Gracias a Deng

En 1979, el diplomático Chas W. Freeman paseaba por las calles de Pekín cuando se encontró con un hombre que vendía fideos en una carretilla. A Freeman le extrañó el encuentro: en sus visitas previas a la China maoísta -donde hizo de traductor para Nixon en su revolucionaria visita de 1972- la comida se tomaba en casa, en cantinas comunales o en restaurantes del Gobierno destinados a impresionar a las visitas extranjeras. Encontrarse un simple puesto callejero era algo insólito. Mientras se tomaba los fideos, Freeman le preguntó al vendedor a qué unidad de trabajo pertenecía. "Soy mi propia unidad de trabajo", le contestó. Esta sencilla pero revolucionaria respuesta hizo que Freeman se diera cuenta de que, de manera discreta, en China se estaba llevando a cabo un enorme cambio, no sólo en la economía, sino en los corazones.

Todo había empezado un año antes, en el helado diciembre pequinés. En el tercer plenario del XI Congreso del Comité Central del Partido Comunista, un nuevo líder tomó las riendas de China. Deng Xiaoping era uno de los llamados "pragmáticos" del establishment político y había sido purgado varias veces por Mao. Intentó reparar los destrozos del Gran Salto Adelante y, posteriormente, él y su familia fueron blanco directo de la despiadada Revolución Cultural -su hijo quedó parapléjico a manos de los Guardias Rojos-. Su llegada al poder suponía un camino incierto, después de la reciente muerte de Mao y de la extraña entente a la que Pekín había llegado con Estados Unidos, en contra de su enemigo soviético común. Deng planteó, ante el resto de camaradas, un proceso "de reforma y apertura" que debía guiar China en una nueva dirección. No tenía un detallado plan de acción, pero sí un objetivo claro: desarrollar y modernizar el país usando los métodos que hicieran falta. Dejar atrás el colectivismo maoísta era el primer paso. El segundo, abrazar todo lo que el capitalismo podía ofrecer para el bien del país. Adiós ideología, hola pragmatismo. La frase más famosa de Deng lo sintetiza a la perfección: "No importa si el gato es negro o blanco, mientras cace ratones".

El resultado fue un éxito atronador. Deng Xiaoping es -y no Mao- el gran artífice de la actual superpotencia china. Consiguió una de las mayores reducciones de pobreza de la historia de la humanidad (seguramente la mayor) y un crecimiento económico igual de inaudito. Deng derrotó a Mao, demostrando que la ortodoxia ideológica era el gran lastre que evitaba que China tuviera un papel principal en el mundo. Demostró a los más reticentes del Partido las bondades de abrazar el libre mercado y abrirse al mundo, dejando atrás la xenofobia y planificación mesiánica con la que Mao había sangrado China. Pero, a la vez, el modelo de Deng fue mucho más heterodoxo de lo que los adalides del libre mercado hubieran querido. Al contrario que en el caso ruso, donde la transformación económica fue una revolución chocante y caótica -esos duros años 90 explican, en buena parte, el éxito del autoritarismo estable de Putin-, Deng apoyó un proceso gradual de reformas, con las que, poco a poco, los diversos sectores de la economía se iban adaptando a las prácticas y a la mentalidad del libre mercado. Se experimentaba con algunos cambios en unos cuantos pueblos o ciudades y, si funcionaban, se iban extendiendo de manera controlada al resto del país. Recordemos: el objetivo de Deng no era construir una sociedad liberal, sino una sociedad desarrollada. Si el capitalismo era la mejor manera para conseguirla, había que abrazarlo sin temores. Sin seguir ningún manual de instrucciones ideológico, sino a base de prueba y error.

Gracias a esta "reforma y apertura" de hace 40 años, la China actual tiene unos niveles de vida, libertad y riqueza impensables durante el maoísmo. ¿Qué chino, durante los años 60, podía imaginarse que, en pocas décadas, tendría la nevera llena, una televisión repleta de éxitos de Hollywood o un coche privado? ¿Qué familia china, en esos tiempos, tenía la esperanza de poder viajar al extranjero alguna vez en su vida? ¿O que sus hijos pudieran estudiar en una universidad americana o europea? Todo esto es el legado de Deng.

También lo es una "contradicción" que trastoca nuestras más asentadas ideas liberales: que la explosión de la riqueza no lleva asociada una explosión de la democracia liberal. Deng, recordemos, también fue el ejecutor político de la represión de Tiananmen. En 1989, la opción del Partido Comunista chino de adoptar una línea dura parecía que remaba contra la historia, contra esos aires de fin del autoritarismo que ejemplificaba un Gorbachov tan puro como ingenuo. Ahora, ese determinismo histórico hacia un mundo donde la libertad y la democracia son los valores prioritarios universales -por delante, por ejemplo, del poder o la estabilidad- nos parece una idea naíf. Pocos creen que sea un destino inevitable. Quisimos ver a China como una excentricidad autoritaria en esas décadas felices del fin de la historia. Pero simplemente nos recordaba que la historia es imprevisible, para bien o para mal.

¿Cómo se recuerda a Deng en la China actual? Un poco tal y como gobernó el país, de manera discreta pero omnipresente. Casi todo lo que vemos en China es consecuencia del rumbo que Deng eligió, pero apenas hay estatuas dedicadas a él, mientras que la figura de Mao puebla los parques y plazas de toda China. En este 40 aniversario del proceso de "reforma y apertura", concretamente, suena mucho más el nombre del actual presidente Xi Jinping que el del viejo Deng. China, bajo el liderazgo actual, es más represiva contra los suyos, más desconfiada de los extranjeros y bastante más personalista en su liderazgo. Las facciones liberales del Partido citan u homenajean a Deng como acto de resistencia. El consenso estadounidense de frenar el ascenso de China ha generado una política interna más dura y cerrada, ante los tiempos todavía más hostiles que Xi cree que se avecinan.

Pero dejar atrás a Deng es un error. Su modelo cortó de raíz la miseria y la cerrazón que reinaban en el país. Consiguió mantener al Partido en el poder y dotarlo de una legitimidad enorme, sin necesidad de un gran emperador. En estos días inciertos, quizá Deng le preguntaría a Xi: si algo funciona, ¿para qué cambiarlo?

Javier Borràs Arumí es periodista.

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