Gorbachov y el cambio de época

«El pueblo soviético nunca se sentirá decepcionado por lo que han hecho», afirmó pletórico Hans-Dietrich Genscher, ministro de Exteriores de la República Federal de Alemania, el 13 de septiembre de 1990, el día siguiente a la firma en Moscú del Tratado Dos más Cuatro entre las dos Alemanias (RFA y RDA) y las cuatro potencias que controlaban las zonas ocupadas en ambas por los aliados vencedores en la Segunda Guerra Mundial (Estados Unidos, Reino Unido, Francia y Unión Soviética). Genscher expresaba así la gratitud del canciller Helmut Kohl y la suya propia hacia el anteayer fallecido Mijaíl Gorbachov por haberse plegado este a la inminente reunificación alemana (que se produciría el 1 de octubre), así como a la retirada de todas las tropas soviéticas de los países del Pacto de Varsovia.

Las palabras del ministro alemán anunciaban un cambio de época: el colapso del 'viejo orden' vigente durante la Guerra Fría y la implantación de otro que garantizaría el predominio de Occidente. Este cambio de época no habría sido posible sin Gorbachov. Perestroika y Glasnost tenían como objetivo reformar el comunismo, no acabar con él, y menos aún impulsar la desintegración de la URSS. Su fracaso se debe a que, como sus predecesores, Nikita Jruschov y Leonid Brezhnev, Gorbachov criticó la ineficacia del sistema comunista, pero nunca puso en duda sus principios ideológicos. El régimen soviético no podía reformarse porque el sistema democrático y el comunista eran sencillamente incompatibles. Las negociaciones para la reducción del armamento nuclear que Gorbachov llevó a cabo con Roland Reagan pusieron el punto final a la Guerra Fría, lo que valió al primero el premio Nobel de la Paz en 1990. Sin embargo, para los rusos Gorbachov es el canalla que traicionó a Rusia, privándola de su imperio externo (Pacto de Varsovia), y, por tanto, de su estatus de gran potencia, sometiéndola al liderazgo de EE.UU.

Para la restauración del orden mundial, Gorbachov había propuesto la construcción de una «casa común europea con muchas habitaciones». En este modelo, los estados conservarían sus propios sistemas políticos, pero cooperarían a través de las instituciones económicas y militares internacionales. Pero las democracias occidentales, coaligadas en la relación transatlántica y cohesionadas en su organización defensiva común, la OTAN, eligieron, por razones políticas y estratégicas, lo que la profesora de la Universidad de Yale Mary Elise Sarotte definió como un «modelo prefabricado del orden internacional» y ampliaron así su poder consolidado durante la Guerra Fría, extendiendo las fronteras de Occidente, mediante la inclusión en el mismo de países que fueron satélites de la Unión Soviética. Occidente no solo se inventó el «fin de la Historia», sino que confundió el colapso de la ideología comunista con la derrota de Rusia.

EE.UU. gozó del estatus privilegiado de única súperpotencia mundial entre 1991 y 2001, y lo aprovechó para blindar el orden mundial que había comenzado a construir después de la Segunda Guerra Mundial. Rusia fue excluida de este orden, dado su rechazo a someterse al liderazgo de Washington, a diferencia de Alemania o Japón, que gracias a su democratización bajo la supervisión americana consiguieron incorporarse a las instituciones internacionales multilaterales.

El revisionismo actual de Rusia hunde sus raíces en su oposición al modelo prefabricado, así como en el resentimiento hacia Gorbachov por haber perdido un imperio y, en consecuencia, haber pasado de ser uno de los dos actores clave en la arquitectura de la seguridad europea junto a EE.UU., a quedarse en la periferia de la misma, pese a su recuperación económica y, sobre todo, a su ambición de ocupar el lugar en el mundo que, según el Kremlin, le corresponde: el de una gran potencia con derecho a conservar amplias zonas de influencia fuera de sus fronteras.

El pasado 27 de febrero, tres días después del comienzo de la invasión rusa de Ucrania y casi 32 años después de la profecía no cumplida de Gensher, el actual canciller alemán, Olaf Scholz, definió el contexto internacional como «Zeitenwende» («cambio de época»), refiriéndose a la necesidad de un ajuste importante de la política económica, exterior y de seguridad de Alemania. La invasión de Ucrania puso de relieve y aceleró el cambio de época, pero la época de cambios había empezado mucho antes. El hecho de que solo un 16 por ciento de la población mundial (que contribuye con el 62 por ciento al PIB mundial) haya impuesto sanciones a Rusia por la guerra en Ucrania refleja el fracaso de Occidente por consolidar su modelo prefabricado como vía de restauración del orden internacional.

Rusia es la responsable única de la guerra en Ucrania, pero no por ello esta guerra deja de ser resultado del fracaso del diálogo estratégico entre EE.UU. y Rusia. La división de los países del mundo en función de sistemas democráticos y autoritarios, establecida por la administración Biden, resulta desafortunada, porque un orden internacional no puede guiarse solo por tal criterio (el de la conversión de los valores democráticos y liberales en el principal interés estratégico) si se pretende construir un orden internacional inclusivo y funcional. El respeto al derecho internacional, independientemente de la ideología, debería ser el único criterio de inclusión de los estados en un orden internacional restaurado.

El cambio de época traerá muchas crisis y oportunidades, pero por ahora está claro que estará marcado por el final del 'modelo alemán', un país convertido en potencia económica europea gracias a las importaciones de hidrocarburos rusos baratos, las exportaciones de sus productos y el más que modesto gasto militar justificado por su pasado nazi. Por ello, no sorprende el discurso del canciller Scholz en la Universidad Carolina de Praga (29 de agosto), notablemente europeísta, con propuestas para reformar y mejorar la integración europea, la autonomía estratégica y energética, la política de asilo y migraciones, políticas fiscales, etc. La reunificación alemana en 1990 marcó un cambio de época. La transformación de Alemania anunciada ahora por su canciller, marca uno nuevo acelerado por la guerra de Ucrania.

Occidente se enfrenta otra vez a la tarea de restaurar el orden mundial, pero su estatus ha cambiado radicalmente en comparación con el de 1990. De entonces acá ha perdido buena parte de su credibilidad de su papel central en la reorganización del mundo. La guerra de Ucrania ha cambiado la arquitectura de la (in)seguridad europea, pero ha reinventado la relación transatlántica y ha consolidado el bloque de las democracias liberales. El resto del mundo no constituye bloque alguno, aunque llame la atención el hecho de que el mal llamado 'sur global' (China, India, África del Sur, etc.) no haya apoyado las sanciones impuestas a Rusia por Occidente.

Más que a una restauración del orden internacional, vamos hacia una división entre Occidente y el resto, en el que especialmente destacan Rusia y China, dos potencias revisionistas, alineadas pero no aliadas en su ambición de socavar lo que perciben como hegemonía de EE.UU. y sus aliados. Y más que una Guerra Fría II, veremos una guerra híbrida permanente en la que todo, desde las vacunas hasta el gas, podrá ser un arma en manos del adversario. El fallecimiento de Gorbachov encarna el final de una época, el comienzo de una nueva y sobre todo el fracaso de la idea de construir una casa común europea.

Mira Milosevich-Juaristi es investigadora principal del Real Instituto Elcano y escritora.

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