vertical de fondo rojo con el logo del programa El Mon a Rac1. Me sentaron a su izquierda, enfrente de un treintañero de tez pálida, pelo escueto y barba rala que llevaba un niqui negro de manga corta, nada acorde a la estación. Como tomaba notas con los cascos puestos, pensé que era una especie de coordinador del programa. Le saludé, sin prestar demasiada atención, como a cualquier otro compañero.

Basté se había leído gran parte del libro y me hizo una entrevista incisiva pero cálida, repasando mis relaciones con los presidentes del Gobierno y deteniéndose en el intento de ETA de asesinarme, desvelado por mi compañero de colegio, el arrepentido del “comando Madrid” Soares Gamboa.

Good bye, Podemos: lo que el virus se llevóTratando de poner de relieve la futilidad de los móviles de la banda terrorista, lo absurdo de su perversidad, Basté reprodujo entonces un fragmento de la conversación en la que Soares Gamboa reconoció en Telemadrid que no había leído ni uno solo de mis artículos y por lo tanto no sabía cuáles eran mis ideas. Sólo que estaba en una lista de “enemigos del pueblo vasco”.

Yo añadí que ese había sido también el caso de los asesinos de López de Lacalle que, como meros zombis de Blade Runner al servicio de “la organización”, ni siquiera sabían a quién mataban. Con la diferencia, claro, de que el valiente columnista vasco nunca pudo reprochárselo.

De ahí la responsabilidad agravada de los inductores de aquel crimen o de quien, como Arnaldo Otegi, incurrió en la infamia de justificarlo alegando in situ, con el cadáver insepulto, que “ETA ha puesto sobre la mesa el papel de los medios de comunicación en el conflicto vasco”.

Basté sugirió entonces que Otegi ya había “pedido perdón” por esos hechos, yo repliqué que no me constaba que lo hubiera hecho ni ante la familia del asesinado ni ante la opinión pública y entonces, inesperadamente para mí, intervino el treintañero del niqui negro al que había tomado por silencioso coordinador del programa. Apenas rompió a hablar no pude evitar un respingo entre el estupor y el asombro. “Oh, my God!”. Era Pablo Iglesias.

Lo de menos era que saliera al quite de Otegi; o que, tras presentarme áridamente como “uno de los hombres más poderosos de España”, tratara de llevar el agua al molino de su visión del 11-M para emplazarme a que fuera yo quien pidiera perdón a las víctimas de la masacre por el cuestionamiento de la versión oficial; o que yo le replicara reivindicando la veracidad de nuestras revelaciones avaladas por los tribunales; o que luego nos enzarzáramos, en un toma y daca no exento de cordialidad, sobre si Aznar mintió aquellos días o, simplemente se equivocó, como minuciosamente vengo a argumentar en mi libro.

Lo de más era que yo había tenido durante 20 minutos a Pablo Iglesias sentado a menos de tres metros de distancia sin darme cuenta de quién era. Y eso al cabo de años de almorzar con él, recibirle en el periódico y tratarle de forma recurrente primero como líder de Podemos y después como vicepresidente. Qué horror, había quedado como un antipático arrogante.

La autocrítica por el ensimismamiento que genera ese endémico despiste existencial, que a veces me impide ver lo que tengo delante de las narices, se mezcló de repente con la constancia de que ese hombre sin melena ni coleta, con aspecto de soltero recién duchado en una pacífica mansarda, menudo reciclaje, parecía mucho más joven de lo que era. También con la corroboración de lo apuntado ya por otros colegas: una vez que había dejado la política, sus opiniones importaban tanto como las de cualquier otro tertuliano.

Intervenían ya desde Barcelona Marius Carol y Mónica Terribas, cuando todas esas impresiones se fundieron en las del espectador privilegiado que el pasado mes de julio, en el momento culminante de Tosca, escuchó en el Teatro Real primero a la Radvanovsky y después a la Netrebko exclamar al contemplar el cadáver del implacable Scarpia: “¡Y pensar que ante este hombre temblaba toda Roma!”.

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Con la diferencia, claro, de que por grande que también fuera su leyenda, ninguna mano femenina había apuñalado a Pablo Iglesias. Se había tratado de un suicidio y como no se apreció ninguna herida por arma punzante, el óbito de su avatar político fue correctamente atribuido a las fatales consecuencias de su salto por la ventana del despacho que, como Vicepresidente Segundo, ocupaba en la primera planta del antiguo ministerio de Trabajo en el paseo del Prado, cuando decidió competir por la presidencia de la Comunidad de Madrid como forma de escapar de aquella celestial mazmorra.

El Coletas ya no existe y este es sin duda el hecho político más relevante del cambio de año pues eso supone que, por primera vez desde que irrumpió en el Parlamento Europeo en 2014, no hay en un cargo público nadie con la determinación y capacidad suficientes para intentar destruir lo que él mismo denostaba como “régimen del 78”. Aleluya en medio de tantos dramas.

El relato dominante en la derecha más cafetera es que Ayuso culminó la faena iniciada por Cayetana desenmascarando y aplastando electoralmente a Pablo Iglesias en las autonómicas adelantadas de Madrid. Pero para entonces él ya se había autodefenestrado, intentando liberarse del cepo insoportable de un poder nominal sin margen real para ejercerlo.

Mientras que Albert Rivera fue víctima de su estupidez política -y esto nadie debe olvidarlo nunca porque el daño causado es indeleble-, con Pablo Iglesias acabaron el virus y la Unión Europea. O sea, el azar y la necesidad. La combinación de una situación límite inesperada que ponía en riesgo los cimientos mismos de lo que los sajones llaman la “fábrica social” y la activación de un prodigioso mecanismo de respuesta lo suficientemente amortiguador como para mantener el edificio en pie.

Son los grandes cataclismos los que crean las condiciones objetivas para las revoluciones. Ni Pablo Iglesias, ni Monedero, ni Irene Montero, ni por supuesto Echenique, ni Ione Belarra, ni Roures, ni los Verstrynge, ni Rufián, ni Puigdemont, ni por supuesto Otegi vivirán probablemente otra oportunidad como esta.

Una España asolada por la Covid, abandonada a la deriva de su suerte, sin vacunas, sin medicamentos, sin respaldo financiero para los ERTE, sin fondos para la reconstrucción se habría convertido en ese oscuro fondo de saco en el que el hombre se vuelve lobo para el hombre, el Estado se desmorona ante cualquier embate y el poder danza como una peonza hasta que el más audaz, el más ambicioso o el más cruel se apodera de ella.

Nada de eso ha sucedido porque, en medio de balbuceos y errores, a pesar de la autodestructiva deserción británica, las grandes democracias europeas han sido capaces de uncir el poder de la industria y de la ciencia bajo la gamella unificadora de la solidaridad. Y España como parte del euro y del Banco Central Europeo, como destacada comadrona del parto de los Fondos Next Generation, ha contribuido decisivamente a ello, sometiéndose al mismo tiempo a las reglas comunes impuestas por el sentido de la supervivencia del capitalismo con rostro humano.

Escribir esto durante la fase más explosiva de ómicron, con la incidencia acumulada camino de los 3.500 infectados por 100.000 habitantes y con la mayor tasa de inflación en cuatro décadas puede parecer ingenuamente optimista. Soy consciente -basta repasar nuestro sondeo de comienzo de año- de que mi estado de ánimo no coincide con el de la mayoría de los españoles.

Pero la democracia formal ha ganado o al menos está ganando en nuestro continente la batalla más dura desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Si las tendencias centrípetas de Alemania e Italia tienen su réplica en Francia en abril, Europa Occidental habrá culminado su vacunación contra el extremismo.

Vendrán nuevos sacrificios, en forma de ajustes y renuncias, pero el espíritu de nuestro Wake Up, Spain prevalecerá en un contexto de recuperación europea. Volverá el crecimiento, volverá la disciplina fiscal, volverá el control del déficit y esa música amansará a la fiera de la inflación. Con gobiernos de centro derecha o con gobiernos de centro izquierda, Bruselas seguirá enarbolando la batuta y todos los populismos se batirán en retirada, como ya le ocurre a Podemos.

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Las siglas, la marca electoral, el color morado permanecerán ahí -o no- pero las vacunas, los fondos y las exigencias de la Unión Europea han acabado con Podemos como proyecto revolucionario. Y la publicación en el BOE del Real Decreto de No Reforma Laboral, suscrito por Yolanda Díaz y los sindicatos, es el acta de rendición poco menos que incondicional de las fuerzas rupturistas.

Apresúrense pues Ciudadanos y el propio PP a recoger en el Parlamento esa espada que tan galanamente se les entrega, votando a favor, o al menos absteniéndose, si los más recalcitrantes se descuelgan para seguir haciendo la guerra por su cuenta en lo más profundo de la jungla. Cuando un antagonista huye de lo utópico para incorporarse a la realidad, bien merece que se le tienda un puente de plata.

Por primera vez en casi una década, la izquierda ya no podrá seguir engañando al pueblo con la promesa de la “derogación íntegra” de la reforma laboral del PP. Con leves retoques cosméticos -ahora los contratos temporales se llaman “fijos discontinuos”-, esa reforma ha pasado a ser también la suya.

Desde el Pacto Antiterrorista no habíamos vivido un acto de consenso de tanta trascendencia y todos sus artífices merecen el reconocimiento de su esfuerzo al moverse en pos del punto de encuentro. Pero hay dos casos muy especiales.

Por un lado, loor a Antonio Garamendi, que ha sabido comprender hasta qué punto lo mejor -esa ocasión perdida para flexibilizar más el mercado de trabajo que invoca Casado- puede ser enemigo de lo bueno y que no todos los días tiene uno la oportunidad de coger al demonio por el rabo. El “París” del mantenimiento del coste y causas del despido, bien vale la “misa” de una mayor rigidez relativa en los convenios.

Por el otro lado, dispensemos una salva de honor a Yolanda Gorbachova, artífice de esta perestroika, en el otrora universo perrofláutico, bolivariano y tardocomunista. No cabía mejor celebración del 30 aniversario de la autodisolución de la URSS. Es un acto de realismo que la acredita como portaestandarte de una incipiente segunda marca socialdemócrata, ligeramente a la izquierda del PSOE.

Algo doblemente significativo teniendo en cuenta su trayectoria y orígenes familiares. Así se desmontó también el Movimiento Nacional. Desde dentro. Quizá porque hay que vivir ahí para que, como le ocurre a Alex, el protagonista de Good Bye, Lenin que hace creer a su madre que la RDA subsiste tras la caída del Muro, terminar dándose cuenta de que “lo que mantuvimos vivo hasta el último aliento era un país que nunca existió”.

Para un liberal es muy reconfortante que el principal villancico de esta Navidad haya sido esa sonora palinodia. Pagaremos las ambigüedades y bandazos que la aritmética sigue imponiendo a Sánchez, pero palabra de director que jamás como en este atribulado 1 de enero del 22 he tenido tan claro que al federalizarse, a través de la primera mutualización de deuda que implican los Next Gen, Europa seguirá imponiendo soluciones a los problemas de España. Hasta el extremo de que, si un día tocan poder, incluso los apocalípticos de Vox empezarán a pasar por el aro del humanismo progresista estrellado. O tendrán que afeitarse y volver a hacerse tertulianos.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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